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Sus dibujos dejaron de producirme miedo

Jun 05, 2019

Inés León viajó al exterior para estar presente en el nacimiento de su nieto. Allí le llegó la paralizante noticia de que a una de sus hijas, Kassandra, le habían detectado un tumor cerebral en la base de la hipófisis. En este relato testimonial rememora detalles de toda su vida juntas y cómo le han hecho frente a la adversidad.

Ilustraciones: Kassandra León (Le Mi)

 

—Mami, hazte una prueba de embarazo, solo tienes que hacer pipí —me dijo sabihonda, hace ya 23 años, mi hija mayor. Creo que me lo insinuó por la curiosidad de conocer de cerca ese instrumento fascinante, casi mágico, que al colorear una rayita indicaba que el resultado era positivo.

Así llegó Kassandra, artista desde su concepción. En cada ecograma parecía hacer una pose. Saludaba, sonreía, parpadeaba. En el momento de nacer, el acto mayor: en plena cesárea lloró dentro de mi vientre, antes de salir enmantillada al gran espectáculo de la vida.

Al transcurrir los años, Kassandra avanzaría en sus estudios en el mismo colegio que sus hermanos. Una educación exigente y orientada a la ciencia. Pero ella, que se destacaba más bien en la lectura, la interpretación de conceptos y la investigación, en un momento experimentó una implosión y se dio por vencida ante las fórmulas y los cálculos.

Para el profundo desánimo que le producían la física, la química y las matemáticas, el antídoto perfecto eran las horas de danza y ballet clásico que la renovaban y la hacían resplandecer. Era la primera que llegaba al conservatorio y la última que salía preparándose para las presentaciones. Por eso no me sorprendió cuando, muy seria y segura de sí misma, con un suave parpadeo y una voz melódica pero firme, me dijo, al salir de bachillerato: “Yo voy a estudiar arte”.

Sí, estudiaría arte. Eso que mucho más adelante le salvaría la vida.

 

La escuela de arte era una isla casi irreal dentro del campus universitario de la Facultad Experimental de las Artes de La Universidad del Zulia, en Maracaibo, la calurosa ciudad en la que vivimos. A ese ambiente llegó Kassandra. Parada frente a un lienzo, pincel en mano y una paleta llena de colores, comenzó a crear su primera obra. Naturalmente fluían los rasgos llenando de emociones el retrato de María, su compañera de clases. Era parte de su ser lo que veía en la tela, era su obra. Igual sucedía con sus dibujos y hasta con la figura de arcilla que tuvo que moldear y que, luego de hornearla, se cayó y se rompió en mil pedazos. Por suerte ya había sido evaluada.

Sí, evaluaciones… Mi hija tuvo que aprender a valorar consejos y aceptar las críticas. Tuve que llenarme de prudencia y buscar un vocabulario adecuado en el que el “sí pero no” estuviera perfectamente manejado. Me convertí en su primer crítico de arte, antes de que sus obras salieran de la casa al salón de clases.

—¡Tengo mi primera exposición colectiva! —llegó diciéndome un día—. ¡Vamos a intervenir zapatos!

—¿Qué? ¡Explícame, por favor! —le respondí.

Cuando llegué a la sala con las muestras, había una representación de un anciano barbudo con un sombrero, semi sentado en una banca de una plaza que sobresalía de un zapato. Me pareció muy familiar, tremendamente familiar. Era uno de mis zapatos. En la base del pedestal decía: Autor: Kassandra. Tema: El abuelo en el parque.

 

Y un día llegó el amor.

Alejandro salió de la nada, simplemente apareció, desatando emociones hasta ahora desconocidas para ella. Nada comparado con aquellos sentimientos infantiles vividos con sus noviecitos de colegio. Este era el amor de la juventud casi adulta. Ese que se siente como el definitivo, el verdadero, el que es. Un amor que le hizo vivir sentimientos más allá de la realidad, en un mundo fabricado desde su perspectiva de artista.

Vivieron momentos hermosos, afloraron sueños y planes compartidos. Se descubrieron en la intimidad sin tapujos ni pudores. Pero esa nube se disipó pronto. Era un amor entre dos seres totalmente diferentes, hasta en detalles como compartir una película. Quizá Alejandro se debatía internamente al no entender aquella realidad idílica, hasta que un día le dijo:

—No podemos continuar.

Kassandra asumió la ruptura con tristeza y melancolía.

—Estoy mareada, veo borroso —me dijo un día.

