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Veían mis pies y me hablaban de tú a tú

Ene 11, 2023

Psicólogo social, analista y profesor titular jubilado de la Universidad Central de Venezuela, Leoncio Barrios se considera a sí mismo un bailarín. Fue un niño y un adolescente tímido que soñaba con aislarse del mundo como una forma de alejarse de las burlas de las que era objeto en la escuela y el liceo. Así fue hasta que la danza se convirtió en un camino hacia la libertad.

ILUSTRACIONES: CELINA GUERRA

Yo no sé cómo he andado por la vida, aunque sí sé que los pies me han servido para mucho. En la escuela primaria me veo inmóvil, haciendo fila para entrar al salón de clases mientras tomaba distancia del compañero de adelante, con el brazo alargado, y también me veo inmóvil en el patio de recreo. Algo me paralizaba. Era el miedo a lo que pudiera pasarme, lo que pudieran hacerme.

Algunas veces, estando en la fila de entrada al aula, uno de los compañeros venía desde atrás y me daba un “tacle”: con la mano abierta como si fuese un machete, me golpeaba la parte trasera de las rodillas. A veces, yo me balanceaba; otras, me caía, pero las risas de los compañeros sonaban siempre y me turbaban más que el golpe. 

Dentro del salón de clases, mientras la maestra escribía en el pizarrón, uno de los compañeros me lanzaba “taquitos”: un grano de maíz o un papelito bien doblado que colocaba en el medio de una liga o goma, la estiraba para agarrar impulso y apuntaba a la parte trasera de mi cabeza. Después del golpe o el susto, cuando el “taco” rozaba mis oídos, venían las risas y la maestra volteaba a ver qué había pasado. Nunca, ninguna maestra, se daba cuenta de nada. Yo, estoicamente, admitía ser lapidado, como los mártires. 

Sonaba el timbre para salir al recreo y, a veces, dos o tres niñas se quedaban conmigo o volvían al aula durante el recreo y me hablaban, sin agredirme, mientras comían chiclets y me ofrecían. Afuera, yo sabía que me esperaba la jauría comandada por uno de pelo rubio, con pecas en las mejillas, ojos azules y cara de diablo. Henry, se llamaba. Era malo el Henry.

En casa, tampoco nunca dije nada de lo que me ocurría en la escuela ni en el transporte escolar ni en el pasillo del edificio. Decirlo me daba miedo o vergüenza. 

Luego del dramático tránsito por los primeros años de la primaria, cuando terminé el 4to grado, a un tío paterno lo nombraron gobernador de un estado y mi familia se mudó a su casa de Caracas para cuidarla. Eso implicó un cambio de escuela y la cosa fue peor para mí. El nuevo colegio era solo para varones, regentado por curas españoles, casi todos mal encarados. Llevaban una correa de cuero en la cintura para pegarle en las piernas a algunos niños que jugaban en el patio del recreo. Como yo no jugaba, no tenía riesgo de que ese látigo cayera sobre mí, pero presenciaba, aterrado, cómo le pegaban a quienes jugaban. 

Los curas del colegio me parecían cuervos.

En ese colegio no me pegaron en el patio del recreo, pero en el aula sí.

Un día, uno de los pocos profesores que no era cura pero sí español —alto, gordo, siempre sudoroso, rostro enrojecido como de borracho—, mientras paseaba por las filas de pupitres, dando cualquier lección, me dio una bofetada. Así, no más. El profesor acompañó el golpe con una frase: “¿Y este?”. Los compañeros de clase se rieron mientras yo quedé perplejo.

Nunca entendí, o no quise entender, por qué tanta saña hacia mí.

La escuela y los pasillos del edificio donde yo vivía me habían llenado de miedo. En cada salida de casa me sentía amenazado. Ir a la escuela siempre fue, para mí, una tortura y no porque no me gustara estudiar o sacara malas notas. Era por los compañeros de clases, las maestras y los profesores. Y los muchachos del pasillo del edificio.

Las risas, las burlas. 

Vivía en pánico. No sabía defenderme. Mamá me dijo que nunca peleara, que hacerlo era de niños malos, aunque mi hermano, el segundo, sí peleaba, hasta conmigo. Y siempre me ganaba, claro. Me ganaba cuando peleábamos jugando y cuando peleábamos de verdad. Pero con los compañeros de clases o los vecinos del edificio nunca peleé: me aterrorizaba hacerlo.

