Volver a Surtsey, a ser parte de su fauna
El narrador José Urriola tenía, en un cerro a un costado del Parque La Fila, en San Luis del Cafetal, su Ávila particular, el cual visitaba como un ritual solitario. Cuando, junto a su esposa, decidió emigrar a México, quiso despedirse de él. Pero fue una despedida triste, precedida de un feroz incendio forestal. Quiso la fortuna que lograra volver para completar la despedida y lo encontrara florecido, para llevarse consigo la metáfora de que tras el fuego siempre vuelve la vida.
Fotografías: José Urriola / Martha Viaña Pulido
Yo tenía un Ávila personal. Mi propio, particular y personalísimo Ávila a escala: el cerro que se levanta a un costado del Parque La Fila, en la urbanización San Luis de El Cafetal. Tengo entendido que es uno de los reservorios urbanos de aves más importantes de Caracas. O eso me dijo alguien que sabe mucho, y yo le creí porque me lo quise creer.
El hecho es que mientras todo el mundo subía al Ávila y había como una silenciosa y tensa competencia para demostrar quién era el mejor subidor, yo subía solitariamente todas las mañanas ese modesto cerrito en un recorrido que me tomaba exactamente 55 minutos desde que salía de la puerta de mi casa hasta que me quitaba los zapatos llenos de tierra para volver a entrar. De ahí a bañarme, vestirme, tomar un café bien cargado y salir rumbo a mi trabajo en el Banco del Libro, en Altamira Sur. Era una rutina que se parecía un montón al bienestar en aquel entonces.
Y un montón a la saudade hoy.
En esa montaña de San Luis me topé por primera vez con un tucuso barranquero con sus alas de un verdiazul radioactivo, con una serpiente cuya cabeza triangular había sido machacada contra una piedra de tal manera que sus colmillos del tamaño de una falange quedaron expuestos al cielo abierto, con una rabipelado que llevaba sobre el lomo a sus ocho crías y con un enjambre de abejas que me estuvo zumbando por largos metros sobre la cabeza pero que al final decidió perdonarme la vida. Me encontré también con una señora fuera de sus cabales que al pie del cerro me salió al paso para advertirme sobre un supuesto monstruo de la montaña: “Oye, ese es el ruido que hace, el otro día se comió un perro y solamente le apareció la cabeza” (y a ésta, muy a mi pesar, también le creí); con una parejita libidinosa oculta entre la maleza sumida en eso que el personaje de La naranja mecánica hubiera llamado “the old in out, in out”, y con un fumeta generoso y madrugador que siempre me ofrecía, aunque sin mediar palabra, una calada de su humeante porro.
Así era la fauna del lugar, y yo era parte de ella.
Fue en esos días felices y tranquilos en San Luis cuando a mi esposa le ofrecieron un puesto en las oficinas de su compañía en Ciudad de México. Lo estuvimos pensando primero sin mucho convencimiento, pero luego me asaltaron tres veces en el tráfico de la autopista, siempre motorizados, siempre a las 6:00 de la tarde, las tres veces en las cercanías de la bola de Jesús Soto. La primera vez para quitarme el iPod cuyos audífonos traía ingenuamente calzados en las orejas. La segunda y la tercera para robarme el celular, en una ocasión por las buenas, con el gesto casi sutil de quien golpea a la ventanilla con la cacha de la pistola; la última vez —mucho menos amable— con el cañón del arma apuntándome directamente a la cabeza.
Al tercer asalto en menos de dos meses, la idea de intentarlo en México no me parecía ya, en lo absoluto, mala opción; a pesar de que significaba saltar al vacío para intentarlo en un lugar nuevo donde no era más que un perfecto extraño y donde no es que te reseteas para comenzar de cero, sino que te toca remontar primero la amplia gama de los números negativos. Intentarlo en otra parte a pesar de que nuestras familias enteras vivían aún en Venezuela y a pesar de que gozaba enormemente con mi trabajo en el Banco del Libro y de mis queridos alumnos de comunicación social de la UCAB. Y a pesar de que, aún siendo conscientes de todo lo que se nos estaba viniendo encima de manera irreversible y avasallante como una trituradora especializada en moler gente decente, nosotros seguíamos siendo felices con nuestros días tranquilos en San Luis.
Tocaba la despedida. Se imponía el hasta otra, y parte fundamental de ese adiós pasaba por despedirse, no solo del Ávila de todos los caraqueños, sino también (sobre todo) del mío particular. Con la mala suerte de que eran tiempos de sequía y una tarde, regresando de una de mis últimas jornadas de trabajo bancolibrero, me encontré con el cerro en llamas. Uno más de los tantos incendios forestales que —quién sabe si provocados por el hombre o de manera fortuita— se ensañan contra las colinas caraqueñas, verano tras verano.
Lo que pasa es que esta vez me tocaba de cerca, me pegaba en el alma.
Intenté subir el cerro a los pocos días, con la esperanza de que el incendio no lo hubiera afectado tanto. Aquello parecía una escena perdida de la película La carretera, inspirada en la demoledora novela de Cormac McCarthy. Todo lo que se alzaba ante los ojos era ceniza, todos los troncos estaban chamuscados, en cada paso que dabas levantabas una polvareda gris y maloliente producto de la pésima combinación de cenizas con rocío. Columnas de humo se levantaban por aquí y por allá, hojuelas oscuras mecidas por el viento llovían sobre la cabeza. Aquello no era bueno para los ojos ni para el olfato, mucho menos para mis pulmones de asmático que se resintieron como nunca al intentar coronar la cima.
El descenso fue aún peor. Aquella pasta negruzca que me manchaba las medias y los zapatos resultaba además terriblemente resbalosa. Parte del trayecto, ya fuera a propósito o a pesar de todos mis malabares por mantenerme erguido, lo tuve que hacer con las nalgas pegadas contra el suelo. Recordé en ese instante con tristeza y con algo de susto aquello que me había hecho saber mi querido amigo Martín Sappia: ¿Sabías que averno significa literalmente “un lugar sin pájaros”? Pues eso era, precisamente: mi paraíso particular se había trastocado en infierno personal, y no era un detalle menor percatarse de que en el cielo sobre mi cabeza no surcaba ni un mísero pájaro.
Yo hubiera preferido otra despedida.
Y la tuve, porque quiso la providencia regalarme una nueva oportunidad. Pocos meses más tarde regresamos a Caracas para arreglar unos papeles y buscar algunos objetos personales. Y yo aproveché una mañana, el día antes de tomar el vuelo de vuelta a Ciudad de México, para escaparme y visitar mi cerrito.
El sendero que ascendía por la colina lucía ahora una especie de cresta verde: los brotes de las nuevas plantas que crecían desde el suelo arcilloso. La vida, que se abría paso, una vez más. Los troncos antes chamuscados tenían una nueva corteza que se sobreponía a la quemada. Hojas diminutas de un verde fresco brotaban ahora de las ramas. El trópico es una cosa tremenda, pensé, es salvaje, adolescente, voluptuoso, tú lo encierras y se las ingenia siempre para irrumpir con todo otra vez.
Pero mis cavilaciones bajo el sol fueron interrumpidas por un detalle que había pasado desapercibido hasta entonces, un detalle que se hacía notar primero por el olfato y más tarde por los ojos. Unas olorosas pelotitas de color chocolate se amontonaban con cierta frecuencia en los bordes del camino. Como si alguien se hubiera dedicado a vaciar bolsas de chocolaticos Ping Pong por todo el cerro. Pero no era aroma a chocolate el que despedían, olían más bien como a abono. Eran heces frescas.
Aquello eran cagarrutas de un animal desconocido. ¿Un felino, acaso? ¿Tendría la suerte de seguirle el trazo a una onza o un cunaguaro?, ¿acaso lograría verlo agazapado entre la maleza?, ¿me regalaría mi montaña esa gran anécdota para contarla mañana desde otra parte?
Sentí temor, pero la curiosidad era más fuerte que mi miedo.
Seguí avanzando, tras la pista fecal del mamífero incógnito. Los montículos de falso Ping Pong se hacían progresivamente más grandes y frecuentes. Al coronar la cima fui interceptado primero por uno, luego por tres o cuatro de menor tamaño, más tarde por una docena que me cerraron el paso. Chivos. Eran chivos que poblaban ahora la montaña. Quién sabe si escapados de alguna casa, quién sabe si soltados ahí por alguien que los abandonó, el hecho es que ese era ahora su territorio.
Me reí sabroso. Les tomé fotos con mi celular, me cedieron el paso al verme tan risueño, solitario e inofensivo, se dignaron a dejarme volver a casa para poder contárselo a mi mujer. Era como un Ulises corriendo por aquella ladera con ganas de contarle a mi Penélope semejante odisea.
Cuando era niño mi padre me regaló un libro donde se hablaba de Surtsey, una pequeña isla emergida tras la erupción de un volcán al sur de Islandia. En la nada de Surtsey, sobre sus arenas volcánicas y sus rocas de magma sedimentado, a la vuelta de unos años había irrumpido la vida. Un ecosistema complejo con varias especies de hongos, líquenes y plantas cuyas semillas, provenientes de otros mares, habían llegado a sus playas gracias a las olas. Decenas de especies de aves, insectos y crustáceos también la habitaban ya.
La clave de la evolución, decían los científicos, se hallaba en esas islas volcánicas. Eran los laboratorios naturales donde se precipitaba la vida con su tenaz capacidad de adaptación. La metáfora era clara: Al ceder el fuego, se abre paso la vida; una vida que se las ingenia siempre para reinventarse y levantarse.
Con enorme frecuencia, dos o tres veces al día, viajo mentalmente a Surtsey. No a la isla volcánica sino a mi Surtsey personal que casualmente es también mi Ávila particular y a escala. No tengo la menor duda, no se trata de un simple deseo, es más bien como una memoria que ya tengo del futuro: pienso volver a subir mi Surtsey todos los días. Ojalá que acompañado, ahora que somos papás y la providencia nos ha hecho saber lo que es tener una vida más importante que la propia vida.
Lo tengo decidido, voy a volver a ser (a hacerme) parte de nuevo de su fauna.
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José Urriola
Hijo de una profesora de biología con un profesor de literatura, de esa mezcla nací siendo un apasionado de la ciencia ficción. Camino, oigo música y escribo, porque toda historia comienza siendo una canción pero antes de sentarme a escribirla tengo que caminarla largamente. Soy autor de Chupetes de luna (2012), Experimento a un perfecto extraño (2012), Cuentos a patadas (2014) y Santiago se va (2015).