Fernanda Espinasa migró en 2014. Aunque evitaba reencontrarse con Venezuela, lo hizo finalmente para cumplir con el deseo de su padre de que sus cenizas descansaran en el Ávila, la enorme montaña que separa a Caracas del mar. Fue un viaje físico y emocional que le permitió ahondar en sus raíces.
Mytha Cordido quería ser abogada, pero su madre se encargó de inscribirla en la carrera de educación en la Universidad de Carabobo. Aunque al principio estaba frustrada, en las aulas descubrió que tenía vocación para ser docente.
María Corina Muskus, abogada egresada de la Universidad Católica Andrés Bello, quería estudiar una maestría en la American University, en Washington. Vendió todo lo que pudo para pagar la parte de la matrícula que no cubría la beca que obtuvo.
Esta historia transcurre en una de las llamadas “zonas de paz”: lugares en los que la policía no puede entrar a cambio de que las bandas delictivas que allí operan no cometan crímenes.
Vive en una casa enorme en Las Piedras de Cocollar, un pueblo del sur del estado Sucre, en el oriente venezolano, donde quería envejecer junto a sus familiares. Pero, con el paso del tiempo, algunos murieron y otros migraron.
Una profesora que sale de madrugada de su casa para intentar llegar al colegio en el que trabaja. Un pueblo del estado Mérida, en Los Andes venezolanos, a oscuras. Una larga espera para que pase un bus (o para que alguien le dé la cola).
El bebé nació a los ocho meses de gestación. A las tres horas, la doctora informó que tenía síndrome de Down. Desde entonces, sus padres se propusieron brindarle la mejor atención para que fuera un niño feliz. A ello se dedicaron.
Luego de separarse de su esposo, Marga González se dedicó a levantar a sus tres hijas. Crecieron y se hicieron profesionales: una abogada, una odontóloga y otra contadora pública. La madre sentía que era el resultado de su esfuerzo. Con el tiempo, dos de las hijas se fueron de la casa y dejaron de interesarse en ella. A sus 63 años, entendió que no puede haber obligación en el amor.
Vilma Straccia siempre pensó que su abuelo, un italiano de silencios prolongados, no encajaba del todo en su familia, que era tan ruidosa. Sin embargo, siempre sintió afinidad con él. En 2018, cuando ella migró a Ecuador, le prometió que se reencontrarían en la Italia de sus recuerdos. Pero apenas un mes después la llamaron para avisarle que había fallecido. Esta historia obtuvo mención publicación en la 4ta edición del Premio Lo Mejor de Nos.
Durante 47 años, en el Valle de Mocotíes, a 81 kilómetros de la ciudad de Mérida, Luis Antonio Molina mantuvo un taller de herrería. Soldando rejas, faroles y puertas, encontró el sustento para su familia y a la vez una forma de vida. Una vida que ahora, a sus 67 años, luego de recibir un diagnóstico de cáncer, siente que pende de un hilo.