Tampoco quiero caminar más lento
Siendo todavía un niño, a Kevin Meleán le diagnosticaron una diplejía espástica, un tipo de parálisis que afectaría sus funciones motrices. En esta historia testimonial, cuenta cómo, ya adulto, los otros suelen fijarse más en su discapacidad que en todo lo que puede hacer.
Fotografías: Álbum Familiar
Me divierte pensar que en otra vida fui una estrella del atletismo. Si yo corriera tanto como dicen algunos, habría subido, con el oro en el cuello, al podio más alto de los Juegos Olímpicos Tokyo 2020. Pero no soy un deportista de élite; la única pista de obstáculos que conozco son las aceras irregulares de Caracas. Cuando me caigo, la fantasía pasa a ser una parodia con tintes de comedia física. Y desde el suelo oigo voces alarmadas:
—¡Ay, Dios, se cayó! —exclama una señora morena y canosa, llevándose las manos a la cabeza.
Me levanto, casi siempre sin ayuda.
—Estoy bien, solo me lastimé el ego —digo para calmar los ánimos.
Es verdad que en la calle encuentro mucha empatía y gente con disposición a tenderme una mano. Sin embargo, nunca falta alguien que cuando me ve caer y levantarme murmura: “Pobrecito”; o el que dice: “Él no debería salir solo”, un reproche cargado de lástima que me estalla en la cara.
Voy zigzagueando por la acera, siempre apurado. Mientras camino, mi tronco se balancea de un lado a otro, igual que los brazos, que a veces golpean algo en el trayecto o salen disparados hacia adelante para amortiguar el impacto de una caída. Desplazarme de esa forma es normal para mí, hasta que veo mi reflejo en una vidriera: “¡Coño, parezco una marioneta!”, pienso.
—Mami, ¿él por qué camina así? —pregunta un niño señalándome con el dedo. Oigo el regaño que le lanza la mujer y volteo a verlos riéndome antes de responder la pregunta.
Mi mamá tiene la matriz débil, así le dijo el médico, por eso todos sus hijos nacimos antes de tiempo. Soy el mayor de mis hermanos, pero al nacer fui el más pequeño: pesé 1 kilo 800 gramos y medí 43 centímetros. De los tres yo tuve la gestación más corta, apenas 30 semanas. Pese a ello, no necesité de incubadora como mi hermana ochomesina, que estuvo varias semanas en terapia intensiva porque sus pulmones no habían terminado de desarrollarse. Mi mamá dice que fue porque yo lloré al nacer y mi hermana no.
A mis padres les preocupó que, con 1 año de edad, yo todavía no diera señales de aprender a caminar. Y en el Hospital Ortopédico Infantil les dieron un diagnóstico: tenía diplejía espástica, un tipo de parálisis que se desarrolla en el tracto piramidal del cerebro, donde se controlan los movimientos voluntarios. Les dijeron que la lesión podía ser consecuencia de un parto prematuro o falta de oxígeno y que, aunque la forma de caminar sería la consecuencia más visible, todas mis funciones motrices se verían afectadas. Así fue: mis manos no saben hacer nudos, manualidades o cualquier tarea que requiera un pulso medianamente estable.
Aprendí a leer a los 5 años gracias a un juego de computadora. Y cuando cursaba 3er nivel de preescolar en el Colegio La Sagrada Familia, en Propatria, al oeste de Caracas, las maestras les pidieron a mis padres que me compraran Los cuentos de tía Nina, el libro que utilizaban los niños de 1er grado. Ese lo terminé.
En el siguiente curso, como estaba muy adelantado con la lectura, repasaba en voz alta fragmentos de Harry Potter y la cámara secreta. Me encontré con el niño mago entre los libros de Josine, mi fisioterapeuta. Esta saga me inició en la literatura y fue la razón de que, a mis 7 años, dijera que de grande sería escritor.
No todo era magia; en clases tenía algunos problemas. Me costaba copiar del pizarrón porque escribía más lento que los otros niños, con una caligrafía de trazos toscos. Por eso iba con Yosmar, mi psicopedagoga. Ella leyó y corrigió mis primeros cuentos. Además, orientó a mis padres cuando la maestra de 1er grado habló de enviarme a un centro de educación especial. Su argumento era: “El niño no se adapta a la dinámica escolar”.
El caso se llevó al Ministerio de Educación, donde me entrevistaron trabajadores sociales, que días más tarde fueron a verme en mi salón de clases. Al final del proceso estaba claro que no tenía que irme a ningún otro lado. Aun así, la escuela primaria fue una etapa muy dura, mis memorias de esos años están llenas de frustraciones: intentos de jugar fútbol, corriendo por la cancha sin chance de patear el balón; o las clases de arte, que aborrecía porque mis dibujos eran feos.
