Solo pensaba en hacer las cosas lo mejor posible
Luego de una prolífica carrera en Venezuela, Álvaro Paiva-Bimbo —guitarrista, compositor y arreglista— llegó a Los Ángeles con el deseo de entrar a la industria del cine. Luego de no pocos tropiezos, surgió una oportunidad que parecía irreal: lo contrataron como compositor de la película Encanto, de Disney. La misma que luego ganó dos Oscars, uno de ellos a la Mejor Banda Sonora.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
Álvaro Paiva-Bimbo demoró demasiado en terminar de aterrizar en Los Ángeles. Desde 2015 estaba tratando de mudarse desde México (donde vivía desde 2014) a esa ciudad de Estados Unidos, deseoso de convertirse en compositor de música para cine y televisión.
Pero le ocurrieron varias cosas: primero, la novia por la que había decidido mudarse a Los Ángeles rompió con él y se devolvió a Venezuela. Álvaro, con la esperanza de arreglar las cosas, se fue tras ella, pero ya no había nada que hacer. Después, su abuela, una de las personas más importantes para él, se enfermó y murió. Y, por si fuera poco, por aquellos días su madre también se enfermó de la tiroides, en Caracas, y tardó varios meses en recuperarse: Álvaro se quedó a su lado hasta que los médicos dijeron que estaba fuera de peligro.
Fue en 2017 cuando las aguas parecieron asentarse y finalmente logró instalarse en Los Ángeles: alquiló un apartamento tipo estudio en el que no tenía mucho más que sus instrumentos y un par de maletas con sus pertenencias. Álvaro, que tenía una carrera como músico, compositor y arreglista en Venezuela —había dirigido ensambles, había sido gestor cultural y tenía discos— sabía que estaba en una ciudad en la que nadie conocía su trabajo. Tenía que comenzar desde abajo. Desde muy abajo: ganarse un puesto allí donde había tanta competencia. Pero no sabía cómo hacerlo. Estaba extraviado. Solo contaba con sus conocimientos. Y con sus ganas de hacer música.
Desde muy niño, a Álvaro le gustó la música. Quiso ser rockero, pero el Niño Jesús no estuvo de acuerdo con la idea, y tampoco tenía presupuesto para la guitarra eléctrica, así que le tocó comenzar con una guitarra clásica: estudió el repertorio de Silvio Rodríguez, Alirio Díaz y Aquiles Báez. Quería ser tan virtuoso como ellos.
Su mamá lo inscribió en clases de música. Y el niño siguió tocando sin parar. A los 17 comenzó a hacer suyo un consejo que le dieron su madre y su abuela: “No importa lo que hagas, tienes que hacerlo lo mejor posible”. Esa frase, no podía saberlo en ese momento, se convertiría en un mantra de vida, sobre todo en los momentos más difíciles.
Unos años más tarde, consiguió una beca para estudiar en la Manhattan School of Music, en New York, una de las escuelas de música más importantes del mundo. En esas aulas, Álvaro se sintió cautivado por el jazz y la salsa. Al culminar sus estudios, regresó a Venezuela y fundó Cabijazz y el ensamble Kapicúa. Además, impulsó la Movida Acústica Urbana, una iniciativa que agrupó a distintos ensambles de música de raíz tradicional, a la que luego se sumaron distintas bandas de rock. Rebautizaron el conglomerado de artistas que versionaban temas del pop rock nacional con arreglos en géneros tradicionales venezolanos. Fue un éxito: grabaron una decena de discos.
En 2014, Álvaro acompañó a Los Amigos Invisibles a la ceremonia de entrega de los premios Grammy, porque estaban nominados a la categoría Mejor Álbum Latino de Rock, Urbano o Alternativo por el disco Repeat After Me, del que Álvaro fue productor. Aunque Los Amigos Invisibles no ganaron el premio, en ese viaje Álvaro conoció a algunos compositores, como Álex Wurman.
En algún momento, había descubierto el mundo de la composición de música para cine y televisión y comenzó a imaginarse en un camino distinto. Fue en 2008, en Caracas, cuando participó en el largometraje Bloques. Esa vez no tenía dónde grabar. Lo hacía en su habitación, en el apartamento donde creció en Los Chaguaramos. Allí improvisaba una suerte de estudio con unos colchones y cartones para insonorizar el ambiente.
