Ya no tiene la mirada perdida
En 2016, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida, 63 por ciento de los pacientes venezolanos con afectación de su salud mental no conseguía sus medicamentos en farmacias. Por aquellos días, Yeiber Román vio, en una vecina diagnosticada con esquizofrenia, lo que significó para ella no mantener su tratamiento: por un lado, el desequilibrio, y por otro, el rechazo y el estigma social.
ILUSTRACIONES: WALTHER SORG
No es su verdadero nombre, pero pongamos que se llama Lorena. Pasaba de los 40 años. Se instaló en una pequeña casa, justo frente a la nuestra, más o menos en 2008. Solía ser bastante cordial, amable, nos visitaba y, taza de café en mano, se sentaba a conversar con mi madre, quien ahora me cuenta cosas acerca de ella que no logro recordar.
Una tarde cualquiera, en nuestra sala, luego de una confianza ganada de a poco, nos enteramos de que tiempo atrás había sido diagnosticada con esquizofrenia. Nos dijo que su medicación debía ser muy estricta. Era lo que le permitía llevar una vida relativamente tranquila. Pero cuando el país entró en una terrible crisis económica, a partir de 2016, se le comenzó a hacer cuesta arriba comprar sus medicinas.
Y, tanto ella, como todos los vecinos, padeceríamos las consecuencias.
Tiempo después de su llegada, empezó la relación amistosa con mi madre. Se conocieron en una de las reuniones del Consejo Comunal de mi callejón, que se hacían con bastante regularidad. Ninguno de esos encuentros dejaba algo de relevancia. Pero fue en una de esas reuniones en la que se dieron el “mucho gusto” y empezaron a conversar.
—Usted vive aquí en frente, ¿no? —le dijo Lorena, antes de presentarse con la mano estirada.
Comenzó a ser frecuente el intercambio de saludos y, luego, sus visitas casi semanales a nuestra casa.
Así nos enteramos de su origen. También supimos que una parte de su familia no se llevaba bien con su esposo. El desagrado era mutuo y, llegó a tal punto, que la solución que encontraron fue vender su vivienda y mudarse a Caracas. Se enteraron de que había una casita en Petare que estaba en venta, y la mamá de Lorena decidió comprarla de inmediato.
En pocas semanas ocurrió la mudanza.
También, en una de esas conversaciones, supimos de su empleo: formaba parte de una cuadrilla de limpieza organizada por la Alcaldía del Municipio Sucre. Era uno de esos grupos con franelas amarillas y letras negras que uno veía temprano en las calles limpiando el asfalto.
Lorena pasaba la jornada en las calles. Ganaba un salario bastante bajo y era ignorada por sus compañeros. No lograba conectar con ninguno de ellos por su “forma de ser”. Era una persona muy insistente en ciertos temas. Por ejemplo, un día pedía dinero —aunque eran muy pocas cantidades—, y al siguiente volvía a pedir, y el siguiente lo hacía de nuevo. Esto causaba molestia en los demás. Por lo incómoda que se sentía, ella quería salir de ese trabajo y hacer otra cosa
En sus ratos libres, Lorena tejía pulseras junto con su hijo como una forma de ganar algún dinero extra. Mi mamá, que siempre se ha caracterizado por su solidaridad, le compró algunas.
Quiso iniciar, con ilusión, un nuevo rumbo laboral. Así fue como renunció a la cuadrilla de la alcaldía para unirse al personal de mantenimiento del Metro de Caracas. Sin embargo, la historia se repitió: no lograba establecer una relación saludable con sus compañeros de trabajo. Y fue tal la incomodidad que sentía que prefirió quedarse desempleada una vez más.
Esa situación se veía agravada por el hecho de que tampoco podía conectar con sus propios vecinos. Las palabras hirientes, la sensación de sentirse ignorada, el ostracismo al que era condenada, los insultos de los vecinos desde afuera, los comentarios mal intencionados lanzados a esa casa y que uno podía escuchar al pasar.
Por aquel entonces, a Lorena la vida le propinó un gancho que la dejó desconcertada: su esposo la abandonó porque se enamoró de otra mujer, por lo que su presencia en la casa comenzó a ser esporádica.
