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Solo quiero tenerlo, aunque sea muerto

Jun 19, 2021

A pesar del miedo por lo que pudiera pasarle, Luzmila Chaparro emprendió ella misma la búsqueda de Wilmer, su hijo de 21 años, funcionario de la Policía Municipal de Miranda, en el estado Carabobo, desaparecido a manos de sus propios compañeros. Denunció el caso una y otra vez, ante diferentes instancias, sin perder nunca las esperanzas de encontrar justicia.


Ilustraciones: Carmen Helena García

 

El 7 de abril de 2015, Luzmila Chaparro estaba en la plaza Pocaterra de Tocuyito hablando con una amiga cuando recibió la llamada de un compañero de trabajo.

—¡Vente para el comando que metieron preso a tu hijo! ¡Le pusieron los ganchos!

Lo más rápido que pudo abordó un taxi que la llevó a la sede de la Policía Municipal de Miranda, en el occidente del estado Carabobo, donde trabajaba como directora de Atención a la Víctima y también laboraba Wilmer Venecia Chaparro, el mayor de sus tres hijos. No lo encontró. No entendía qué ocurría, pero su instinto de madre le decía que algo le había pasado. Además, el haber atendido a tantas mujeres en condición de víctimas le hacía temer lo peor.

Luzmila encaró al director Alí García, quien era jefe tanto de su hijo como de ella. Entró a su oficina y se sentó frente a su escritorio. Lo miró fijamente y le dijo:

—Vengo a hablar con usted, porque Wilmer tiene rato que salió para el comando y no aparece. Necesito saber dónde está.

—Por acá no ha venido. No lo he visto —respondió el hombre.

Luzmila sintió terror. Sabía que el director mentía, que sí lo había visto. Otros policías le habían contado que ese día su hijo estuvo reunido con García en la oficina de recursos humanos, junto con unos funcionarios de inteligencia, que el director lo esposó y lo sacó del comando en una camioneta que le había prestado un amigo, un comerciante del pueblo.

El vehículo había ingresado a la comisaría por un portón que nunca se usaba y lo estacionaron en un amplio patio de tierra, debajo de unas matas de mango. Por ese mismo portón salió la camioneta con Wilmer adentro. Algunos compañeros los vieron.

Luzmila pensó que si Wilmer había cometido algún delito debía estar en la sede del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc) de Bejuma, un municipio vecino. Con un compañero se fue hasta esa subdelegación. Luego a otra, a otra y a otra. Pero no lo encontraron.

Cuando visitó la delegación de Carabobo se consiguió con un viejo amigo al que le contó lo que había pasado: que habían sacado a Wilmer del comando de la policía, esposado, y que ahora estaba desaparecido. Quizá no era la primera vez que el veterano jefe escuchaba aquella historia, porque le advirtió:

—¡A su hijo se lo jodieron! Vaya otra vez a hablar con el director.

Luzmila sintió aún más terror.

Regresó al pueblo de Miranda, a unos 40 minutos de Valencia por la carretera Panamericana, para hablar nuevamente con el director de la policía. Como funcionaria, y sobre todo como madre, tenía derecho a saber dónde estaba Wilmer. Nadie podía saberlo mejor que ella, que era directora de Atención a la Víctima en ese comando.

 

Wilmer Venecia iba a cumplir 22 años cuando desapareció. Apenas tenía 18 cuando se graduó en la Universidad Nacional Experimental de la Seguridad (UNES). Estudiar para ser policía no era lo suyo, pero decidió complacer a su madre. Lo que en realidad deseaba era comprar una camioneta de pasajeros y ser transportista.

—No, papi. Tú eres menor de edad. Mejor estudia una carrera corta —le dijo Luzmila.

Por esos días, Wilmer estaba afligido. Acababa de terminar la relación con su novia de muchos años. Quería huir del despecho estudiando y por eso se inscribió en la UNES. Luzmila también lo hizo y comenzaron clases juntos. Eran muy unidos y se contaban todo. Poco después hicieron pasantías en la Policía Municipal de Miranda y, al finalizarlas, los dos quedaron seleccionados como personal fijo. Wilmer, quien era de Valencia, se mudó al pueblo de Miranda, donde no tardó en hacer amigos. Entre sus conocidos de esos días estaba un comerciante, a quien escoltaba en sus tiempos libres.

Al llegar al comando, Luzmila se enfrentó nuevamente a García. Insistía en saber de su hijo.

—Él vino y lo saludé desde lejos —le dijo el director.

—Me había dicho que no lo había visto y ahora dice que lo vio de lejos. ¡Por favor, no me desaparezca a Wilmer!