Yo se lo atribuí a la ansiedad por el desamor, pero estaba muy equivocada. Dedicándose a culminar su 3er semestre, se sintió más optimista y tranquila. De vez en cuando un suspiro, una mirada lejana, pero casi siempre mareada. “¿Te tomaste las vitaminas?”, era mi pregunta diaria.

Toda la familia estaba a la espera de la llegada de nuestro primer nieto y primer sobrino. Tency, mi hija mayor y su esposo Fer, se habían mudado a Noruega hacía cinco años. Todos sentimos una gran emoción al saber de su embarazo. Aunque tan lejos, gracias a la tecnología, seguimos paso a paso el crecimiento de su barriga y las pataditas del bebé. Nos sentíamos junto a ellos.

—¡Nació Félix Alejandro! Tienes que ir, mamá—. Llena de alegría por su primer sobrino, Kassandra me animó a organizar mi viaje, mientras ella quedó ilusionada diseñando la tarjeta del bautizo.

Durante los tres meses de mi ausencia, los síntomas de Kassandra se agudizaron. Mareos, doble visión, pérdida de equilibrio, alta presión auditiva. “No le digan nada a mami”, me cuentan que decía. Su papá la trasladó de emergencia a Caracas, donde recibió la atención médica requerida y comenzó a recibir tratamiento. Ya no me lo podían ocultar.

—Tienes que ser fuerte —me conminaron—. Kassandra tiene un tumor en la cabeza.

 

Los síntomas encendieron las alarmas entre pensamientos que auguraban lo peor.

En el agreste invierno de un país lejano, sentí la alegría indescriptible de acuñar en mis brazos a mi primer nieto, y el miedo paralizante al recibir la noticia de la enfermedad de Kassandra. La zurrapa, la chiquita.

No lo asimilé. Aún no lo he asimilado. Para mí ese tumor no existe.

A mi regreso la abracé tan fuerte que quería inyectarle toda mi vida. Mi artista estaba inmersa en su producción más lúgubre. Repetía una y otra vez:

—Tengo un tumor.

Cómo lamenté no haber estado a su lado al recibir el diagnóstico, haberla apoyado y acompañado en esos momentos de estudios, análisis y visitas médicas para llegar a la conclusión de que el malestar que tenía meses sintiendo se debía a un tumor en la base de la hipófisis.

Me han dicho que mide casi un centímetro. Tanta vitalidad creativa no puede ser minimizada por algo tan pequeño, casi imperceptible. Pero ese diminuto intruso se convirtió en uno más de mi familia. Ganó atención y cuidados, está siempre presente en las conversaciones y decisiones.

La vida de mi hija quedó suspendida, a la expectativa de una inminente operación que no se llevaría a cabo si el tumor seguía creciendo. Y tuvo que dejar los estudios, en 2015, para concentrase en su tratamiento. Pero nunca se alejó del arte. Al contrario: su escape era la pintura. Líneas duras. Trazos fuertes. Rasgos serios. Mucho negro. Así se expresaba Kassandra. Me daban miedo sus dibujos.

—Es lo que siento —me dijo.

Aún conservo la pintura que hizo sobre un cartón rústico: era su autorretrato con los ojos inyectados en sangre por el tumor.

 

Kassandra creó su propio mundo. Un cuarto con luz tenue, una cama repleta de almohadas y almohadones, su cobija preferida y el control del televisor que casi nunca usaba. Así transcurrían sus días, uno igual al otro, a la espera de la próxima cita médica o de un nuevo estudio por hacer.

En esta dura prueba, ese primer año tuve que aferrarme a mi amor de madre. Superar un torbellino de términos clínicos y fármacos, indicados por un equipo médico que crecía ante cada síntoma. Comenzó con la atención de un médico internista, quien la remitió a un neuro-oftalmólogo, pasando por un endocrinólogo para pruebas hormonales y el descarte de diabetes por antecedentes familiares. Luego el otorrino por la alta presión auditiva y el odontólogo que le colocó una prótesis como protección a la tensión dental por ansiedad. Una resonancia y un electroencefalograma también formaron parte del listado.

Como una hoja de ruta, Kassandra organizó el horario para cada medicamento. Su médico la enseñó a reconocer y manejar el principio de una crisis de vértigo o de ansiedad, siguiendo las indicaciones al pie de la letra. Aun así, no sentía mejoría.

Parecía arrastrarse al fondo de un túnel repitiendo, una y otra vez, una frase: “Tengo un tumor, tengo un tumor”. Era su pertenencia. La depresión fue el detonante para ir al psiquiatra. Su neurólogo tratante la remitió a un especialista después de ver el electroencefalograma. Renuente al principio, argumentaba: “Yo no estoy loca”. Pero poco a poco se familiarizó con las sesiones, tanto, que las esperaba con ansias. Se sentía en confianza para hablar de su vida.