Desde siempre, mi madre, muy católica y altruista, ha sido bondadosa con los demás. Quizá por ello no le resulta complicado ganarse la confianza de alguien. Tal vez Lorena encontraba en ella un refugio, una puerta para el desahogo, por lo que le comentaba todo entre lágrimas. Aunque el esposo la había maltratado física y verbalmente, según dijo en una ocasión, no sabía cómo pelear sola esos rounds de la vida que le habían tocado.
Su hogar empezó, literalmente, a resquebrajarse poco a poco.
Recuerdo escuchar quejas por parte de algunos de los vecinos debido al fuerte olor a tabaco que salía por las noches de la casa de Lorena. Los consumía su mamá. No faltaba quien la tildara de “bruja”. La cantidad de insultos proferidos hacia ellas aumentaba, así como los comentarios sobre las conductas cada vez más impredecibles de Lorena, pues no estaba recibiendo su tratamiento médico.
Eso era apenas una muestra de lo que vendría después.
En casa esto nos preocupaba, porque no entendíamos la aversión de los vecinos hacia Lorena.
Después de todo, no era culpa suya su deterioro.
Pero nadie parecía entenderlo.
En las últimas visitas que Lorena nos hizo, el cansancio en su rostro era muy notorio. Estaba mucho más delgada. Se mostraba desorientada, en especial después de que su hijo decidió volver a la isla de Margarita para trabajar. Quedó en casa con su madre y sus dos hijas. Su situación económica era precaria. No se alimentaba bien y no se despedía de mi mamá sin pedirle pan, arroz o cualquier otro alimento que, desde la sala, ella viese puesto sobre la mesa del comedor. Por todo ello, la continuación de su tratamiento se vio bastante comprometida.
Eran tiempos duros. Ese año, 2016, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida, 63 por ciento de los pacientes venezolanos con afectación de su salud mental no conseguía sus medicamentos en farmacias. Dos años más tarde, se supo que 3 mil 500 pacientes psiquiátricos fueron desalojados de centros de reposo adscritos al Instituto Venezolano de Seguro Social porque no contaban con los recursos para proporcionarles alimentos.
El desequilibrio de Lorena se hizo cada vez más evidente.
Una noche subió a la platabanda de su casa y empezó a gritar muy fuerte. Su voz se escuchaba en todo el callejón y, supongo, en otros sitios cercanos. Algunas cosas que decía eran incoherencias, pero otras tenían que ver de forma directa con los vecinos, a quienes incluso nombraba en ese palabrerío aleatorio.
Mencionó a alguna vecina a cuyo hijo habían asesinado por andar en malos pasos; a un hombre que le salió con una mala respuesta; y a mi familia, por aquella vez que no le pudimos prestar nuestra computadora para imprimir su hoja de vida para continuar la búsqueda de empleo.
Era muy extraño verla así. Esa no era la Lorena que nosotros conocíamos. La que había venido a casa junto a sus hijas a cantar el cumpleaños a mi hermana y entregarle algunos regalitos. La que contaba las anécdotas curiosas que le obsequiaba la calle cuando salía a trabajar. La que revivió una vieja tradición: salir de su casa a la nuestra un 1ro de enero a medianoche para desearnos feliz Año Nuevo en medio de fuegos artificiales y música a todo volumen, cosa que nadie había hecho antes con nosotros.
Se trataba de otra Lorena.
La escena de los gritos de madrugada se repitió en varias ocasiones, algunas con insultos incluidos para los vecinos. Lo hacía casi hasta el amanecer, que era cuando bajaba a su casa y se quedaba en silencio. Una vez me fui a dormir y ella forzaba su garganta para escucharse lo más fuerte posible, lo que perturbó el descanso de todos en el callejón. Horas después, bajo un fuerte aguacero, ella seguía escupiendo nombres de vecinos y sucesos relacionados con ellos, pero ya con una voz ronca y cansada.
Lo único que la aplacaba era la llegada del amanecer: era en ese momento cuando se iba a dormir.