El conflicto más doloroso fue sentir que no encajaba, querer acercarme a mis compañeros y fallar en el intento. Los otros niños eran amables conmigo, pero yo los alejaba con una actitud hosca que me hacía rechazar cualquier tipo de ayuda. Si, por ejemplo, me caía en el recreo, insistía en levantarme solo.
En el 2do año de bachillerato por fin pude romper con el estigma de marginado. Llegué a darme cuenta de que era algo que yo mismo me había impuesto y llevaba años cargando como un lastre.
Ocurrió como resultado de una cadena de eventos: me cambiaron a otra sección donde me acerqué más a Sandy, un niño que ya conocía de los pasillos del Hospital Ortopédico. Teníamos la misma condición, habíamos sido vecinos e íbamos al mismo colegio. Pero el sistema nos había mantenido separados, porque, según decían, dos alumnos con discapacidad en un salón de clases era una responsabilidad muy grande para una sola maestra.
Mi viejo amigo me integró a su grupo y, después de un tiempo, por fin sentí que pertenecía a algo. Obtuve la confianza para acercarme al resto de mis compañeros. Bajé la guardia cuando entendí que no había nada malo en aceptar la ayuda de otros. Con ellos me embriagué por primera vez y subí el Ávila cuando pasamos a 5to año.
El ascenso por Altamira fue un reto. Hicimos la ruta poco a poco bajo un abrasador sol de julio. En los puntos más empinados, Keysner, Víctor y Christian batallaron para ayudarme a subir. Así logré llegar a Sabas Nieves. La bajada fue otra historia: tuvieron que cargarme, se me rompieron los zapatos, llegué a mi casa agotado y el dolor en las piernas me duró todo el fin de semana. Pero la satisfacción de completar la aventura perduró por sobre cualquier molestia.
Esa excursión al Ávila fue crucial en el camino más largo hacia una mayor independencia, que había comenzado unos años atrás, cuando daba pasos fuera de los espacios seguros para aprender a moverme por mi cuenta en Caracas: cambiando la comodidad del carro de mis padres, que me llevaban a todas partes, por cuadras a pie y transporte público.
Vivir con discapacidad implica aprender a lidiar con las cosas que otros asumen sobre ti. La percepción distorsionada de tus capacidades y limitaciones es muy frecuente. Por ejemplo, después de darme una revista religiosa, que acepté para no ser descortés, un día una testigo de Jehová me hizo una última pregunta:
—Tú sabes leer, ¿verdad?
De la gente que interactúa conmigo en la calle he recibido sugerencias en tono amable, que a veces suenan más a órdenes sobre cómo debo conducirme: “Deberías usar un bastón”, “¡Camina más lento!”, “Tú corres y por eso es que te caes”.
Admito que me gusta moverme rápido, porque no quiero quedarme atrás. Caracas es una ciudad frenética: en sus imágenes urbanas siempre hay gente apurada, un batallón de carros y motos que frenan de golpe cuando los transeúntes cruzan la calle precipitadamente.
Si caigo, volveré a levantarme, pero no voy a caminar más lento.
En el Metro de Caracas he viajado pegado a las puertas, agarrado a las barras y a otros pasajeros. Con cada frenazo entre estaciones tengo que convertirme en un equilibrista de circo. Por el bamboleo, mis manos han caído sobre rostros y pechos ajenos. Por fortuna, las afectadas no han considerado esos incidentes como acoso. “Tranquilo, no te preocupes”, dicen con paciencia maternal mientras me deshago en disculpas.
Un día laboral cualquiera, ocupaba uno de los asientos azules (los preferenciales). Tenía la vista clavada en un libro, pero no leía. Estaba tenso porque cerca de mí viajaba de pie una muchacha embarazada y a su lado había una señora indignada porque no había cedido mi asiento. Visto desde sus ojos debía ser la imagen viva del cinismo, porque no hay evidencia visible de mi discapacidad, no soy de la tercera edad ni, desde luego, llevaba un hijo en el vientre. Aun así, me dije que no le debía explicaciones.
—Mira, es contigo: esos puestos no son para ti —me enfrentó al fin la mujer.
Aprovechando que solo me quedaba una estación, decidí cederle mi puesto a la embarazada. Di dos pasos y enseguida la doña se retractó.
—No, no te preocupes, siéntate… —dijo apenada. Yo insistí. Por dentro me reía de su reacción. Dios tiene un humor más negro que el mío.
