Wilmary aprendió a mirar dos veces
A mediados de 2003, tres viviendas se incendiaron en la zona 5 del barrio José Félix Ribas de Petare, el enorme conglomerado de barriadas del este de Caracas. Wilmary Fernández, entonces de un 1 año y medio, estaba en una de esas casas. En esta historia se narra lo que le costó lidiar con las cicatrices que las llamas dejaron en su cuerpo.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
Durante el recreo, Wilmary Fernández fue al baño de su colegio, el María Auxiliadora, y oyó a un grupo de niñas decir que nadie nunca sería capaz de enamorarse de ella. A pesar de que lo dijeron en voz baja, ella escuchó. Entonces se quedó dentro de uno de los cubículos del sanitario, tapándose los oídos con las manos como para no oír nada más.
De algún modo, Wilmary estaba acostumbrada a esos cuchicheos. Siempre que entraba a algún lugar la gente volteaba a verla. Ella trataba de ignorarlos. Pero el día de aquel episodio en el baño, al volver a casa, se miró en un espejo y se detuvo por un instante en su tez surcada de líneas. Vio las finas elevaciones que tenía su piel, esos molestos queloides, y fue casi como si escuchara a los chicos del colegio llamándola, una y otra vez: “La quemada, la quemada”.
Sí, esas marcas eran quemaduras.
Las tenía en gran parte de la cara y de los brazos.
Wilmary comenzó a sentirse distinta. No se parecía a las niñas de su clase. No se parecía, de hecho, a ninguna niña que conociera. Solo se asemejaba a su madre, quien también tenía cicatrices, pero las ocultaba bajo la ropa, cosa que ella no podía hacer. No había forma de taparse el rostro por completo.
Poco después —estaba en 2do año de bachillerato— una de las profesoras guías del colegio notó lo que ocurría, quizá porque la vio ensimismada, retraída. Entonces la abordó a solas para hablarle del “amor propio”:
—Eres muy hermosa y tienes que aprender a reconocerlo, mírate bien —le dijo.
Y Wilmary pensó que podía ser cierto, pero luego regresó a casa y se volvió a parar frente al espejo. Permaneció largo rato concentrada en su propio reflejo, y se preguntó: “¿Por qué yo?… ¿Por qué?”.
A mediados de 2003, ardieron varias casas de la zona 5 del barrio José Félix Ribas.
Primero una, luego otra, después una más. En medio del pánico, los vecinos veían cómo las llamas consumían todo a su paso. La de William Fernández y Emibel Barreto fue la tercera vivienda en ser alcanzada por el fuego.
Cuando ocurrió, William ya había salido a la calle, pues había escuchado un alboroto, unos gritos que él pensó que eran por alguna pelea callejera. Emibel se quedó dentro, en su cuarto, con la hija de ambos, sumidas en un sueño pesado. La pequeña Wilmary apenas tenía un año y medio de nacida.
A William no le dio tiempo de volver por ellas.
Emibel consiguió salir con su hija antes de que la casa colapsara. Apretaba el cuerpo de la niña contra el suyo. Alguien las metió en un auto para llevarlas al hospital.
Cuando llegaron los bomberos, no había llamas que apagar. En cambio, encontraron a un grupo de personas de pie entre los escombros, en pijamas, con cubetas vacías y sacos de arena. El reporte final indicó que la causa del desastre fue un corto circuito en la primera casa, a menos de cinco metros de la de los Fernández.
Emibel y Wilmary fueron ingresadas de emergencia en el Hospital Pérez de León, pero los doctores advirtieron que no contaban con el equipo necesario para tratar a la bebé, que tenía la cara, las piernas y los brazos al rojo vivo.
William se dedicó a recorrer Caracas, en busca de un lugar donde pudiesen recibir a su esposa e hija. El Hospital Militar Doctor Carlos Arvelo era el único sitio en el que podían mantener con vida a Wilmary.
Los médicos estaban sorprendidos de que siguiese respirando.
Ella y su madre permanecieron en terapia intensiva por tres meses.
Wilmary pasó los primeros 10 años de su vida frecuentando hospitales y clínicas. Debió someterse a varias operaciones que le ayudaron a recuperar la movilidad de los brazos y las piernas. Sus padres esperaban que las cirugías también redujeran las marcas en su rostro y en el resto del cuerpo. Pero no fue posible.
Los doctores que la atendieron veían con asombro su manera de sonreír. No formulaba, nunca, una mala respuesta o un comentario de desagrado. Era dueña de ese tipo de genio que agradaba a todo el mundo. A los 11 años se cansó del bisturí y de hacer las tareas del colegio a distancia. Solo quería divertirse con niños de su edad, lejos de los doctores. Deseaba estar en casa con su hermana menor, que nació en 2011. Sabía que sus padres habían agotado todos los recursos que habían recaudado para atenderla. Por ello, les dijo que no quería más tratamientos.
A los 14 años, Wilmary pensaba en que las segundas oportunidades no deben desperdiciarse, o eso le decía su familia. Que si seguía con vida debía agradecerlo. No obstante, su reflejo la atormentaba, las cicatrices no la dejaban ser feliz: sonreír le costaba cada día un poco más. Anhelaba lo que otras tenían, lo que veía en los canales nacionales que transmitían los concursos de belleza.
Quería el cutis liso, la piel sin costuras.
Ya había escuchado a sus padres, había leído decenas de libros y había visto cientos de vídeos en Internet que aseguraban que la belleza no se encuentra en el exterior, en un cuerpo, en facciones simétricas. No obstante, aquellas afirmaciones no la convencían.
Solía tener conversaciones consigo misma en las que se hacía preguntas a las que no conseguía respuestas. “¿En dónde está lo ‘bonito’ de uno mismo si no es afuera?”, se cuestionaba antes de dormir.
Como dijeron aquellas compañeritas en el baño del Colegio María Auxiliadora, Wilmary creía que nadie la querría nunca.
Se sentía demasiado pesada, demasiado fea, pero lo escondía para no preocupar a nadie en casa.
El estrés y la necesidad de ocuparse en algo (quizá para no estar a solas con sus pensamientos y sus preguntas) la animaron a apuntarse en un grupo de scouts avalados por la Asociación de Scouts de Venezuela, a la que su papá pertenecía. Fue él quien la alentó a asistir, con la promesa de que empezaría a ver el mundo de otra forma.
Muy el fondo, Wilmary pensaba que los scouts eran gente muy rara y que no encontraría un lugar entre ellos. Cuando, el primer día, ninguno la miró con curiosidad ni le preguntó qué le había pasado en la cara, supo que se había equivocado.
—Aquí aprendemos disciplina, solidaridad y trabajo en equipo. Valores que no les pueden faltar nunca —le dijeron.
Le enseñaron a amar el aire libre, a no desesperarse en los momentos difíciles, a ayudar a otros. Pero, sobre todo, le enseñaron a mirar dos veces. Dos veces antes de cruzar la calle, dos veces antes de dar un paso, dos veces a esa persona que acaba de conocer. Era obligatorio, siempre, mirar más allá de lo que está a la vista.
Hallar lo valioso, lo verdaderamente importante en cada persona, en cada lugar, en cada objeto.
En los scouts solo cabían la determinación, las ganas de cumplir las metas y la fraternidad. No quedaba espacio para otra cosa que no fuese la seguridad en sí misma y la confianza en el resto de sus compañeros.
La ayudaron a escudriñar muy dentro de ella y a identificar cada cosa buena que tenía.
Le aseguraron que quererse a uno mismo no es una cuestión superficial y que sin autoestima difícilmente podría crear lazos duraderos con los demás.
Un día, a los 16 años, Wilmary volvió a casa, se miró al espejo una vez, cerró los ojos y volvió a abrirlos de nuevo.
Observó por largo rato hasta que le habló a su reflejo:
—Ya basta.
Se lo dijo a esa voz dentro de su cabeza que se hacía preguntas poco útiles y al recuerdo de las voces de sus compañeras en el baño del María Auxiliadora.
A partir de allí, no volvió a taparse los oídos en el colegio, comenzó a delinearse las cejas y a tomarse selfies, abrió un perfil en Facebook, continuó siendo dueña de ese tipo de genio que agrada a todo el mundo, pero sonreír le costaba menos cada día.
De aquel instante ha pasado tiempo. Ahora Wilmary Fernández estudia contabilidad en la Universidad Santa María y trabaja a medio tiempo para costear sus gastos. Tiene amigas, sale de fiesta, se divierte en clases.
Hace mucho que no escucha un comentario cruel.
—Me da miedo aún no poder enamorarme nunca, de que nadie se enamore de mí. Tengo 20 años y nunca he tenido novio, a veces es complicado y estresante. Pero me enfoco en otras cosas —le ha dicho a un par de amigas.
Sueña con crear una fundación que sea capaz de ayudar a las víctimas de incendios o de ataques con ácido. Una organización que preste ese apoyo que, en su momento, los scouts le brindaron.
A veces, Wilmary vuelve a preguntarse “¿Por qué?”, pero en seguida se repite: “Basta”.
Se obliga siempre a mirar una segunda vez al espejo, a detallar sus ojos, su sonrisa, a conseguir lo bueno, lo bello, lo importante.
Se devuelve a su adolescencia en ese grupo de camisas verdes en el que no hay juicios sobre la apariencia. Dos veces, ese es el truco:
—Como me dijeron en algún momento: uno debe saber reconocerse. Y para eso tiene que aprender a mirarse bien.
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Albany Andara Meza
Cronista y escritora caraqueña. Vivo de contar las historias de los demás, que es la mejor forma de entender este mundo o, por lo menos, de darle sentido. Ucevista, de mi amada Escuela de Comunicación Social.
Hola me parece un excelente reportaje pero falto realzar un sin fin de valores,logros y metas que a cumplido esa digna persona de admirar porque cada día nos enseña que el físico atrae pero el alma,corazón y sentimientos ENAMORAN y lo dijo con toda la propiedad del mundo porque soy su PADRE y en nuestra familia estamos mega orgullo de ella es lo mejor de lo mejor MAMI,PAPI Y HERMANA LA AMAMOS INFINITO
Es increíble la fortaleza que demuestra ella ante una adversidad de ese tipo, me parece que es una historia digna de contar, para aprender a sobrevivir…y me quedo con ese «truco» ante la vida: «Mira dos veces». Te felicito Wilma, muchas bendiciones