Señorita, ¿qué lleva en la caja?
Oriana Abreu recibió una invitación para participar en un torneo de ultimate que se llevaría a cabo en Ocaña, Colombia. No tenía forma de costear sus gastos allá, pero no quería dejar de ir. Se le ocurrió entonces vender tartaletas de arequipe en la calle. Ese viaje y esas tartaletas le mostraron pistas del camino que debía recorrer.
Ilustraciones: Walther Sorg
Oriana Abreu entra a la cocina del apartamento donde vive en Medellín, Colombia, lista para empezar su rutina de la mañana. De uno de los gabinetes, saca una báscula, varios ingredientes y los pesa: harina de trigo, margarina, sal y azúcar. Luego los vierte en un mesón para mezclarlos con las manos. Prepara masa quebrada para las 100 tartaletas que hace a diario: esa es la producción de Tartalandia, su propio negocio.
Transcurre una mañana de marzo de 2021. Mientras amasa, mira hacia la repisa de la sala donde tiene los trofeos y medallas que ha ganado jugando ultimate. Comenzó a practicar esta disciplina a los 18 años, cuando la descubrió en la isla de Margarita, en Venezuela. Entonces estudiaba biología marina en la Universidad de Oriente, de donde no llegaría a graduarse. Oriunda de Maracay, ahora tiene 30 años, es madre de un niño de 8, y continúa practicando ultimate.
Este es un deporte de no-contacto y autoarbitrado. “De no-contacto” significa que los jugadores deben evitar tocarse y “autoarbitrado” que cada uno es responsable de administrar las reglas y cumplirlas. Se juega con un frisbee (o disco volador): dos equipos, de siete integrantes cada uno, compiten en un espacio que en cada extremo tiene una zona de anotación. Quienes lo practican, entrenan como atletas de alto rendimiento, pero no suelen obtener beneficios económicos que sí logran quienes se dedican, por ejemplo, a deportes como el fútbol o el voleibol.
Oriana ya tiene la masa lista. Hace esferas de igual tamaño, que usará para rellenar los moldes. “Sí, han sido muchos logros”, se dice, recordando todo lo que ha tenido que hacer para seguir jugando ultimate y abrirse paso a una vida en Colombia.
A mediados de 2015, recibió una invitación a un torneo en Ocaña, municipio colombiano del departamento Norte de Santander, cercano a San Antonio del Táchira, en Venezuela. Las invitaciones eran individuales, y en el propio torneo se conformaría el equipo con el cual iba a jugar. Sus ganas de participar eran más grandes que sus ahorros y que su salario. Trabajaba como vendedora en una zapatería.
No quería desaprovechar la oportunidad. En ese entonces ya solía venderles tartaletas a sus compañeros en los torneos de ultimate. No las preparaba ella, sino que se las compraba a una señora. Así se ganaba un dinero extra que no le venía nada mal. Sin embargo, ni vendiendo todas las tartaletas del mundo reuniría el dinero suficiente para costearse el viaje a Colombia.
Unos días antes de la fecha del torneo, haciendo cálculos en un cuaderno, se dio cuenta de que no le convenía cambiar sus ahorros en bolívares a pesos colombianos para sus gastos de viaje. Calculó la cantidad de tartaletas que podría comprar con los bolívares que tenía, y cuánto podría ganar vendiéndolas en pesos en Colombia. Luego de sacar muchas cuentas, llamó a su proveedora y le encargó 1 mil tartaletas de arequipe.
Su plan era venderlas en parques públicos de Cúcuta y con eso mantenerse allá. Parecía viable.
El día previo a su salida, se pasó toda la tarde cubriendo las tartaletas, una por una, con papel plástico de envolver, y luego las acomodó con cuidado en una caja de cartón. A la madrugada siguiente, ella y otros compañeros a quienes también habían invitado a la competencia salieron del terminal de pasajeros de Maracay. Oriana llevaba una maleta pequeña, la carta de invitación de los organizadores del torneo y la caja con los pequeños dulces.
A ratos dudaba. Se decía que estaba haciendo una locura, y trataba de tranquilizarse pensando que su plan sí iba a funcionar.
Claro, todo dependía de que llegara a Colombia con las tartaletas completas.
Nerviosa la mayor parte del viaje, le pareció que las horas transcurrían muy lentas. Para distraerse, miraba por la ventana el paisaje que iba apareciendo a ambos lados de la carretera.
En la medida en que el bus se acercaba a la frontera, comenzaron a ser más frecuentes las alcabalas de la Guardia Nacional Bolivariana, donde hacían requisas rigurosas. Oriana sabía que no estaba haciendo nada ilegal y que no llevaba algo prohibido, pero sentía que esas paradas aumentaban la posibilidad de que le decomisaran las tartaletas: en Venezuela son comunes las historias de abusos de los funcionarios con los viajeros que van hacia Colombia o que regresan de ese país.
Justo en la última alcabala del lado venezolano, un guardia nacional subió al autobús, se fijó en la caja, y le preguntó:
—Señorita, ¿qué lleva en la caja?
Oriana tragó grueso, y con una sonrisa tímida le respondió:
—Son tartaletas de arequipe.
Por suerte, el guardia se conformó con esa respuesta y no la revisó.
Esa suerte la acompañó más allá de la frontera: llegó a Ocaña sin contratiempos, su equipo tuvo una participación destacada, y en apenas cuatro días vendió las 1 mil tartaletas.
Regresó a Venezuela con una medalla, algo de dinero y ganas de volver a Colombia.