Otro día, un pasajero le reclamó a los demás porque yo iba de pie.
—Alguien que le dé el puesto a este muchacho —pidió antes de rematar la solicitud con su propia descripción de mi condición física, que tuve que refutar.
—No estoy enfermo y tampoco soy “especial”, señor.
Antes dejaba pasar los calificativos con los que algunas personas se refieren a mí. Son frecuentes: “enfermo”, “inválido”, “minusválido” y, por supuesto, “especial”. Este último es el peor de todos. La forma en que lo dicen me hace reflexionar sobre lo amplio que es el idioma español, donde una palabra que significa fuera de lo ordinario puede, al mismo tiempo, sonar como un insulto.
El humor me da pie para abordar el tema de la discapacidad desde una perspectiva honesta y desenfadada. Cuando hago chistes sobre mi forma de caminar, la gente se ríe conmigo y yo los invito a que se sientan libres de reírse de mí.
—¡Ay, no, el internet de aquí se cae más que yo!
El chiste está algo gastado por el uso y la desconexión frecuentes, pero siempre provocaba carcajadas entre mis compañeros redactores. Soy periodista y, antes de la cuarentena por la pandemia de covid-19, trabajaba en la web de un canal de televisión. Si al revisar las notas del día encontraba alguna que me resultara chocante, me oían decir: “¡Este titular hizo que me volviera a dar parálisis cerebral!”.
A veces, tropezaba durante mi jornada laboral y hacía piruetas para mantener el equilibrio. “Ya empecé a bailar ballet”, soltaba. Si era alguno de mis compañeros el que daba un mal paso, a la carcajada general le añadía un remate:
—¡Cuidado!, miren que el único discapacitado en esta redacción soy yo.
Una de mis primeras entrevistas de trabajo como aspirante a un cargo de periodista fue para cubrir la fuente de economía en un tabloide caraqueño. Mientras el jefe de redacción estaba explicándome que necesitaba a alguien que recorriera los mercados populares y monitoreara los precios, algo me hizo responder de manera impulsiva:
—Puedo hacerlo, no vea mi condición como un problema.
Cuando buscaba entrar en un medio de comunicación, ni se me pasaba por la cabeza que los jefes prefirieran dejarme sentadito, redactando sin salir a buscar la noticia. El primero en advertírmelo fue mi profesor de periodismo en la universidad.
—Tú haces falta en la web del periódico, porque eres brillante y ahí están publicando puras estupideces. Mandarte a la calle sí me da miedo —reconoció.
Me sorprendió que dijera eso, cuando por pautas suyas en Periodismo I yo había recorrido el mercado de Quinta Crespo y el terminal de La Bandera, en pleno ajetreo de temporadistas en la Semana Santa de 2015.
—Soy periodista, la calle es mi lugar de trabajo —le respondí, y él elogió mi determinación.
Así como me molesta que la gente subestime mis capacidades basándose en mi manera de caminar, tampoco quiero que me aplaudan por cualquier cosa. En la universidad tuve un profesor que respondía a cada una de mis intervenciones diciendo que era el mejor alumno que él había tenido. Lo repetía siempre, incluso en ocasiones donde yo no había hecho nada notable. A lo largo de la carrera, procuré inscribir cada materia con los profesores más exigentes, que me reconocieron como un alumno aplicado pero sin dejar de llamarme la atención cuando pecaba por ignorante.
Mientras era redactor web, las pautas de calle me las asignaba yo mismo. Siempre he querido cubrir la fuente de comunidad, porque me mueven los temas sociales y ayudar a la gente. Soy consciente de lo que implican mis limitaciones físicas en el ejercicio de mi profesión. Sé que no puedo cubrir protestas como las de 2017, alzamientos militares, ni la fuente de sucesos. Fuera de eso, las posibilidades son muy amplias.
En mi carrera profesional tampoco quiero caminar más lento. Tengo 26 años, con mucho por aprender y publicar. Necesito encontrar mi fuente, me urge escribir más rápido (tecleo con dos dedos y me cuesta el diarismo) y una de mis metas es hacer periodismo de investigación.
Seguiré insistiéndole a mis empleadores para que pierdan el miedo a dejarme salir de la redacción. Probablemente me caiga en alguna pauta, pero volveré a levantarme, decidido a patear calle, a trabajar duro, a ser cada vez mejor y, quizá, algún día, subir al podio olímpico del periodismo.
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Kevin Meleán
Periodista. Cuento historias para escapar de la inmediatez. Insisto en patear calle. Quiero ver mi nombre plasmado con tinta en un periódico impreso.