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Siempre creer así sea con miedo

Jun 04, 2022

Apenas aterrizó en Bogotá junto a su esposo y su hijo, Francis Zambrano se enteró de que estaba embarazada. El plan migratorio familiar comenzó a complicarse cuando el negocio de comida venezolana en el que invirtieron buena parte de sus ahorros fracasó. Angustiados, se les ocurrió una idea para poder mantenerse en la ciudad que, desde que la visitaron años antes como turistas, les pareció idónea para vivir.

FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR

Mi esposo y yo supimos que emigrar sería nuestro próximo plan de vida en medio de las protestas de 2014. En aquella época, todos los días, durante meses, la gente salía a manifestar en contra de Nicolás Maduro y las fuerzas del Estado reprimían esas grandes concentraciones. Hubo muertos, heridos. La decisión de irnos siguió en el aire mientras la escasez, la crisis política y la inflación aumentaban sin control. Llegó un momento que trabajábamos nada más que para comer. Nunca nos faltó nada, pero todo se desmoronaba vertiginosamente a nuestro alrededor. 

Sin embargo, seguimos en el país. 

Una madrugada de septiembre de 2015, unos delincuentes intentaron ingresar a robar a nuestra casa, en el sector de Lagunetica, a las afueras de Los Teques. Esa vez no pudieron entrar, pero presentimos que lo intentarían de nuevo. De inmediato nos mudamos a casa de mi mamá en Catia, en el oeste de Caracas. Y, tal como lo habíamos predicho, los delincuentes volvieron y se llevaron lo poco que quedaba en nuestra vivienda: algo de comida, artículos de higiene y cuchillos de cocina.

Ese episodio fue razón suficiente para terminar de entender que ya no podíamos seguir en Venezuela. 

Seis meses después, la madrugada del sábado 30 de abril de 2016, aterricé en Bogotá, junto a mi esposo y nuestro hijo de 6 años. Llegamos con tres maletas, nuestros ahorros y la firme intención de construir una nueva vida. Al inicio, nos quedamos en un apartamento amoblado que conseguimos gracias a unos amigos. Al día siguiente pensé que la comida del avión me había caído mal, pero de repente caí en cuenta de la fecha de mi última menstruación.

Una prueba casera confirmó mi sospecha: estaba embarazada. 

Aunque habíamos pagado tres pasajes, resultamos viajando cuatro. Tenía un bebé a bordo que, cuando se enteró de que aterrizamos, decidió asomarse y hacerse sentir con todos los síntomas. Ese positivo me apretó el corazón. Mi gran sorpresa fue cuando en la primera consulta el ginecólogo comentó que tenía alrededor de tres meses de embarazo. Casi nos desmayamos en medio de ese elegante consultorio de la Clínica de La Mujer.

Mis planes cambiaron drásticamente en ese instante. 

Salí aturdida de la clínica, con mil pensamientos en la cabeza y una pregunta incesante. ¿Ahora qué?, ¿ahora qué?, ¿ahora qué? El frío de Bogotá me agobiaba, lo sentía hasta en los huesos. La lluvia no daba tregua. Trataba de sentir felicidad, pero no lo lograba, solo lloraba. Me costó conectar con esta nueva etapa. Sentía que me faltaba el aire en la calle, por lo que evitaba salir. 

Ante el miedo de quedarnos sin ahorros, le planteé a mi esposo la posibilidad de que mi hijo mayor y yo regresáramos a Caracas, pero se negó. La situación no era la más favorable en Venezuela y no quería que viviéramos momentos amargos, menos en mi estado de embarazo. 

Los meses previos a nuestra partida a Bogotá habían sido difíciles. Pasábamos horas haciendo largas colas por pasta, arroz, harina de trigo, papel higiénico y desodorante. Durante Semana Santa no hubo agua y varias veces se fue la luz por las noches. Mi esposo me pedía que confiara. Aunque todo parecía cuesta arriba, él tenía la certeza de que podríamos establecernos en Bogotá, la ciudad que visitamos en 2011 como turistas y nos había parecido segura, bonita, ideal para vivir. 

En medio de la adaptación a nuestra nueva vida, unos amigos de Caracas nos plantearon la idea de montar un negocio de comida rápida venezolana. Nuestros planes al principio eran que mi esposo consiguiera un empleo en su área como desarrollador web, pero tener algo propio nos pareció una buena opción, y aceptamos. Invertimos buena parte de nuestros ahorros en el proyecto, creyendo que obtendríamos ganancias inmediatas, y aunque trabajamos mucho por sacarlo adelante, el resultado no fue el esperado. 

A los tres meses, la vida nos demostró que no había sido la mejor decisión: ninguno de nosotros tenía la preparación necesaria para llevar adelante un negocio de esa naturaleza. En poco tiempo el ambiente se volvió hostil, no lográbamos comunicarnos de forma asertiva con nuestros socios. Así que decidimos retirarnos y seguir nuestro camino en solitario regresando al plan original. 

Claro, nunca recuperamos lo que invertimos en el negocio.  

Al día siguiente de finiquitar la sociedad fuimos a comprar un traje. Mi esposo empezó a aplicar a todas las ofertas laborales que se ajustaban a su perfil. Fue a varias entrevistas presenciales y virtuales. Esto revivió nuestra esperanza de poder cambiar nuestra situación económica. No teníamos ninguna fuente de ingreso, vivíamos de los ahorros —ya menguados— y el embarazo seguía avanzando…

No solo me preocupaba la situación económica. Nuestro estatus migratorio en Colombia era de turistas y se vencería en menos de 15 días. 