En mi casa nos afligíamos viéndola así.
Después vinieron las agresiones.
Su comportamiento en la calle, frente a los otros vecinos, hizo que los demás comenzaran a tener una actitud mucha más violenta hacia ella. Lorena —la otra Lorena— era perseguida por ellos hasta la puerta de su casa, donde se escondía rápidamente antes de que alcanzaran a tocarla. Incluso los niños que jugaban en la calle la incitaban a perder el poco control que tenía.
“La loca” fue el apodo que le pusieron y, cuando la llamaban de esa manera, empezaba a gritar una grosería tras otra hasta que se cansaba y entraba a su casa, eso sí, sin dejar de proferir insultos. Los niños no hacían más que reír.
Hubo momentos turbios. Una vez vi cómo un hombre, que se presentaba como un buen cristiano y predicaba la palabra con micrófono en mano, intentó golpearle la cara con un palo de escoba durante una riña. Y recuerdo aquella vez en que volvía de comprar pan y la vi corriendo. Me dijo, con la actitud propia de una niña que cuenta una travesura:
—Yéiber, ven. Ven para acá que te tengo que contar algo. ¿A qué no adivinas lo que me acaba de pasar? Me estaban persiguiendo ahorita con un tremendo cuchillo —y abrió sus manos para referirme el tamaño del utensilio.
Cuando llegué a la puerta de mi casa, los vecinos estaban en la calle. Se notaban exaltados. En efecto, una mujer tenía una especie de cuchillo de carnicero que usó para amedrentarla, según me comentó mi hermana, quien vio parte del suceso desde la ventana.
La casa de Lorena se había convertido en un problema recurrente. Ella interrumpía el sueño de todos con gritos en la madrugada; el olor a tabaco salía de allí cada vez con más frecuencia; las escenas de gritos y persecución en el callejón eran, al menos, una vez por semana.
Pero lo más conmovedor era ver a la madre de Lorena caminar siempre cabizbaja, muy encorvada, así como ver desde mi ventana a sus hijas secándose las lágrimas cuando había un desorden repentino en la calle, pues ya sabían cuál era el motivo de tal alboroto.
Meses después, el esposo de Lorena volvió para llevarse a sus hijas a Colombia.
Los problemas siguieron siendo frecuentes.
Hasta que, un año más tarde, despertamos una mañana con la noticia de que Lorena ya no viviría más en el callejón. La hija mayor y su hermana habían regresado de Colombia con un único propósito: llevarse a su mamá para que viviera con ellas. De esa forma, podría tener no solo un cambio de ambiente, sino de vida y retomar el tratamiento psiquiátrico.
Fue entonces que regresó la tranquilidad al callejón.
La madre de Lorena se quedó viviendo sola en la casa, y meses más tarde la vendió para mudarse a otro barrio de Petare. Ahora, en esa casa, vive una nueva familia.
Sus perros pasean a diario por el callejón. Con la partida de toda la familia, quedaron a su suerte por un tiempo. Sin embargo, están más recuperados, pues una vecina se encarga de cuidarlos y, a veces, mi madre también les da de comer. Ya dejaron de mostrar temor cuando uno se les acerca.
Las últimas noticias que he tenido de Lorena han sido por medio de Instagram. Ahora luce menos demacrada y sonríe. Ya no tiene la mirada perdida. La hemos visto soplando velas de cumpleaños y compartiendo en la misma mesa que sus hijas. Ha sido un alivio saber que ahora tiene una vida más serena, se alimenta mejor y ha podido retomar su medicación.
Solo deseo que la otra Lorena se haya extraviado camino al nuevo hogar de esta, en el que se ve tan feliz y tan cuidada por su familia.
Esta historia fue producida en el curso La emoción es la clave, dictado por Héctor Torres, en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.
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Yéiber Román
Petareño. Me refugio tanto en la poesía como en la narrativa. Uesebista siempre (me gradué como técnico superior universitario en tecnología electrónica). Disfruto escribir, leer en voz alta, escuchar música indie, bailar salsa y bachata y llevar literatura en mis franelas.