Mis tiempos en la escuela fueron un martirio que soporté estoicamente. No en vano, mientras mi hermano y sus amigos del pasillo leían historietas de Superman y otros súper héroes, yo leía Vidas ejemplares, las biografías de quienes aspiraban a la santidad o la gracia de Dios a través del sacrificio. Si mi familia no hubiese sido atea, me hubiera gustado ser fraile de clausura para aislarme del mundo. Pero no, no podía ir contra los principios familiares; tenía que buscar otras alternativas.

Fue entonces cuando empezó a ocurrir lo de los pies. 

Cada vez que se acercaba el fin de las vacaciones escolares, mis pies me lo hacían saber. Empezaban a resecarse, a escamarse, a picar, a doler, sentía la piel caliente, y las plantas se me cubrían de llagas. Más sufrimiento, pero ahora físico. “¡Las vejigas otra vez!”, decía mamá y corría a tomar medidas para curarme.

Las vejigas se extendían por la piel de las plantas y algunas se ocultaban debajo de las uñas. No podía poner los pies sobre el suelo, menos dentro de un zapato para ir a la escuela o salir al pasillo del edificio. 

El médico dijo que para curar mis pies debía sumergirlos en agua tan caliente como soportara. Yo me sentaba a orilla de la cama y Mercedes, la señora que ayudaba a mamá, con sus ojos siempre desorbitados, viéndome con lástima, vertía, lentamente, el agua hirviendo en una palangana, ante mi mirada de susto. Luego, agregaba un polvo —permanganato de potasio— y el agua se ponía morada.

El color morado siempre me ha gustado, aunque se asocie a martirio, ¿o sería por eso?

Yo introducía los pies, poco a poco, en la poción oscura. Primero, los talones para probar la temperatura y, en la medida que mi piel se aclimataba, metía el resto. El ardor se aliviaba y, con los pies calienticos, permanecía relajado, pensando en la fortuna de mi imposibilidad transitoria de caminar. 

Cuando el agua alcanzaba la temperatura ambiente, la poción perdía su efecto y había que sacar los pies. Salían morados. Y la señora de los ojos desorbitados los secaba suavemente, como con devoción. Entonces, yo me imaginaba siendo el Nazareno, la encarnación del sufrimiento.

Y así, con los pies morados llenos de llagas, era el final de mis vacaciones escolares, año tras otro. 

Una vez, mamá y yo volvimos al médico para el control de los pies, y él recomendó que los tuviera el mayor tiempo posible al aire libre. Y cuando me calzara, incluso para ir al colegio, usara sandalias y medias blancas, de hilo, para mantener la piel lo más fresca posible. 

—¡Ay, no! ¡Sandalias y medias blancas no! ¡No quiero! —Y yo lloraba, sacudía las piernas cuando me iban a calzar de esa manera. Nadie entendía mi resistencia a usar esas prendas. Quizá lo haría el Señor, que tomaría eso como parte de mis sacrificios. Pero sandalias y medias blancas no, no quería.

Y llegó el reto del liceo. Ya no habría más transporte escolar. Iría en autobús. Pero mamá dijo que solo no, que ella me acompañaría. Esa decisión me hacía sentir protegido estando en la calle, por un lado y, por el otro, me producía vergüenza. El trayecto de ida al liceo se me hacía como un viaje al cadalso, no por lo que me podía suceder en los pasillos o en el aula, sino porque los compañeros me vieran llegar tomado de la mano de mamá. 

Yo no quería que me agarrara y tampoco que me soltara.

En la secundaria, los compañeros eran menos agresivos conmigo que en la escuela, pero ya me había hecho un ser de miedo, y así vivía. No quería ir al liceo, como tampoco quería salir de casa, y tenía que hacerlo. 

En el liceo, con frecuencia, me sentía mareado. Una vez vi destellos luminosos, como un aura, detrás de la cabeza rubia de la profesora de historia del arte. Me gustaba oír sobre Tiziano y Rodin, pero no podía disfrutarlo porque el miedo me abrazaba. Entonces, pedía permiso para ir a la secretaría del liceo, a solicitar un permiso para irme a casa antes de la hora de salida porque “me sentía mal”. 