Tres años después, en 2011, le ofrecieron participar en un taller de composición musical para cine, dictado por la compositora mexicana Bertha Navarro, y no lo pensó. Hizo sus maletas y viajó a Ciudad de México. Y fue allí donde terminó de estar seguro: quería componer música para cine y televisión.
¿Y qué mejor que Los Ángeles?
Al llegar a Estados Unidos, en 2017, Álvaro no conocía a nadie que trabajara en la industria en la que quería incursionar. Tampoco sabía cómo funcionaba ni a dónde debía ir. Un poco inseguro, le preguntó a su amigo Demián Arriaga —baterista de Jonas Brothers y Miley Cyrus— dónde se la pasaban los compositores. Él tenía años viviendo en la ciudad y pensaba que podía ayudarlo a dar con algunos contactos.
—No se la pasan en un lugar específico, Álvaro. Tienes que empezar a componer —le respondió.
Álvaro entendió que nadie tenía tiempo de sentarse en un lugar a tomarse una cerveza y conversar de lo que estaban haciendo.
Empezó entonces a buscar trabajo relacionado con la música. Comenzó en una tienda online, vendiendo instrumentos musicales nueve horas al día. Era un trabajo monótono, pero lo hacía con la mejor disposición. Al poco tiempo, sin embargo, comenzó a sentir que estaba perdiendo el tiempo, que estaba desperdiciando sus habilidades musicales. Y se retiró. Empezó a dar clases de música en escuelas de zonas pobres. Era un empleo que no solo lo animaba más, sino que también le dejaba horas libres para buscar cómo entrar en la industria.
En esa búsqueda descubrió que la Sociedad Estadounidense de Compositores, Autores y Editores organizaba eventos gratuitos a los que iban directores y compositores. Comenzó a asistir. Y, en uno de esos encuentros, coincidió con Álex Wurman, a quien había conocido en 2014 cuando fue al Grammy con Los Amigos Invisibles. El compositor reconoció a Álvaro entre el público y se acercó. Le preguntó qué estaba haciendo y le ofreció que fuese su asistente.
Álvaro se entusiasmó: pensaba que esta era su gran oportunidad de empezar a aparecer en proyectos grandes. Por eso no le molestaba hacer de todo: desde terminar alguna canción hasta limpiar el bote de Álex. Aunque el trabajo era fuerte y prácticamente no tenía tiempo libre, este trabajo le permitió tener sus primeros créditos en grandes producciones como las series Patriot y Buddy Games, y la película Perpetual Grace.
Cuando tenía año y medio allí, un desacuerdo entre ambos hizo que decidiera renunciar.
Volvió a dar clases. Y los fines de semana trabajaba haciendo delivery. En ese tiempo le ofrecieron un empleo en condiciones similares a las que tenía con Wurman. Álvaro lo rechazó. Tenía fe en que algo realmente bueno llegaría.
Pero entonces comenzó la pandemia de covid-19.
Encerrado en casa, sin trabajar, sus ahorros menguaban cada vez más. Tenía la cuenta bancaria en cero y una lista de deudas que pagar, tanto en Estados Unidos como en Venezuela.
Aumentó los días en que hacía delivery.
Repartía comida durante 14 horas diarias. Para sobrellevar el trabajo arduo, escuchaba música o algún podcast. Al finalizar el día sentía muchas ganas de llorar: se preguntaba por qué, si sabía tanto, si había estudiado tanto, si había hecho tantas cosas, si tenía talento, estaba repartiendo comida; mientras otros, sin experiencia y que solo se sabían unos cuantos acordes, estaban haciendo la música de la nueva serie de Netflix.
Con el tiempo, las cosas mejoraron: hizo los arreglos de un concierto sinfónico para la cantante mexicana Carla Morrison con la Filarmónica de Los Ángeles, y la música para dos películas: Cuando sea joven, de Eugenio Derbez, y el documental Qazaq History of the Golden Man. Ambas oportunidades llegaron mientras trabajaba con Carlos Siliotto, a quien había conocido en la ciudad.