Y mi hija volvió a sonreír.

 

Yo no podía rendirme. Mis hijos me apuntalaron con su amor. Investigué, leí, me asesoré en el tema del manejo de un paciente con estado depresivo. Debía ser su apoyo y conocer más a fondo lo que mi niña estaba viviendo.

Cada terapia era un avance. Kassandra comenzó a hablar con sus amigos, a comer sus galletas de guayaba, a compartir un poco más con la familia, a tomar la cámara y hacer fotografías. Yo la animaba diciéndole:

—Tú no captas momentos, tú captas sentimientos.

—¡Mami, mira estas fotos! —me decía ella—. Ven, acuéstate a mi lado para que las veas.

Kassandra es una artista. Hasta para afrontar su diagnóstico lo había hecho como si fuera parte de una trágica obra teatral, con lúgubre música de fondo y actores sin rostros que presagiaban lo irremediable. Pero, como obra al fin, también tendría un desenlace, y ¿por qué no feliz?

Una mañana de enero, de esas que se sienten diferentes, entre livianas y perfectas, un rayo de sol entró al descorrer las cortinas de la habitación. Fue como una luz despertando la esperanza dormida pero nunca perdida; un nuevo día para darle a la vida un rápido revés, cargado de todo lo bello de un futuro que llega pleno de texturas.

—Ya hicieron el llamado para las inscripciones del nuevo semestre —le dije—. ¿Te animas?

Sabía que volver a lo cotidiano no le sería fácil.

—No me han dado el alta médica —me dijo—. El vértigo no me deja estar en pie.

Mi hija caminaba insegura, apoyándose en lo que encontraba a su paso. Dudas… miedos… cientos de excusas limitantes para afrontar un nuevo reto. Pero un hoy y un ya estaban allí, halando a Kassandra.

—Tienes que volver a tu vida normal, conocer tu condición de convivir con un cuerpo extraño que hay que monitorear, pero disfruta estos años preciosos de juventud. Ya el tiempo dirá.

Esas fueron las palabras de su médico, hace dos años, en la última visita a su consultorio. En mi interior y con un gesto de aprobación, se lo agradecí, y planificamos chequeos cada seis meses.

El regreso vino con un equipaje esperanzador: libros, pinceles, acuarelas, acrílicos, óleos, lienzos, todo lo que ella había recopilado calladamente en sus salidas a los estudios clínicos y las citas médicas. Era su tesoro. A eso se había aferrado ante un futuro incierto.

Y fue así cómo, de la incertidumbre, mi hija pasó a la seguridad, esa que da un espíritu insaciable por crear y producir a los 21 años de edad. Con una carga académica moderada, volvió al aula de clases y al taller con sus compañeros el 1er semestre de 2017. También regresó con su profesor de historia, quien la anima a investigar y explorar sobre el manierismo en el arte venezolano como primera propuesta para su tesis de grado.

—El tumor no ha crecido, podemos estar tranquilos —nos dijo su médico en su último chequeo, en junio de 2018.

—Quiero olvidar y vivir —me dijo ella más tarde.

Kassandra decidió no hablar más de esa parte de su vida. Y a mí sus dibujos dejaron de producirme miedo.

He aprendido en estos años lo cambiante de la vida. Mis decisiones buenas y no tan buenas me han hecho vivir experiencias inimaginables a estas alturas, cuando estoy por cumplir 64 años. Soy madre de cuatro hijos, primero viuda y desde hace poco divorciada. Tres de mis hijos se han ido a países distintos. Los he despedido con un dolor en el vientre, como si los hubiese parido de nuevo a la vida, a una vida que ya cada uno escribe por su cuenta, y en ellas me descubro proyectada a ratos. Junto a Kassandra, aquí espero a sus hermanos para decirles, espero que pronto:

—Hijos, aquí está su casa, un poco desgastada, pero ordenada y limpia.

 

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Madre de cuatro hijos. Comunicadora social (Luz), Publicista, Proactiva ante los retos de la vida. Amo viajar... Cuando se puede. Escribir lo llevo en el ADN, soy nieta del poeta zuliano Luis Felipe León. Bajo el seudónimo Carla Romano, escribí el libro inédito de cuentos infantiles "Cuentos a mis hijas". Mi meta en vida: Ser un orgullo para mis hijos.

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