Después de un cierto número de permisos, citaban al representante. Aunque mamá asistía a esas convocatorias, no me regañaba ni me castigaba. Ella sabía que al salir del liceo yo me iba directo a casa, me metía en mi cama, ante los ojos desorbitados de Mercedes, y mamá no preguntaba nada.

En los recreos del liceo, prefería quedarme en el aula para no oír las risas burlonas de los compañeros en el patio. Allí, comandaba las burlas un compañero moreno claro. No recuerdo detalles de su rostro, sí que era alto, grueso y de andar como militar. Yo lo veía como un sargento mayor. Lo llamaban por su apellido, Marsicobetre. Era malo el Marsicobetre.

En los tiempos del liceo, me atreví a compartir más con compañeros de clases y a salir a los pasillos del edificio, donde hice más amigas que amigos. Eso era bueno porque ellas eran fiesteras mientras que a ellos solo les interesaba el béisbol. Y yo con la pelota, nada.

En mi edificio y en las urbanizaciones cercanas, donde vivían algunos compañeros del liceo, las fiestas eran frecuentes. Sábados y domingos por la tarde era seguro que en cualquiera de esos lados se prendía la bailadera. “Arroz” se les decían a las fiestas juveniles informales en esos tiempos. 

Cuando me invitaban a algún “arroz”, por un lado me alegraba, pero por el otro era un sufrimiento. No porque se metieran conmigo, sino porque estar entre cualquiera de mis contemporáneos me daba miedo. Llegaba a la fiesta y me quedaba en un rincón para pasar desapercibido. 

Yo veía a los demás sin atreverme a dar un paso. Creo que en algún momento lo daba en mi rincón, donde nadie me veía. Entre el miedo a invitar a bailar a alguna de las muchachas y que me dijera que no o que me dijera que sí y saliéramos a bailar, al centro de la sala, a la vista de todos, me quedaba petrificado hasta que decidía irme de la fiesta en silencio, sin tan siquiera decir adiós.

Distinto era cuando la fiesta se daba en casa de alguien de nuestra familia. Allí estaban las primas, las tías, sus amigas y todas bailaban entre ellas, porque pocos varones bailaban y entonces, como yo era de los pequeños, ellas me sacaban a bailar y sí, yo le daba bien, inclusive mejor que los otros pocos que también bailaban.

En mi casa nadie bailaba, aunque papá moviera los pies cuando oía una guaracha por la radio. Lo hacía sin mayor ritmo, aunque con cierta gracia. Más bien se veía cómico. Mamá no bailaba nada. Leía, atendía la casa. Mis hermanos, que eran más pequeños que yo, apenas bailaban joropo.

Aprendí en casa de mis vecinas, con música de la Billo’s y Los Melódicos, las orquestas populares de aquel momento en Venezuela, y también algunas orquestas cubanas que daban la pauta en el Caribe. Otra escuela de baile la tuve en el cine, viendo a Cantinflas y a Tin Tan, al son de la música de Pérez Prado, en las películas mexicanas. Esa mezcla de estilos entre caraqueño, cubano y mexicano me produjeron un buen tumbao

A pesar de mi timidez, que seguía estando allí, poco a poco me atreví a disfrutar en las fiestas. Ya no me quedaba en un rincón. 

Bailar me hacía sentir más seguro.

Sin darme cuenta, me hice el bárbaro del ritmo, como le decían a Benny Moré, aquel cantante cubano que papá admiraba tanto y yo también. Era llegar a la fiesta y los pies se me iban solos, solitos. Todas querían bailar conmigo. Incluso creo que algunos de ellos me envidiaban.

Por contactos entre las mamás, reaparecieron compañeras del kínder y de primaria. Ya cumplían 15 años y me invitaban a formar parte de su cuadrilla para su presentación en sociedad. En los ensayos, me encontré con algunos de los burlistas de la escuela, pero ya no se reían de mí. Veían mis pies y me hablaban de tú a tú.

El día de una fiesta de 15 años, o de cualquiera otra, era dejarme ver y a bailar se ha dicho, sin parar, toda la noche. 

Mis pies ya no supuraron, danzaron.

Todavía es así.

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Antes decía que era psicólogo y ahora escritor. Viví toda mi vida en Caracas y en este momento, temporalmente, en Madrid. Estoy dedicado a recrear mis memorias, que ya son muchas. Cerro Grande, sobre la Caracas en los años 50-60, uno de mis libros, fue recientemente publicado por @alliterationpublishing.

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