Inspira a un amigo

Recibir/dar ayuda

Sé también protagonista

Historias similares

Wendy se esconde en las calles de Caracas

Sep 12, 2018

Mariana tiene tan solo 16 años, pero vive en la calle desde hace cuatro. Durante ese tiempo es mucho lo que ha vivido. Aprendió a robar y a pedir, por ejemplo. Como Wendy, la de la historia de Peter Pan, es una especie de figura materna para otros niños de la calle, aunque ella pronto va a tener su propio hijo.

Ilustraciones: Walther Sorg

 

Mariana tiene dos años sin robar y un poco menos sin consumir drogas. Cuatro años viviendo en la calle y cinco meses de su segundo embarazo. Lleva dos años sobreviviendo de la mendicidad y apenas tiene 16 años de edad.

—Mamá, me pica la cabeza. Revísame —le dice un adolescente de 13 años en uno de los bancos de la Plaza Bolívar de Chacao, en Caracas.

—Aquí no —le responde Mariana.

—Revísame, vale. Me pica.

Contra su voluntad, tal vez porque era de día y no estaban solos, ella finalmente accedió.

Los más pequeños de su familia, la de la calle, la llaman mamá, a pesar de que a la mayoría de los niños les lleva menos de cuatro años. A estos, a los niños de la calle, se les conoce como “cachorros”. Mariana es para ellos lo que para los amigos de Peter Pan representa Wendy: la figura maternal que, en teoría, ofrece esa ternura y protección que buscan y desean todos los niños, incluso los de la calle.

Sin embargo, la calle no siempre fue su hogar. Cuenta que vivía en el Junquito, iba al colegio, tenía papá, mamá, abuela y hermano. Además, su familia contaba con holgura económica.

Mariana recuerda que fue a los 10 años que la vida le cambió.

Estaba escondida. Tenía miedo. Lloraba porque ese día la pela había sido muy fuerte. Me golpearon entre las dos, entre mi mamá y mi abuela. Pero sentí el olor a marihuana y entonces supe que había llegado mi hermano. Salí enseguida a verlo. Sentí alivio. Fuimos a su cuarto. Comencé a llorar otra vez con la cabeza recostada en sus piernas, mientras él estaba sentado encima de su cama. Me pidió que lo viera y se fijó en mi cara. Yo tenía el ojo y la boca hinchados. Me preguntó por qué me habían pegado. Le conté que porque había sacado 15 en un examen; mi nota mínima era 16, pero tampoco era para que me hicieran eso.

Ese día me enteré de que mi hermano tenía armas. Las sacó de debajo de su cama y fue a buscar a mi mamá y me dijo que la iba a matar. Salió del cuarto, la buscó y le apuntó. Le preguntó que por qué me hacia eso, que me iba a ir para la calle, que iba a terminar siendo como él. ¿Te lo imaginas? ¡A su propia mamá! ¿Pero qué clase de familia es esa?, me pregunté.

Hasta los 10 años mi vida fue normal. Mi mamá más que una mamá era una amiga, era divertida. Después no llegaba a la casa los fines de semana y, cuando iba, llegaba borracha, nos despertaba de madrugada, me pegaba, mi hermano me defendía y, al final, ella se puso en contra de mí.

También llegaba con las narices blancas. Empecé a investigar, porque yo iba al colegio y a uno le hablaban de drogas y de sexo. Entonces, me empecé a dar cuenta de que mi mamá tenía todos los síntomas de una persona que consumía drogas.

 

Mariana pide en las calles. Comer y vestirse depende de la solidaridad de desconocidos. Pero pedir tiene sus técnicas, pues la solidaridad no viene sola, la lástima la empuja. Aunque muchos le regalan ropa y zapatos, ella suele estar descalza y sucia, porque de lo contrario no genera compasión y su paladar no prueba alimentos.

La vestimenta no es lo único. La lástima no es suficiente. Mariana y los cachorros deben ganarse la confianza de las personas y, de algún modo, su compromiso. Los cachorros usan miradas tiernas. Se adaptan al proveedor y con pocos encuentros dan la última estocada: si es una mujer la empiezan a llamar “madre” y si es un hombre el sustantivo correspondiente.

