Después de 10 años ejerciendo como médico, la doctora Carolina Medina dio con una especialidad que le interesó: la medicina integral, una rama que estudia cómo el cuerpo, la mente, las emociones y el espíritu pueden influir en la sanación de un paciente. Liliana de Sandoval, una paciente con cáncer terminal, fue su maestra. Con ella supo que estaba en el camino correcto.
Para María Eugenia Seijas su padre era una suerte de héroe: un hombre atlético, un corredor disciplinado, un lector voraz que podía con todo. Pero un día se enteraron de que tenía cáncer. Un cáncer que estaba siendo letal.
En el 10mo semestre de la carrera de medicina, a Jennifer Rudas le tocó cumplir una guardia en el servicio de ginecología y obstetricia de un hospital del oriente de Venezuela. Allí, una noche, llegó una mujer embarazada a punto de dar a luz. Pero apenas tenía 20 semanas de gestación, es decir, apenas unos 5 meses.
Era todavía estudiante de medicina cuando, en una de sus primeras guardias, suturando una herida en la cabeza de una mujer indigente, Nathali Arismendi se pinchó el dedo. Semanas después de ese accidente laboral, comenzó a tener fiebre y los ganglios inflamados. Una prueba de VIH dio positivo. Pero ella estaba segura de que era un diagnóstico erróneo.
La psicóloga Gloria Pino —muy alta, muy delgada, como nadie en su familia— vivía con dolores, cansancio y un palpitar en su corazón. Fue a muchos médicos, pero ninguno lograba dar con un diagnóstico certero. Hasta que una doctora se detuvo a analizar su historia en detalle. Ese día escuchó por primera vez que existía una enfermedad rara llamada marfan, que afecta a 1 de cada 5 mil personas.
Abscesos dolorosos se apoderaban de su cuerpo. Le salían en los muslos, las piernas, las axilas, debajo de los glúteos y hasta en el dedo medio del pie izquierdo. Mariangélica Moreno perdió la cuenta de cuántos fueron. Los tratamientos médicos no hacían efecto. Y los exámenes salían bien. ¿Cuál era el orígen de su dolor?
Un día de comienzos de 2018, Keyla, una joven embarazada de 14 años, llegó al Hospital Luis Razetti de Barcelona, en el oriente venezolano. Estaba sola, tenía fiebre y perdía líquido amniótico. Apenas le hicieron un eco, los médicos supieron que el bebé había fallecido. La doctora Nathali Arismendi, quien entonces se estaba formando como ginecobstetra, fue una de las que la atendió. Esa joven, sin saberlo, le enseñó mucho.
A pocas semanas de graduarse de médico, y después de meses de exámenes y diagnósticos errados, Oneidys Vizcaya supo que tenía cáncer. Durante su convalecencia, conoció a María Angelina Castillo, también paciente oncológica, y se hicieron amigas. Esta es la historia de dos sobrevivientes, contada por una de ellas.
Terapeuta ocupacional, salió de Venezuela rumbo a Perú con la expectativa de hacerse un espacio para ejercer su profesión allá. Después de no pocos tropiezos, Erika Lezama llegó al que pensó que sería el trabajo de sus sueños, un centro terapéutico para niños ubicado en la zona más exclusiva de Lima. Allí, entre sinsabores, se dio cuenta de la profesional que quería ser.
Nuestros documentos de identidad pueden ser vistos como indicadores o fragmentos de nuestra propia historia. En un diálogo consigo misma, Mariana Graterol –doctora en ciencias químicas, acostumbrada a examinar las pequeñas cosas que componen el todo– hace el ejercicio de explorar en su identidad, y en su recorrido como migrante, a partir de los datos asentados en su pasaporte.