Ese día, las horas parecían avanzar más rápido. El tiempo pasaba y Wilmer no aparecía. A Luzmila no le importaba correr la misma suerte de su hijo y amenazó a los policías con denunciar su desaparición ante el Ministerio Público. Le dio a la directiva hasta las 6:00 de la mañana del 8 de abril para que apareciera.

Con un par de compañeros, recorrió carreteras, lugares solitarios, montes, sitios donde solían aparecer cadáveres de víctimas del hampa o de grupos de exterminio; revisó todos los lugares donde pudiese estar Wilmer. Eran las 2:00 de la madrugada y aún no tenía ningún rastro de su paradero, así que decidió detener la búsqueda hasta el amanecer. Sin embargo, no pudo dormir.

A las 6:00 de la mañana volvió al comando de la policía. Los oficiales que recibían la guardia le informaron que no sabían nada sobre su hijo. Así que cumplió su amenaza. Hizo la denuncia ante la Fiscalía 28 con competencia en materia de Protección de Derechos Fundamentales.

Para acelerar la investigación, pidió que la nombraran en comisión especial para entregar las citaciones a los policías que, señalaba, podían estar involucrados en la desaparición de su hijo. Eran 15. Las fue entregando una a una.

En ese momento comenzó su calvario.

 

Luzmila se quedó sola en medio de un caso que cada vez se enredaba más. Pidió ayuda para buscar a su hijo, pero no la obtuvo. Solo un amigo, quien también era policía, la acompañaba en su búsqueda. Por eso a él le quitaron la moto oficial y el arma de reglamento.

Pasó una semana. Las declaraciones de los supuestos implicados sumían a Luzmila aún más en la desesperación: no lo vieron, no estaban, no sabían. Mientras tanto, en el comando todo marchaba con normalidad. Como si nada hubiese pasado. Todos continuaban con sus labores y en sus cargos. Luzmila sentía que se estaba volviendo loca. Caminaba por las calles del pueblo buscando a Wilmer. Recorría los botaderos de basura, abría bolsas malolientes imaginando que encontraría allí a su hijo en pedazos, pero eran restos de animales muertos. Wilmer no salía de su mente. Juraría que lo escuchaba, que la llamaba: “¡Miiiita, miiiiita!”, como le decía por cariño.

A Luzmila solo le hacían compañía los cigarrillos y las incontables tazas de café que bebía. Pero Wilmer no aparecía. A algunos testigos los amenazaron de muerte. En la policía había un grupo muy peligroso capaz de hacer desaparecer a cualquiera sin dejar evidencia. No tenía ninguna duda al respecto. Tomó entonces la decisión de esconder a sus dos hijos menores, mientras continuaba con la búsqueda.

Un comisario se apiadó de ella y tres días más tarde una comisión del Cicpc, subdelegación Bejuma, llegó al comando a investigar. Recolectaron evidencias, hicieron la fijación fotográfica del sitio, analizaron el recorrido de la camioneta con la cual se llevaron al muchacho, registraron las huellas que dejaron los cauchos al recorrer un terreno de tierra dentro del comando. Había suficientes elementos para solicitar órdenes de aprehensión. Pero pasaban los días y el fiscal no se pronunciaba. No emitía las solicitudes de captura de los responsables. Terminó cerrando el caso. El Cicpc no podía hacer nada si el fiscal guardaba silencio. El comisario amigo le dio un consejo a Luzmila.

—Mija, váyase para Caracas. Busque hablar con la fiscal general y que le atiendan el caso.

No pasó mucho tiempo antes de que Luzmila emprendiera su viaje a la capital. Logró que la recibiera la fiscal general de la República, que en ese momento era Luisa Ortega Díaz, y le suplicó que la ayudara.

—¡Póngase las manos en el corazón! ¡Soy una madre desesperada! Necesito saber si mi hijo está vivo o muerto, si lo están torturando, si me lo quemaron o picaron, si está enterrado en alguna parte. Necesito saberlo.

Sus ruegos no fueron en vano. Cuatro expertos de la fiscalía nacional comenzaron las investigaciones. Dieron con “Roro”, quien había picado la moto con la que Wilmer llegó al comando el día de la desaparición. En sus declaraciones dijo que había visto a los funcionarios celebrando porque habían matado al muchacho; ellos mismos se lo habían confesado.

Los testigos fueron citados y se empezó a esclarecer el caso. Justo entonces comenzó el proceso de intervención de la Policía Municipal de Miranda por parte del Viceministerio del Sistema Integrado de Policías. Ya había pasado un mes y medio desde la desaparición de Wilmer. Alí García, el director general del cuerpo policial, fue retirado del cargo, pero lo nombraron subdirector para tenerlo cerca, porque aún no llegaban las órdenes de aprehensión.

Los implicados estaban convencidos de que no irían presos, de que Luzmila se cansaría de pedir ayuda para encontrar a su hijo. Sin embargo, fueron liberadas las órdenes de captura y detuvieron a Alí García, al jefe de guardia para el momento de la desaparición, Willy Márquez, y al jefe de inteligencia, Yandany Welffer. García tuvo otro encuentro con Luzmila en su oficina, en el mismo sitio donde días atrás habían hablado sobre la desaparición de Wilmer, cuando comenzaba el proceso de investigación.

—Destruiste mi reputación —le dijo.

—Yo no destruí nada. Usted se destruyó solo desde el momento en el que decidió secuestrar a Wilmer. ¿Qué haría usted por un hijo?

—Por un hijo yo soy capaz de matar a quien sea.

—¿Se da cuenta? Yo no he matado a nadie. No he buscado a su familia ni a sus hijos para matarlos. Yo solo busco al mío. Solo quiero tenerlo, aunque sea muerto.

Después de aquella conversación, Luzmila entendió que saber dónde estaba Wilmer sería aún más complicado. Alí García le dejó claro que por haberlos denunciado jamás podría encontrarlo. Decidió entonces solicitar la baja luego de tres años de servicio. Seguir trabajando en el sitio donde permanecían detenidos quienes hicieron desaparecer a Wilmer era poner también en riesgo su vida. Para ese momento, William Tejeda, otro funcionario implicado y que se había fugado, fue detenido en San Felipe, estado Yaracuy, con un arma de fuego que robó del comando.

Había funcionarios implicados que se habían dado a la fuga y estaban en la calle. Era muy peligroso. Luzmila sabía muy bien de lo que eran capaces.

Días antes de su desaparición, Wilmer le contó que se iba a realizar la boda de ese comerciante que él protegía en su tiempo libre. En el pueblo de Miranda se hablaba de la fiesta a la que iría el muchacho como escolta. Un grupo de compañeros de la policía se enteró y le pidió que no asistiera, porque tenían planificado secuestrar al comerciante.

—No voy a hacer eso. Voy a ir a la boda, y si ustedes intentan secuestrarlo, los voy a enfrentar —les dijo desafiante.

Con esas palabras había sentenciado su muerte.

Luzmila agarró un par de maletas y con los dos hijos que le quedaban se enrumbó hacia tierras colombianas.

Allí sintió, por fin, que estaba a salvo con su familia. Pero un día de octubre de 2020 tocaron a su puerta para darle una terrible noticia: su hijo Carlitos, el menor, se había matado en un accidente de moto. Tenía 20 años, casi la misma edad de Wilmer cuando lo hicieron desaparecer. Se fue de Venezuela huyendo de la muerte, pero la muerte la había encontrado.

En medio de su duelo, Luzmila siguió lavando baños y haciendo cualquier trabajo que le permitiera ahorrar algo. Cada tanto volvía al país y luego regresaba a Colombia. En uno de los viajes supo que William Tejeda y Willy Márquez habían violado su privativa de libertad y salieron del comando para cometer un doble homicidio. Una de las víctimas era “Cheo”, el dueño de la camioneta que les prestaron para sacar a Wilmer del comando el día de su desaparición. Cheo era un buen amigo de los policías, les llevaba comida mientras estaban presos, pero era testigo de lo que le habían hecho a su hijo.

En tribunales el proceso se detuvo por dos años. Cuando se reabrió, el nuevo fiscal descubrió que durante ese tiempo habían desaparecido del expediente varias pruebas que eran claves en la investigación. Con esfuerzo logró recuperarlas.

Mientras tanto, Luzmila temía que los detenidos se fugaran. Y, en diciembre de 2018, ocurrió: William Tejeda salió de la Comandancia General de la Policía de Carabobo, donde estaba recluido y no regresó.

El 24 de diciembre de 2020 a Alí García le dieron permiso de salir del comando en San Carlos, donde estaba preso, y tampoco volvió. Unos días antes, el 1ro de diciembre, el Tribunal Quinto de Juicio lo había condenado a cumplir 25 años de cárcel por el delito de desaparición forzada. La misma condena le dictaron a Márquez y a Welffer.

Luzmila no se da por vencida, lucha para que emitan alerta roja ante la Organización Internacional de la Policía Criminal y atrapen a quienes desaparecieron a su hijo. No ha dejado de tener miedo, porque dos de los acusados están sueltos. Aunque es inmenso el dolor de haber perdido a dos hijos, saber que pudo enterrar a uno de los dos es un consuelo. Amargo, pero consuelo al fin.

Con Wilmer sigue sin tener certezas ni descanso.

 

 

Esta historia fue desarrollada en el taller “Tras los rastros de una historia”, impartido a través de nuestra plataforma El Aula e-nos, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.

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Licenciada en comunicación social. Me formé para ser ventana de quienes no son escuchados y la mejor forma es contando historias.

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