La mendicidad infantil motiva un intercambio. Mariana y sus cachorros les ofrecen a los proveedores abrazos, ternura, experiencias y enseñanzas. Ellos, en cambio, reciben alimentos, ropa, medicinas y hasta números de teléfono para recordarles, de vez en cuando, que existen. Para preguntar cuándo los visitarán o para avisar que fueron desplazados por la policía.

Mariana y los cachorros cuentan con varios padres y madres. Pero es una relación a medias porque su integridad la defienden solos. Con el pasar del tiempo los padres y madres van y vienen. Algunos los olvidan y otros llegan. Al final, parece una relación utilitaria, aunque no por ello están vacías de cariño sincero.

Eso sí, las madres y padres jamás suplantan a Mariana, porque ella no es simplemente una madre. Ella es su mamá. Los cachorros la enseñaron a pedir, desde que la conocieron hace dos años. Antes, la vida de Mariana en la calle era muy distinta.

Después de que mi hermano se fue, mi mamá me encerró en un cuarto en el piso de arriba. Me daba comida y hasta chucherías, pero no podía salir.

Al tercer día vi los zapatos de mi hermano por debajo de la puerta. Vi también dos zapatos más. Creo que estaba besando a una chama. Empecé a gritarle. Él no sabía que estaba allí, le habían dicho que yo estaba donde mi tía en Guarenas. La chama le preguntó de quién era esa voz, que si era un fantasma. Él sabía que era yo y abrió la puerta. Me sacó de allí y me dijo que recogiera mi ropa, que ya no iba a regresar más a esa casa.

Me llevó a su buggy en los Dos Caminos, una construcción abandonada donde a veces vivimos. Este era de paja, aunque el piso era de cerámica. Me enseñó su caleta, un hueco en el piso donde guardaba la ropa, las armas y el dinero. Mi ropa también la guardamos allí. Ese día mi hermano tenía una reunión en la casa y fue el día que comencé a drogarme.

Salimos porque me dio hambre. Me dijo que yo lo iba a esperar en una esquina, que él me iba a pasar un teléfono, que caminara tranquila pero rápido y que me regresara al lugar. Me dijo que me aprendiera bien el camino, porque ahí nos veríamos de nuevo.

Hice lo que me dijo. Me paré en una esquina en la acera de enfrente. Él precisó a una chama que cargaba burro de teléfono. Se le pegó y la robó. Corrió y me lo pasó. Yo hice lo que él me dijo y me fui rápido al buggy. Ese día mi hermano me enseñó a robar.

Luego él cayó preso por robo a mano armada en un autobús. Se lo llevaron para Tocorón y a mí me tocó pagarle la cana, encargarme de él. Después caí yo. Me negué a dar los datos de mi mamá y enviaron a una trabajadora pública. Le dije que había nacido en la Maternidad de Caracas y ella con mi nombre buscó a mi mamá.

A los días llegó una mujer a la celda y me llamo: “Mariana”. Yo le pregunté que cómo sabía mi nombre y allí me enteré de que aquella que yo pensaba que era mi mamá realmente era mi tía. Me senté en el piso y me puse a llorar. Igual ella no me pudo sacar de allí, porque aparecía en mi certificado de nacimiento pero no en mi partida de nacimiento. Allí decía que ella estaba desaparecida. Cuando nací, mi verdadera mamá me dejó en la puerta de la casa de mi tía, porque ella era igual que yo. Vivía en la calle.

Mi tía no llegó a la primera citación. Ni a la segunda, ni a la tercera. Al final me llevaron a una casa de adopción.

Mariana se levanta de madrugada en el segundo piso de una construcción abandonada. Ella tiene el privilegio de dormir sola. Camina hacia el cuarto de al lado, ve a los cachorros, los vuelve a arropar a todos y besa a Ángel y a Pedro, unos cachorros que más que hermanos de la calle comparten el mismo código genético.

Ángel, de 10 años, Pedro, de 12, y Marcos, de 16, fueron los primeros cachorros de Mariana. Pero, al igual que las madres y padres, estos van y vienen. Después de dos años de una estrecha relación, Ángel y Pedro volvieron con su mamá, la que los trajo al mundo. Marcos, en cambio, está preso.

Pero a Mariana la separación parece no afectarle. Al contrario, se siente feliz de saber que Ángel y Pedro no están más en la calle. Pedro, por su parte, al despedirse de Mariana, el 1 de julio de 2018, le prometió crecer y trabajar para un día ir por ella manejando una camioneta.

