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Uno de los espíritus que hablan en Petare

Oct 17, 2018

En la zona 7 del barrio José Félix Ribas de Petare, al este de Caracas, venezolanos castigados por el descalabro del sistema de salud buscan en lo sobrenatural una respuesta que en el plano terrenal no consiguen. Es “El callejón de los brujos”, donde un hombre dice encarnar el espíritu del Hermano Guayanés. Aquí se cuenta uno de esos días en su sala de consultas y operaciones, donde con una tijera clínica desgarra los límites de la fe.

Fotografías: Irama Gómez

 

Carlos Márquez tiene 45 años moviéndose entre vivos y muertos.

En el centro de una habitación, un Chávez coloreado a mano observa desde la pared a las 17 figuras de santos que están en una mesa. Santa Bárbara destaca con su capa roja; a su lado, el Negro Primero, María Lionza y el Santo Niño de Atocha rodean a un Niño Jesús que duerme en el medio de la escena, bajo la luz de una vela.

Al frente de los santos, se sienta Carlos y fija su mirada en la vela. Detrás de él, un hombre moreno comienza a darle palmadas en la espalda, mientras escupe las palabras que forman una oración dirigida a los testigos de cerámica.

Carlos se mueve en la silla, adelante y atrás, al ritmo de las palmadas. De su boca salen sonidos guturales, carraspea. Mantiene un “ammm” constante que marca una composición desafinada sin perder la mirada en la vela, que mueve su llama como si fuera el espejo de Carlos.

No quita su mirada. No debe. Es la primera parada del espíritu al que los dos hombres convocan: uno con palmadas y oraciones, el otro con su sinfonía atropellada.

Carlos calla de repente y se queda quieto, firme en la silla. Se levanta. Da su mano a los que vieron la escena y se presenta:

—El Hermano Guayanés. Dios te bendiga.

El cuarto permanece en silencio, mientras el espíritu, ahora encarnado en Carlos, se mueve por la habitación para recibir a sus creyentes, a sus devotos.

Todo ocurre en uno de los sietes centros espirituales que se ubican en la zona 7 del barrio José Félix Ribas de Petare, al este de Caracas, donde el espiritismo encontró un nido para expandirse en un mar de techos de zinc y bloques naranja sin frisar, que desde 1945 se conoce como “El callejón de los brujos”. De lunes a sábado reciben personas de todas las edades, que buscan en lo sobrenatural una respuesta que en el plano terrenal no encuentran, incluyendo la salud.

En su cuarto, el ahora Hermano Guayanés recibe a dos mujeres que son amigas. Una es una joven morena, con sus licras y barriga de ocho meses de embarazo. Quiere que su parto sea de buena suerte, que su bebé se sienta cómodo, que busque una mejor posición en su vientre. La otra, con su bolso de lado, indica que su vida es normal, que todo está perfecto, pero que no puede masticar bien.

Con un estetoscopio enredado en su cuello, el hermano palpa su garganta y da el diagnóstico: tiene un pólipo traqueal. Tratamiento: un brebaje de sábila y onoto. Hervirlo y tomar dos vasos diarios. También preparar llantén, para hacer gárgaras y bañarse con él.

La mujer copia obediente la receta.

Para los espiritistas, las enfermedades son desequilibrios energéticos de la mente, el cuerpo y el alma. Con las hierbas buscan que el cuerpo recupere la armonía y lograr la sanación.

Cuando llega el turno de la embarazada, el hermano no pierde tiempo en saludos. Suelta las palabras como si se le arremolinaran en su mente apenas la ve, como si recibiera una revelación de parte de los muertos, que le dictan lo que la mujer quisiera ocultar:

—¡No seas pendeja! —exclama—. Darle de comer a alguien no significa que la ayudes.

La acusación no recibe respuesta de la madre, quien calla y baja su mirada, como si fuera culpable de un crimen que nadie nombra.