La única solución era alguna oferta laboral para optar por una visa de trabajo, pero nada se cristalizaba. En medio de la desesperación por no quedarnos de forma irregular en el país, fuimos a Migración Colombia. Necesitábamos encontrar respuestas. Una funcionaria, sin el uniforme, nos recomendó quedarnos en el país y después resolver nuestra situación. 

Esto nos dio un poco de luz en el túnel. Pero quedaba otro tema por resolver: la llegada del bebé. En Colombia el sistema de salud es complejo y costoso. La cesárea en un hospital público costaba 1 millón 750 mil pesos colombianos, que en aquel momento eran unos 540 dólares. No podíamos pagar ese monto, simplemente no alcanzaba lo que nos quedaba. No teníamos ni un par de medias para nuestro hijo, mucho menos para pagar su nacimiento. Mi corazón estaba roto. Eran momentos de mucha angustia. Me costaba dormir. Me sentía abatida.

En medio de la intranquilidad, sin embargo, tuvimos un momento de alegría gracias a unas buenas amigas que nos organizaron un pequeño baby shower sorpresa. Fue un momento de respiro en medio de la soledad de la migración. 

Nuestras familias en Venezuela no estaban enteradas de todo lo que estábamos viviendo. Sabíamos lo complejo de los días en nuestro país y no queríamos preocuparlos más.  

Justo dos semanas antes de dar a luz mi esposo encontró un empleo con un buen sueldo. Pero la cancillería le rechazó la visa de trabajo. 

Lloramos mucho ese día, era una gran oportunidad y sentimos que la habíamos perdido. 

Y en este momento volví a cuestionar nuestra decisión de emigrar. 

—¿Cómo vas a regresar a punto de dar a luz? —me preguntó mi esposo en medio de una crisis de llanto que tuve durante una de las tantas madrugadas de insomnio. La verdad es que tenía mucho miedo. En la cuenta ya no quedaba dinero. 

Desesperado, a mi esposo se le ocurrió una idea: que usáramos lo poco que teníamos en efectivo para vender hamburguesas vegetarianas. Sabíamos prepararlas porque mi esposo es vegetariano. Nos pareció que era posible venderlas a temperatura ambiente en alguna esquina de la ciudad. Decidimos arriesgarnos y compramos los ingredientes que necesitábamos. Durante dos semanas convertimos la cocina en un laboratorio de pruebas con diferentes recetas del pan y la proteína vegetal. Concentramos todas nuestras esperanzas en ese emprendimiento que llamamos “Como en casa”, así que tenía que salir bien. 

No quería ni pensar en lo contrario.  

Un viernes lluvioso de noviembre empezaron las contracciones. 

Una semana antes habíamos tenido una reunión con la trabajadora social del Hospital de Engativá, una mujer amable y dulce que nos ayudó para que nuestro hijo pudiese nacer gracias a un fondo que en aquel momento tenía la Alcaldía Mayor de Bogotá, destinada a las venezolanas migrantes en estatus irregular que no estaban inscritas en alguna empresa de salud. Franco nació a las 9:25 de la noche de ese viernes. Todo fue tan diferente al parto de mi primer hijo. Me sentí más valiente que nunca. Estábamos solo él y yo. Esa madrugada no pude dormir, tenerlo en mis brazos me dio una fuerza que jamás había sentido. Solo quería salir de allí, lograr nuestro lugar en medio del frío y la lluvia. El miedo se convirtió en coraje: ahora me negaba a pensar que íbamos a fracasar.

Dos días después del nacimiento del bebé, el mejor amigo de mi esposo nos prestó 500 dólares que fueron nuestro impulso para la primera producción de hamburguesas. Y una semana después ya estábamos listos para salir al mercado.  

Cerca de donde vivimos hay un parque empresarial en el que funcionan varios call centers y otras empresas, así que escogimos probar allí a ver qué tal nos iba. 

La mañana del 3 de diciembre preparamos 5 hamburguesas. Mi esposo salió a venderlas. Las llevaba dentro de una caja de cartón con un cartelito que decía: “Se venden hamburguesas vegetarianas”. Se paró junto a los otros vendedores ambulantes y empezó a ofrecerlas. 

Al mes ya vendíamos 35 hamburguesas diarias, acompañadas con chips de papas fritas de bolsita comercial y bronwies veganos. Nuestro producto tuvo gran aceptación de inmediato, pues era una opción novedosa y económica.      

Hacíamos pan tipo brioche. Mi esposo tenía nociones de panadería por un curso que había tomado por hobbie. Horneaba desde la madrugada. Durante la mañana yo lo ayudaba a preparar la proteína que era a base de frijol de soya. Mientras, hacíamos la mayonesa vegana siguiendo la receta de mi suegra. Al mediodía mi esposo salía en su bicicleta. 

En menos de un mes lo habíamos logrado. 

Nos hacían muchos pedidos. Muy pocas veces quedaron algunas sin vender. 

A la par de nuestro emprendimiento mi esposo no dejaba de aplicar a las diferentes bolsas de trabajo con la intención de regularizar nuestra estadía en Colombia. Dos meses después, logró obtener una buena oportunidad laboral gracias a un gran amigo. Por logística nos tocó dejar en pausa nuestro negocio. Nos gustaría retomarlo más adelante.

Las crisis siempre dejan un aprendizaje; el nuestro sin duda es siempre creer en nosotros así sea con miedo. Actualmente, mi esposo trabaja como desarrollador en una empresa de telecomunicaciones, mis hijos estudian y disfrutan de la vida cachaca. Yo me ocupo del hogar a la vez que me preparo para convertirme en escritora. Hace un año una editorial independiente me invitó a publicar una historia de ficción. 

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Periodista y escritora.

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