Mariana recuerda que su maternidad callejera se fue fraguando por las acciones de los pequeños, luego de que algunas circunstancias la hicieron migrar de Los Dos Caminos a Chacaito.

Pasaron casi dos años, ya tenía 14, y planifiqué con otra de las chamas de la casa de adopción para escaparnos. Lo hicimos una noche. Empezamos a amenazar a las del dormitorio. Yo les decía que si alguna vez habían visto a alguien morir porque les faltara la respiración. Me decían que no. Entonces las amenazaba: “Si no me das la sábana vas a morir de esa manera”. Así hicimos con todas, una por una. Al final unimos todas las sábanas y nos escapamos por la ventana.

Al salir no sabíamos dónde estábamos. Le preguntamos a un señor que estaba recogiendo la basura y nos dijo que en la transversal 3 de Sebucán. Le pregunté que como llegábamos a Los Dos Caminos. Me señaló una de las vías y nos dijo que camináramos siempre derecho.

Llegamos al buggy de mi hermano. Lo quería ver, pero él no estaba. Todo estaba igual, como si en todo ese tiempo nadie hubiese estado allí. En la caleta estaba mi ropa, un poco de dinero y armas. Mi hermana —la chama que se escapó conmigo— y yo nos bañamos, nos cambiamos y nos fuimos a comer. Se nos acabó el dinero y ella me preguntó que cómo íbamos a hacer. Yo le dije que teníamos que salir a robar, que qué más. Yo no iba a dar mi cuca por dinero. La enseñé a robar. Al principio tenía miedo, pero le expliqué que para robar debía sentir que el teléfono de la otra persona era suyo.

Salimos y precisé una camioneta, me monté y amenacé. Ella se montó con una bolsa y luego nos fuimos corriendo. Así las dos nos mantuvimos un tiempo, pero un día llegamos al buggy y todo estaba quemado. Ya Polisucre nos tenía en la mira. Agarramos las cosas de la caleta, que fue lo único que no quemaron, y nos fuimos para Chacaíto.

Allá llegué y me hice novia de Francisco, el papá del niño. Seguí robando, pero no pegando sino guindando. Hacía que los hombres creyeran que era una puta y me los llevaba apartados, allí les caía Francisco y los robábamos.

En Chacaíto también conocí a los cachorros. Los veía pedir, pero yo no estaba acostumbrada a eso. Entonces seguí en lo mío. Pero un día paré de robar porque la policía me agarró y me dio la pela más fea que me han dado en mi vida. Me cortaron todo el cabello, me quedé calva. Lo hicieron porque si me metían presa volvía a salir, porque era menor de edad. Incluso, si me llevaban a tribunales iba a terminar saliendo porque si esos hombres me acusaban de robo, yo los acusaba de abuso sexual a una menor. Mi hermano me había enseñado demasiadas cosas.

Luego de eso los cachorros me dijeron que fuera con ellos a pedir. Empecé y me gustó. Me di cuenta de que ganándome la confianza de las personas me daban muchas más cosas. Ahorita robar me da miedo.

También dejé de fumar. Un día mi hermana, la que salió conmigo de la casa de adopción, en plena crisis fue a comprarle creepy al jíbaro que siempre le comprábamos y, como se descuidó, se robó dos libras y pico. Eso es demasiado. A los jíbaros no se les puede robar porque te buscan hasta debajo de las piedras y te matan. Y bueno, él la consiguió y la mató.

Ese día dejé de fumar creepy.

Mariana consiguió una familia en la mendicidad y en los cachorros. No convencional, pero familia al fin: se protegen, comen, piden y duermen juntos. De su tía no ha sabido más, solo que está en la quiebra. A su mamá solo la ha visto un par de veces. Lo último que supo de su hermano es que está preso en España por homicidio; al salir de la cárcel venezolana su mamá lo había enviado a España. Su papá, del que solo recuerda su cuerpo porque la mente no le funciona igual que al común de las personas, está en un psiquiátrico. Y su abuela, a pesar de que no llega a los 60 años, está recluida en un ancianato.