Sentía que todo comenzaba a estabilizarse cuando su mamá enfermó y su seguro médico dejó de funcionar. La señora tenía una dificultad respiratoria como consecuencia de varias enfermedades anteriores, entre ellas covid-19. Álvaro no tenía dinero para cubrir los gastos, apenas estaba retomando el trabajo.
Estaba tan desesperado que llamó a una farmacéutica que buscaba voluntarios para probar un tratamiento experimental para pacientes con cáncer y se inscribió. No tenía miedo de sufrir algún síntoma adverso. Lo internaron en un centro médico. Mientras, los médicos lo llamaron desde Venezuela varias veces para decirle que regresara al país, pues el pronóstico de su madre no era nada alentador. Estaba muy preocupado. Hubiese querido tomar un avión para volver, pero no tenía el dinero para pagarse un pasaje.
Tras dos semanas, terminaron con las pruebas. Álvaro estaba bien, sin ninguna complicación. Le pagaron y con ese dinero pudo saldar sus deudas y pagar el seguro de su mamá, quien ya para entonces estaba mejorando.
Casi al mismo tiempo, llegaron nuevas ofertas de empleo. Primero, lo contactó Dara Taylor y luego William Goldstein, ambos compositores.
Y un día, en casa de Goldstein, recibió una llamada de su amigo Ian LeCheminant, quien trabajaba como asistente de compositor. Le pidió que fuera lo más pronto posible al estudio The Village, uno de los más icónicos de Los Ángeles, conocido por haber grabado a leyendas de la música, como The Rolling Stones o Bob Dylan, y la banda sonora de películas como The Bodyguard o A Star Is Born.
Desconcertado por la urgencia, fue hasta allá lo más rápido que pudo. Al llegar, conoció a Germaine Franco, quien tenía a su cargo componer la banda sonora de Encanto, una película de Disney que ya estaba en producción.
—Me parece que eres la persona indicada para entrar en este proyecto —le dijo.
Franco había escuchado su música por recomendación de LeCheminant, y necesitaba a alguien que supiese de música latinoamericana y colombiana.
Álvaro, incrédulo pero feliz, aceptó.
Comenzó el día siguiente. Eran apenas tres compositores. Álvaro se desempeñaba como additional synth programmer. A partir de los temas que creaba Franco, debía escribir la música adicional para las escenas de la película. Tangos, sones, bambucos y, por supuesto, joropos: piezas con influencia colombiana y latinoamericana. Debía hacer todo rápido. Trabajaba mucho, hasta 14 horas diarias. Terminaba muy cansado, pero sentía que nada le pesaba: estaba en el sitio al que había querido llegar desde hacía mucho. En medio de los sonidos, solo pensaba en hacer las cosas lo mejor posible, como alguna vez le aconsejaron su abuela y su mamá.
Disfrutaba ver cómo, poco a poco, las animaciones y la historia tomaban forma. Había participado en otras producciones, pero en esta la experiencia lo fue maravillando con cada avance que lograba el equipo.
Así fue cómo Álvaro se convirtió en uno de los compositores musicales de la banda sonora de una película de Disney.
La misma que ganó un Oscar en la categoría Mejor Película Animada.
Y un Oscar a la Mejor Banda Sonora.
Álvaro sabe que su trabajo para Encanto representa un hito en su carrera, pero él se siente tan orgulloso de sus experiencias anteriores en Venezuela —como Kapicúa o la Movida Acústica Urbana— como de esa con Disney. Espera que su participación en el filme le dé visibilidad a los proyectos en los que ha trabajado antes y a quienes contribuyeron en su formación como músico.
En estos momentos sigue dando clases de música a algunos alumnos, trabaja fijo con Germaine Franco, Dara Taylor y Carlos Siliotto como asistente de compositor. Piensa que debe serlo por lo menos dos años más, para seguir formándose.
En el futuro espera convertirse en el compositor principal de una película de Hollywood, y que su mamá pueda estar presente en el estreno; continúa esforzándose hasta que ese sueño se haga realidad.
Será su forma de agradecerle el apoyo y su presencia desde que él era apenas un niño e imaginaba que llegaría a ser un músico virtuoso.
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Ariany Brizuela
Caraqueña. Periodista egresada de la Universidad Católica Santa Rosa. Escribo en la sección de cultura y entretenimiento de El Nacional. A veces, artesana. Siempre en constante aprendizaje.