En un papel, ella escribe su nombre, fecha de nacimiento y edad, obedeciendo la orden del espíritu que habla en el cuerpo de Carlos. Entre los santos, éste toma una moneda, de esas que los mortales venezolanos ya no usan, la coloca sobre un papel y lo enrolla como un pergamino. Se persigna en medio de susurros que se convierten en una oración en la que mezcla dioses y las cortes que pertenecen a la santería.

—Le pones tirro a eso. Te lo debo porque estoy jodido. Te persignas con eso cuando quieras.

La mujer asiente en silencio. Solo abre la boca para responder a las preguntas del Hermano Guayanés, quien le explica cómo funciona su organismo ahora que está embarazada. Se lo dibuja en un papel: el cuerpo se compone de 60% de energía; el resto es materia orgánica. Ella lo mira convencida de aquello que le está diciendo.

Los espíritus fueron personas en algún momento que, por morir, no cumplieron su misión en la tierra. Es lo que creen hombres como Carlos. Por ello, estos vuelven a través de cuerpos humanos para lograr su objetivo encomendado años atrás: curar.

Acuden a las hierbas, pero también a “operaciones” que ocurren en una habitación solo iluminada por tres velas mientras más santos miran desde los altares, incluyendo al Dr. José Gregorio Hernández, quien le da su nombre al cuarto.

Ahí entra “Preñaíta”. Es como bautizó el hermano a la joven embarazada. Ella se acuesta en una de las dos camillas que hay en la sala. Desnuda su barriga de ocho meses y abre sus piernas.

—Como si fueras a parir —le ordena el espíritu que hace de doctor, vestido con una capa roja.

El hermano toma una tijera clínica del altar con los santos de testigo. Recorre el vientre, lo presiona. La mujer toma aire, aprieta sus ojos, puja. Pareciera que va a dar a luz.

La presión constante genera un movimiento en el bebé. La madre no sabe si responde a los espíritus o a su propia naturaleza. Sin embargo, madre y espíritu celebran con una sonrisa y la operación termina cuando el hermano estampa un beso en la frente de la mujer, quien tapa de nuevo su barriga.

El tratamiento no termina. De nuevo en el cuarto de consultas, el hermano le acerca una vela y le prohíbe comer cambur, la única fruta que la muchacha dice que le gusta.

 

Tras las cortinas del cuarto de consultas, otras 13 personas esperan ser atendidas por el Hermano Guayanés. Para cada dolencia, el espíritu tiene una hierba, una oración, un tratamiento.

—Ahorita hace falta, porque en los hospitales no consigues nada —dice una señora de unos 60 años que llegó a las 6:00 de la mañana y ya le dio el mediodía sin que le hubiera tocado su turno.

—Ya yo he visitado siete hospitales —agrega otra—. Él me ha ayudado a sanar. La primera vez que vine, a las dos horas, ya me sentía mejor.

El Hermano Guayanés atiende a 50 personas en un día. Uno de los centros contiguos, más popular todavía, puede recibir hasta a 300, que para llegar hasta ese callejón debieron hacer una cola para tomar una camionetica y luego recorrer, por media hora, una bulliciosa y estrecha calle llena de gente. En esa misma calle los vecinos hacen la cola para pagar la caja de alimentos o el gas subsidiado, con una salsa brava como fondo musical. Adentro, en cada centro, hombres y mujeres viejos en su mayoría, mujeres con sus hijos enfermos, todos esperan en una fila en la que los espíritus no intervienen y la dicha llega cuando pronuncian sus nombres.


Historia elaborada en el XII Seminario de Periodismo Narrativo “El pulso y alma de la crónica”, de Cigarrera Bigott, en 2018.

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Observo, luego escribo. Introvertida de la UCAB, entre el periodismo y audiovisuales. Crónica Uno fue mi escuela, con sucesos y derechos humanos como materias. También me preparó para mi nueva etapa, ahora en la agencia Reuters. Escribo los hechos reales de un país que supera la ficción de “1984”.

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