Su familia de la calle es difícil de definir. No siempre están los mismos. Van y vienen o llegan otros nuevos. Hay integrantes de 8 años de edad y otros que ya pasaron de los 20. Pero todos comparten la calle, la pobreza y un oscuro pasado. La vida sigue y la procreación también. Mariana salió embarazada por primera vez a los 15 años. Su barriga creció, pero el feto, en esa oportunidad una niña, nació sin vida.

Eran como las 10:00 de la noche y empecé a sangrar. Me dolía. Estaba con Tortuga, un amigo que es extremadamente lento para todo. Le dije que teníamos que salir. El dolor volvió y primera vez que vi a Tortuga correr. Me dijo que no me moviera de allí, que iba a buscar ayuda. Pero yo no aguantaba y empecé a caminar hacia Chacao. Sabía que no podía. Tenía miedo, lo sentía. Pero la necesidad era más grande.

Escuché “ahí va Mariana”. Vi que venían un poco de chamos. Cargaban palos de golf. Se vinieron todos hacia mí. El primer golpe lo sentí en el cuello y el segundo en el hombro. Después de eso no recuerdo nada más. Luego me desperté en el hospital. Esposada de la camilla. Al despertarme me enteré de que mi hija había nacido muerta.

Me golpearon por venganza. Francisco había matado a un chamo inocente. En la calle, cuando no te consiguen, buscan joder a tu punto débil para que aparezcas. Pero Francisco no apareció ni iba aparecer. Lo que ellos no sabían era que él estaba preso.

 

A los cinco meses de su segundo embarazo, Mariana asistió a su primera cita formal de control prenatal. Antes la llevaba una de sus madres, le hacían el eco, pero no era un riguroso control. Mariana no tiene documentos y es menor de edad. Ambas consultas han sido privadas, financiadas por otros y violando la ley. Los colaboradores y los médicos lo saben. Pero, tal vez, todos valoran más la vida que la ley.

El hijo de Mariana será varón. Carga consigo el eco y lo muestra mientras enseña hasta el último diente de su blanca y perfecta dentadura, que resalta en medio de su cara morena. Con el embarazo dejó el cigarrillo, y planea dejar la calle o que, al menos, su hijo nunca la conozca. Ella, como todos, tiene alguna casa. En la que planea vivir es la de una de sus hermanas mayores por parte de mamá. Una hermana que conoció por Facebook y que la recibe en su casa por unos días cuando el Consejo de Protección la agarra.

La hermana le asegura techo para su hijo. Pero nada más, porque allí la comida no alcanza. La comida, salud y vestimenta deben correr por cuenta de Mariana. Solo por ella, porque Francisco, que ya está en la calle y es también el papá del segundo niño por nacer, no quiere asumir. A pesar de ser dos años mayor que Mariana, dice ser muy joven para ser papá.

Con cinco meses de embarazo, ella quiere cambiar su modo de ganarse la vida: ahora quiere trabajar. Una idea difícil para una menor de edad embarazada, sin apoyo familiar ni documentos. Una idea difícil de mantener en el tiempo en la Venezuela de hoy, en esa donde un kilo de carne cuesta el 10% del sueldo mínimo, y en donde nueve de cada diez venezolanos no pueden costear su alimentación diaria.

—¿Si el dinero que ganas no te alcanza para mantener a tu hijo, robarías de nuevo? —le pregunté.

—Sí —contestó enseguida.

—¿Robarías porque no tienes cómo alimentarlo o por…?

—Hasta para comprarle unos zapatos que él quiera.

—¿Y prostituirte? Nunca lo has hecho.

—Por mi hijo lo haría. Te explico —me dijo con un tono de sabiduría—: Mi tía nos dio todos esos lujos, porque antes era una puta. Así conoció a un español, se casó con él y logró tener una panadería en España. En esta vida, a veces, hay que hacer cosas.

Y así, esta Wendy de calles oscuras y vida desamparada, va alimentando con sus vivencias su filosofía de vida.

 


Historia elaborada en el XII Seminario de Periodismo Narrativo “El pulso y alma de la crónica”, de Cigarrera Bigott, en 2018.

8826 Lecturas

Periodista empeñada en contar historias. Actualmente me desempeño como reportera de investigación en El Pitazo. Entre denuncias e historias mi objetivo como periodista es colaborar en la construcción de nuestra memoria colectiva.

    Mis redes sociales:

Ver comentarios

2 Comentario sobre “Wendy se esconde en las calles de Caracas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *