Ve a otro mundo, gánate tus estrellas
Martín es un niño venezolano de 8 años. Como tantas familias, la suya decidió emigrar. En 2018, se instalaron en México. Inés Araujo, la abuela, psicóloga y educadora, los acompañó en los primeros meses. Se supone que los psicólogos no deben tratar a sus familiares. Sin embargo, a partir de los sueños del niño, explora cómo vive él el desarraigo. El diálogo entre abuela y nieto echa por tierra los protocolos del oficio profesional para mostrar la poderosa movilización de las fuerzas infantiles del inconsciente y la imaginación.
ILUSTRACIONES: IVANNA BALZÁN
¿Cómo se despiden los niños? ¿Siguiendo las indicaciones de sus padres? ¿O en el lenguaje del silencio…? Los últimos días en Venezuela, antes de partir, fueron para Martín caóticos, por decir lo menos. Empacar maletas, decidir qué llevar y qué dejar. Despedirse de la familia; del jardín; de Bella, la gata. Decirle adiós a Santiago, su único primo; partir rumbo a un país desconocido. En el cole, las maestras… Despedirse de los amigos entrañables. Abrazarlos.
En el recreo, una amiga se acercó a Martín:
—Pero si te vas ahora… ¿cómo te vas a acordar de mí el resto de la vida?
Sonreír, sonreír… y callar.
Los niños honran, a su modo, la promesa de la amistad perdurable.
Luego, enfocado en el presente y confiando en la decisión de su familia, Martín sube al avión con su madre, Lucía, y conmigo, su abuela. En el breve espacio de transición que permite un vuelo hasta la primera escala, Martín anticipa una primera visión del país al que se dirige, mirando la película Coco, una fantástica animación que, a través de la saga familiar de un niño en su tierra, muestra la profusión de los colores y las texturas de México, la mansedumbre de sus gentes, la intensidad feroz de sus animales míticos, el águila, la serpiente, el jaguar y el colibrí convertidos en alebrijes, presencias poderosas que custodian el espíritu esencial de la cultura mexicana.
Días después de una breve escala en Miami, partimos a Ciudad de México. Antes de montarnos en el avión, Margarita, la cálida amiga que nos hospedó, le regala a Martín una bolsa de ositos de goma de mascar de colores.
Llegamos a Ciudad de México el primer domingo de mayo de 2018. El tiempo pasa veloz entre recorrer, conocer y buscar: primero, la escuela; y luego, la casa… la casa, cerca de la escuela.
Un niño venezolano visita el Zócalo en el centro histórico de Ciudad de México. Es un día de semana y un trajinar de multitudes se entretejen en los pasos de peatones. La plaza inmensa, a pleno sol, abre el escenario para el turista. En una esquina se agrupan unos personajes emplumados. Llevan falda y tocado. Brincan como muñecos de guiñol en una danza que alude a ritos ancestrales. Luego se detienen, tan de improviso como al inicio, para volver a sentarse en su vida cansina. Parecen ponys de paseo que, despojados de su espíritu, dan vueltas en espacios estancos, fragmentados y ausentes.
Levemente defraudado, Martín comenta por lo bajo:
—...disfrazados… como un carnaval…
La plaza a pleno sol da para todo. Los organilleros, con la talladura indígena en sus rostros, van uniformados de caqui. Mientras, dan vueltas a la manivela y la melodía se repite una y otra vez. Ajenos a sí mismos, avanzan la gorra limosnera:
—¡Que toque! ¡Que toque con alegría y ya… y que ponga el sombrero en el suelo…! —se exaspera Martín.
Contrasta esta pesadumbre con la potente mirada méxica de una mujer pequeñita que nos atiende en el restaurante, cuando describe con ojos centelleantes, los platillos de enmoladas y frijoles charros que almorzaremos.
Entramos a la monumental catedral. Penetras en la penumbra espesa y te sientes absorbido hacia la altura de sus cúpulas tiznadas. El siseo de las confesiones y las velas temblorosas insinúan el severo camino del silencio abovedado. La culpa pesa, sin aire ni reverencia. Impresionado, Martín comenta:
—Te hace enano… pero con la misma fuerza de los grandes.
Al salir, la luz enceguece y se llenan de alivio los pulmones. El inmenso espacio vaciado se come los colores y el turismo acrílico lo despoja de presencia. Al lado de la catedral, las ruinas y la maqueta de Tenochtitlán, antigua capital del imperio azteca que yace bajo el mismo sol, en despiadado sacrificio.
Son moles buscando contexto. Un cartelito descolgado que se mueve con la brisa anuncia la latencia del saurio dormido. Resulta muy difícil con esa referencia desvaída atisbar el descubrimiento de la que fue una potente ciudad con sus canales fluviales y puentes de conexión… una suerte de araña mecánica de bloques grandes y oscuros, como la fuerza de Darth Vader. Sin embargo, si aguzamos el sentido, se puede percibir que aún está allí.
Flota, pulsante como una mantarraya en un lago de uranio.
Esa noche ocurrió el primer sueño de Martín.
Al despertar la mañana siguiente, se dispuso a contarlo. Nos sentamos los dos en el sofá, junto al ventanal del apartamento. De ahí en adelante ese lugar se volvería el espacio de escuchar, registrar y conversar sobre sus sueños.
Soñé con una serpiente. Estábamos mi gata Bella, una babosa, ositos de goma de colores y yo. Luchábamos contra la serpiente. Era una guerra prolongada.
Bella era gigante, no la veía, pero la sentía, y todos mis amigos y yo éramos pequeños, del tamaño de un juguete, pero con la misma fuerza de los grandes.
Bella arañó la piel de la serpiente y la doblegó, y vine yo con un mazo y la rematé.
Al final la babosa se hizo amiga de la serpiente, y se fue con ella. “No te vayas”, le dije. La babosa era amiga mía y luego se volvió amiga de la serpiente. Me sentí raro, triste pero feliz a la vez. Triste porque perdí a mi amigo y feliz porque vencí a la serpiente. Los ositos eran un ejército. Los ositos me los regaló Margarita y me acompañaron durante todo el viaje en avión desde Miami a México.
Registro cuidadosamente el sueño. Exploramos las imágenes y vamos construyendo significados: la serpiente es vencida por Martín junto a la fuerza poderosa de Bella, la gata alebrije. La familia y los amigos lo secundan, un ejército de ositos de gominola de colores. Sobre ellos, el manto protector de mamá, que es una gata con visión y poder.
Martín sonríe satisfecho y yo maravillada. Reconfortados el uno en el otro.
Entre tanto, pulsa el ser interior de un niño en necesaria soledad. Conoce la tristeza de otra manera, un sentimiento raro y bienvenido porque descubre dimensiones inéditas. Pasan babosas que vienen y se van, haciéndose amigos de las serpientes… ¡Se pierde, pero se gana! Y siempre hay —y debe procurarse— que todo niño tenga su ejército de ositos de colores, acompañando la marcha: ¡Enanos, pero con la fuerza de los grandes…!
El segundo sueño ocurrió la noche siguiente.
—¡Mimi, tuve otro sueño…! —en pijamas, corremos al sofá: yo, lápiz y libreta en mano; él, entusiasmado por relatar y dialogar.
En la memoria más fresca de Martín: los amigos y la reciente separación; el cansancio de las largas caminatas en búsqueda de apartamento en Ciudad de México; el primer paseo al Bosque de Chapultepec y al parque de atracciones. Todos referentes que comentamos y que originan en Martín sueños poblados de imágenes sugerentes y apariencia disparatada: playas sin mar, caminos de arena que se inician con los amigos del cole. El profesor de ajedrez aparece animando una carrera. Martín describe cómo se ve a sí mismo, desplazándose sobre un único pie y a la velocidad del correcaminos por bosques —como el de Chapultepec— pero ¡Tupidos de palmeras y más palmeras…! Hasta llegar de nuevo al camino:
Fui el primero en llegar, pero en el sitio me encontré a dos amigos, Camila y Adrián, mi amigo quejón. De un lado había una pared de plástico transparente. Empecé a subir por la pared con mis uñas. Camila me empujó por diversión y de pronto la pared se movió convirtiéndose en un balancín que subió muy alto y luego bajó rápidamente “Wauuuuu”… Me encontré de nuevo sobre el camino, volteé y miré hacia el otro lado, había otra pared de plástico transparente… todos mis compañeros, los mismos que habían estado conmigo al empezar ¡estaban ahora del otro lado de la pared…! Y yo preguntándome: ¿cómo pudo suceder eso…?
Prosiguen los días.
Martín es una figurita luminosa que nos sigue y nos acompaña con paciencia de santo en las interminables caminatas de horas por la ciudad buscando apartamento. En las tardes, alternamos con salidas a los parques donde se pueda correr y jugar.
Martin es rubio, con ojos azules, lo que los mexicanos llaman un güerito.
Amiguero y abierto, habla con facilidad y entusiasmo. Llega a los parques con su pelota y se acerca a invitar a jugar a los niños que ahí encuentra. No lo conocen y lo reciben con algo de extrañeza. Al final, terminan aceptando su invitación.
Ya instalados, llega el día de inicio en la nueva escuela. Lucía acompaña a Martín. Al pasar los días, los chicos lo miran con cierta distancia: es raro que alguien sea así, espontáneo y hablador, tan venezolano.
Lo toman como echonería.
La psicóloga de la escuela le hace la entrevista inicial. Háblame de tu familia… ¿En qué trabaja tu mamá?… ¿Qué hace tu abuela?… ¿Por qué viniste a México…? Martín habla confiado y responde con franqueza. Luego le piden hacer un dibujo de la familia.
Se abren más espacios al afán de expresión.
Mientras, en casa, estamos a la expectativa de la próxima llegada de Claudia, mi hija menor, a Ciudad de México. La tía Mela, hermana de Lucía, quien viene a unirse a nosotros en la experiencia de la migración.
En los días previos a su llegada, Martín se despertó en medio de la noche y le contó a su mamá que había tenido un sueño que no le gustó y contó enseguida:
Estaba yo, Mimi, Mamá y tía Mela en una misión para ir a derrotar a un villano. Cada uno iba en su nave, pero íbamos todos juntos. Cuando llegamos a la nave del villano había dos puertas: una a la derecha, donde estaba el “pronosticador”, que es un aparato donde aparece lo que va a pasar (terremotos, granizo), y guardias. En la de la izquierda, estaba el villano, jefe de la nave. Nos metimos por la puerta del lado derecho y los guardias nos atacaron. Yo destruí el “pronosticador”, y derrotamos a los guardias. Luego, nos fuimos hacia la puerta del lado izquierdo donde encontramos al jefe. Este nos engañó dándonos las cosas que amábamos: a cada uno le dio lo que le gusta. A mí, me dio una tablet gigaaaante; a tía Mela, un micrófono; a Mimi, una caja de chocolates y a mi mamá —como le gusta el trabajo— le dio una computadora.
Luego vi el pronóstico y decía: Meteorito. Había una cuenta regresiva de una hora. Miré las cámaras de la nave y vi entonces que ya no era una nave, sino un aeropuerto volador: había pistas, aviones y unos capitanes pilotos. Todos estábamos amarrados dentro de la nave porque ellos querían que nos cayera el meteorito. Yo me desamarré, desamarré a mi mamá, a Mimi y a tía Mela.
Buscamos nuestras naves, que estaban hechas de lego y nos montamos. Mi mamá apretó un botón rojo y se activó el campo de fuerzas de Ciudad de México. Yo volteé hacia atrás y vi al villano que había buscado su nave, pero en cinco minutos se desarmó y se destruyó. Aterrizamos finalmente en la Ciudad de México.
Con Martín registramos una serie de seis sueños a lo largo de los primeros tres meses de nuestra llegada. Aprende que todas las noches soñamos; que hay unos sueños que se recuerdan y otros no. También, que los sueños los construye una parte nuestra, interior, una especie de observador silencioso que durante el día va tomando datos de todo lo que nos ocurre y de lo que sentimos. En la noche, cuando dormimos, ese observador se activa y transforma los datos en imágenes fantásticas que combina de manera disparatada y —como en las adivinanzas— siempre tienen algo escondido que decirnos.
Pasaron las semanas, un par de sueños más hasta llegar al último de esta serie registrada. Martín maneja las destrezas para encontrar vinculaciones entre los sueños y la vida cotidiana. En este, aparece una vívida experiencia de victorias personales, asombrosamente logradas… sin carreras ni batallas:
Soñé con Mario 64. Es un juego muy difícil. De desafíos y niveles. Yo era Mario. Estaba en “Enter”, al principio del juego, a las puertas del castillo con mis 45 estrellas (las ganadas hasta ahorita). Entré al castillo y me encontré directamente en el “Mundo de la Nieve”, para competir en una carrera contra el pingüino. Pero el pingüino ¡no estaba…! Cosa muuuy rara…
En ese momento, decidí tirar a Mario al precipicio, para ir afuera del nivel… —eso también fue raro—, pero es que yo estaba desesperado y era la única opción. Todo lo que pasaba era muy extraño, porque yo era y no era Mario. Era como el personaje que mira y graba a Mario con una camarita montada en una nube.
Entonces pensé que había entrado un virus.
Al salir del nivel, me encontré unas puertas que nunca había visto. Entré y entonces, instantáneamente, empecé a ganar estrellas. ¡Literalmente llovían estrellas…! Abría una puerta y aparecía Mario en su pose de victoria: ¡“Yeee we gooo!”, abría otra y de nuevo… ¡más estrellas…! Y así iba ganando más y más estrellas, como si estuviese haciendo trampa sin hacerla; sin luchar ni hacer niveles. Solo entraba y ganaba estrellas, ¡hasta llegar a conseguir las 60…! Entonces me dirigí a otra puerta que desbloqueaba otros niveles, incluso el nivel de Bowser (el Jefe). La abrí y quedé asombrado:
¡Vi todos los niveles que existían en el juego!
¡Todos los cuadros estaban delante de mí, así como las infinitas escaleras que van al nivel de Bowser! Estaba feliz. Nunca me había pasado algo así.
Cuando iba a entrar, se acabó el sueño.
Al día siguiente, me molesté al enterarme, por WhatsApp, de un contratiempo ocurrido dentro del condominio del edificio donde resido en Caracas. Me sentía muy frustrada y tenía rato hablando sobre el asunto hasta que Lucía me dijo:
—¡Suéltalo, Mimi…!
Martín —usualmente de testigo de estos intercambios— se me acercó y con toda naturalidad me ofreció esta reflexión:
—Mimi, eso que te pasa es como Mario 64: tú eres Mario, si vas a un nivel y no puedes entrar, es porque no estás preparada. Entonces, suelta ese mundo. Ve a otro mundo, gánate tus estrellas y despuéééééés… si aún quieres ir a ese nivel, regresa y lo vas a lograr fácil, porque te estuviste preparando.
Estamos en 2022.
Martín tiene ahora 12 años. Sigue en México y yo ya de regreso en Venezuela. La Navidad pasada, cuando Martín y Lucía finalmente pudieron hacer una visita al país, nos reunimos todos en casa.
En una llamada reciente, le comenté de un curso de medicina narrativa en el que participo y la idea de compartir esta historia suya. Accedió a la propuesta y a la “entrevista” que hicimos, gratamente sorprendido al revivir el material de sus sueños. Me contó que ¡justamente! ese día había estado comentando un sueño de su papá, mostrándole la magia de las vinculaciones.
Santiago, el primo de Martín en Caracas, tiene ahora 10 años. Nos vemos y compartimos con frecuencia y también me llama Mimi. Al contarle de este cuento, empezó a recordar algunos sueños.
El mismo 2018, cuando inició esta historia de migración, el Tata, abuelo chileno de ambos chiquillos, le escribió varias cartas a Martín desde Caracas. El Tata ahora no está. Falleció en julio de 2019 mientras Martín y yo estábamos en México. En sus cartas siempre mencionaba la maravillosa posibilidad infantil de soñar despierto:
Querido Martín:
Hoy cuando hablé por teléfono con Mimi, me enteré de su estado de ánimo y el de tu mami. Están cansadas, apesadumbradas, por todo lo que tienen que hacer con la instalación en esa ciudad. Déjalas que tengan nostalgia… es la misma de muchos, la familia, los que se van y los que se quedan… ¿Te acuerdas cuando un día te dije que soñaba despierto? Lo hacía a menudo cuando tenía tu edad. Ahora solo puedo soñar cuando duermo y a veces no me acuerdo bien de lo que soñé… pero antes, tenía oportunidad de soñar despierto.
Martín, enséñales lo que es soñar. Quedarse un rato con la vista fija, mirando hacia lugares y tiempos perdidos o que no existen… No las interrumpas y verás cómo, después, están más aliviadas.
(Carta del Tata a Martín, junio de 2018).
Esta historia fue producida en el curso Medicina narrativa: los cuerpos también cuentan historias, dictado a profesionales de la salud en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.
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Inés Araujo
Soy quien soy, Inés. Nací en Caracas, Venezuela. Crecí maravillada entre los cuentos y las metáforas de mi padre y el misterio de mi madre, a quien lograba asir en su risa de cascada y su voz que cantaba llenando los espacios. Sola y colectiva a plena entrega. Psicóloga social y educadora. El amor ha llenado mi vida y yo le respondo agradecida.
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