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Siete mudanzas, siete camas y una maleta difícil de cargar

Feb 01, 2020

 

A sus 19 años, Jushedith Venales dejó su casa en Carúpano, estado Sucre, para mudarse a Puerto La Cruz, Anzoátegui, con el sueño de estudiar Comunicación Social. El hambre, mudanzas y limitaciones económicas, la llevaron al límite de sus fuerzas, pero una ayuda inesperada le dio un giro a las cosas.

Fotografías: Álbum familiar

 

“Se iniciaron los juegos del hambre”, pensé en aquellos días a inicios de octubre de 2018. La diferencia es que entonces no tenía que luchar contra nadie, sino con mi mente. Dormir era mi única alternativa para mitigar la sensación de hambre. Despertaba, me cepillaba los dientes, me bañaba, tomaba agua y me volvía a acostar. 

La lucha estaba en mi cabeza, ahí con mis pensamientos. “No debo preocupar a mis papás. No pienses en eso, la mente controla el cuerpo. Vamos, duerme un rato más”, me repetía una y otra vez.

207 kilómetros me separan de mis padres, de la casa familiar en Carúpano, de todo lo que amo. La distancia me hace extrañar muchas cosas: la taza de café que me servía mi madre cada mañana, el beso diario que me daba en la frente, su bendición cuando todavía estaba en la cama y se asomaba a saludarme. “Hija, ¡buenos días! El café con leche y el pan están en la mesa, ya son más de las 10:00 de la mañana”. Era su perfecta estrategia para que me levantase cuanto antes, porque en realidad el reloj aún marcaba las 8:00.

Nada como estar en el hogar. Lo extraño todo, hasta lo que menos pensé.

 

Para unos, las maletas son el inicio de un camino; para otros, el final. A mis 19 años, en 2015, decidí irme de Carúpano a Puerto La Cruz para estudiar Comunicación Social, la carrera que me ilusionaba cursar. Me inscribí en el núcleo de Oriente de la Universidad Santa María. Emocionada como estaba, no tenía idea de lo que debía enfrentar al tomar aquella decisión. Hice mis maletas con mucho afán: las equipé de ropa y de sueños, esperanzas y metas. Sería periodista. 

En 2016 mis padres, ambos educadores, todavía podían pagar la matrícula universitaria y la residencia estudiantil. Pero en algún momento de ese año la situación económica para la familia comenzó a ser distinta. La crisis se instaló en toda Venezuela como un organismo que trastoca todo a su paso. Con pesar, mis papás abandonaron sus puestos como docentes, pues se vieron ante el absurdo de que el sueldo que les pagaban apenas les permitía cubrir el pasaje para ir a sus lugares de trabajo.

En consecuencia, ya no contaba con su apoyo financiero. Y cuando pensaba en la posibilidad de seguir estudiando en Puerto La Cruz, lo que se dibujaba en mi horizonte era una gran interrogante.

 

Mi vida cambió mucho desde que llegué a Puerto La Cruz. Comencé a mudarme con frecuencia. En seis semestres habían sido siete mudanzas. Siete cuartos. Siete camas. Siete zonas diferentes de la ciudad. Lo único que no cambiaba era el contenido de mis maletas que mantenía sin deshacer. Prefería no desordenarlas porque, pensaba, las esperanzas y los sueños seguían ahí. 

Recuerdo que cuando cursaba el primer semestre de la carrera conocí a Gabriel Rodríguez, quien entonces tenía 31 años. La solidaridad siempre ha sido una de sus cartas de presentación; es un hombre educado, justo, que piensa en grande, con una gran disposición a ayudar a los demás. Apuesta a esas personas que –como él– perseveran, creen y tienen sed de aprender, de crecer. Nuestra amistad fue consolidándose en los pasillos de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Santa María, donde coincidíamos varias veces al día. 

Una vez Gabriel me comentó que estaba alquilando una habitación de su apartamento, y desde ese momento me convertí en su inquilina. Allí viví un par de años hasta que me mudé. Porque a pesar de que me cobraba un monto más bien modesto, a mis padres se les hacía cada vez más difícil ayudarme a afinanciar mis gastos.

Me fui a vivir a casa de una amiga que me había ofrecido su cuarto mientras resolvía mi situación y conseguía mudarme a un lugar económico. Ella estaba fuera del país, y me dejó en aquella casa con su abuela y una tía. Pero volvería a Venezuela y cuando eso ocurriera debía irme. 

 

Los días se fueron volviendo grises, mis pensamientos se nublaban y mis metas se veían borrosas: sentía que ya no podía más. Es difícil tener que pasar por tantas cosas solo por querer graduarse. Me repetía a diario que no era justo. 

Pero no dejé de creer, de seguir: había viajado con un propósito. Quería lograrlo y mis buenas notas lo reflejaban. 

Llegó octubre de 2018. Ya estaba en el séptimo semestre, y encontrar una habitación seguía siendo un problema. Y, a pesar de que mientras tanto tenía aquel cuarto, vivía con las preocupaciones por la comida, el transporte. Estaba desesperada. “¿Será que puedo seguir?, ¿voy a lograrlo?”. Esa preguntaba me atormentaba todos los días al punto de hacerme llorar. Estaba cansada, a punto de renunciar, abatida ya por el agotamiento y el hambre.

Un día me levanté de la cama, fui al baño y me lavé la cara. Ya no sabía si lavaba mi rostro o eran mis lágrimas. Estaba hinchada de tanto llorar. ¿Por qué me tocó vivir en esta situación? Sentía que mi cabeza iba a explotar de tanto pensar, tratando de encontrar una salida. Porque sí, había una solución, pero no la quería aceptar: devolverme a Carúpano. 

Pero tuve que aceptarla. Entonces, tomé el teléfono y le escribí a Gabriel. 

“Hermano, ¿será que me puedes llevar mañana al terminal? Si quieres me buscas hoy, y mañana al ir al trabajo me llevas. Ya no puedo más”. 

A esa hora era imposible encontrar un carro para viajar a Carúpano y volver a casa con mi familia.

La respuesta de Gabriel fue inmediata: “¿Pasó algo? Cuenta conmigo. Arregla tus cosas, que en un rato paso por ti”. 

En ese momento, mientras esperaba a Gabriel, trataba de darme ánimos: “Tranquila, hiciste lo que pudiste; por ahora la situación pudo contigo. Pronto regresarás y lo lograrás”. 

A las pocas horas Gabriel me pasó buscando. Al llegar, me dijo que no dejara las maletas en el carro, que las subiera al apartamento, por si necesitaba sacar algo de allí. 

Llegamos al tercer piso, apartamento 9C, que había sido mi casa por dos años.

—Hermana, este es tu cuarto, arregla tus cosas. Tú no te vas sin graduarte.

Sentí que las esperanzas, los sueños y la gratitud se transformaron en un grueso nudo en mi garganta.

 

Desde ese momento tengo cuarto propio. Gabriel se ha encargado de equiparlo hasta con una computadora que reparó para mí. Es ese hermano mayor que no tengo.

Ya estoy en el noveno semestre de la carrera y solo sueño con tener en las manos ese título por el que tanto me he esforzado. Entonces habrán valido la pena todas las veces que me he mudado, los días en que me obligaba a dormir para no sentir hambre, las noches que solo eran para pensar y llorar. Mi mayor deseo es que llegue ese momento en el que el sacrificio rinda sus frutos.

Hay trechos del camino en los que las maletas con nuestros sueños, esperanzas y metas se nos hacen más pesadas, casi imposibles de cargar; cuando reciba mi título quiero decirle a Gabriel que sin su ayuda yo no hubiese podido cargar mis maletas y no hubiese llegado a la meta. Una meta que ahora veo más cerca. Y eso me emociona, como cuando salí de Carúpano hace unos años. 

Como cuando era otra.


Esta historia fue producida dentro del programa La Vida de Nos Itinerante Universitaria, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para estudiantes y profesores de 16 escuelas de Comunicación Social, en 7 estados de Venezuela.

 

 

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Soy Jushedith Venales, tengo 23 años y curso el 10mo. semestre de Comunicación Social en la Universidad Santa María, núcleo Oriente. Para mí el compromiso y el esfuerzo son fundamentales para lograr eso que tanto deseas; hay que ser constantes siempre. #SemilleroDeNarradores

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