En ese viaje se dio cuenta de que en Colombia podría dedicarse profesionalmente al ultimate. Aunque este deporte llegó primero a Venezuela, en Colombia se popularizó y se convirtió en la referencia del frisbee en Suramérica. Hay muchos clubes, algunos muy prestigiosos y con atletas de alto nivel.
Oriana comenzó a pensar que en ese país podría ofrecerle mejores condiciones de vida a su hijo, cosa que en Venezuela se le hacía cada vez más cuesta arriba. Y la idea de migrar se le dibujó como una posibilidad cada vez más cierta.
Unas semanas más tarde, recibió una llamada del equipo Voltaje Ultimate Club, el más importante de Bucaramanga, la capital del departamento de Santander, en el nororiente de Colombia. Le dijeron que tenían muy buenas referencias de ella, que les había gustado su desempeño en el torneo de Ocaña. La invitaron a jugar con ellos y se ofrecieron a ayudarla, hasta donde pudiesen, con los trámites para su ingreso legal al país.
Ese era el impulso que necesitaba. Sin embargo, debía tener alguna manera de subsistir en Colombia porque la oferta de jugar con el club no incluía una compensación económica. Así que debía conseguir algún trabajo.
Y nuevamente pensó que la respuesta estaba en las tartaletas. Por eso, le pidió a una amiga que le enseñara a preparar la masa y el arequipe. Con el tiempo, ayudándose con tutoriales de Youtube, iría perfeccionando la receta y la técnica.
En noviembre de 2015, Oriana se despidió de su familia y partió rumbo a Colombia. Con ellos dejaba a su hijo de 3 años. Apenas lograra alguna estabilidad, volvería por él.
Como le sucede a muchos migrantes, su nuevo comienzo en Colombia tuvo algunos tropiezos. Se le hizo difícil arrancar con el negocio de las tartaletas, por lo que buscó un empleo con el que pudiese mantenerse. Trabajó como mesera en Bucaramanga mientras jugaba ultimate con el club que la había invitado. Le costaba rendir las horas entre el deporte y el trabajo. Tenía jornadas extenuantes.
Cuando tenía un año en Bucaramanga, decidió irse a Medellín, a 400 kilómetros hacia el oeste. Le habían dicho que allí había muchos clubes de ultimate, los más prestigiosos de Colombia, en especial para categorías femeninas.
Aun así, no olvidaba su plan inicial. Como mesera en Bucaramanga había descubierto que las tartaletas no son un producto común en Colombia. Lo que vio como una oportunidad de mercado. Fue así como se animó a crear Tartalandia. Durante ese año fue preparándose para arrancar. Poco a poco fue ahorrando dinero para comprar utensilios y los ingredientes que necesitaría.
Antes de irse a Medellín, donde se establecería con la ayuda de unos amigos, buscó a su hijo en Venezuela, a finales de 2016. El cierre de la frontera entre los dos países había retrasado el viaje por seis meses. Su mamá le llevó al niño hasta San Cristóbal y allí se reencontraron.
En la cocina del apartamento que alquilaba, preparaba y horneaba las tartaletas. Comenzó vendiéndolas a sus amistades más cercanas. Y pronto hizo clientes a través de sus redes sociales y por WhatsApp. Por esta misma aplicación recibía los pedidos.
Se sentía contenta. Estaba en una ciudad nueva, con su hijo a su lado, trabajando en un negocio propio. Podía ser su propia jefa y dedicarse a entrenar el deporte que la apasionaba.
Por fin las cosas comenzaban a andar según sus planes.
Oriana ajusta el termostato del horno para que no se quemen las tartaletas, que ya han comenzado a dorarse. En la cocina, el suculento olor tibio de la masa horneada se apodera de todo el espacio.
En esta mañana de marzo de 2021 se siente optimista.
La venta le genera ingresos para pagar las facturas, el lugar donde vive, y le deja suficiente tiempo libre para dedicarse a los entrenamientos. Es una libertad que no podría permitirse trabajando para terceros.
Siente que su experiencia en Colombia ha sido tan dulce como las tartaletas que prepara. Creó Tartalandia, una marca que espera registrar pronto en la Cámara de Comercio. Y puede seguir jugando. Su hijo está bien y con su trabajo puede darle todo lo que necesita. En julio de 2021, tiene planeado ir al campeonato de la Federación Mundial del Disco Volador que se realizará en Holanda. Si la pandemia de covid-19 lo permite, ella y un grupo de atletas ex compañeras suyas, quienes se preparan por Zoom, representarán a Venezuela en ese evento deportivo. La mayoría de estas chicas entrena fuera del país. Después de más de un año de encierro y cinco sin verlas, ansía encontrarse con ellas.
Las tartaletas están listas cuando un olor a galletas de limón se esparce por todo el apartamento. Entonces saca las bandejas del horno y las pone a enfriar sobre el mesón. Y de inmediato empieza a ordenar los pedidos que recibió el día anterior.
Además del campeonato en Holanda, Oriana tiene en mente trasladar su trabajo a un local y montar su propio café. Un lugar donde pueda ofrecer las tartaletas y otros postres a sus clientes. Como está convencida de que el ultimate tiene que ver con todo en su vida, en el café piensa contratar a atletas de alto rendimiento que necesiten trabajar para sostenerse, y les ofrecerá horarios flexibles para que también puedan entrenar. Si el café es un éxito, quiere crear una fundación que apoye a jugadores de ultimate venezolanos y los traiga a entrenar en Medellín.
A menudo, Oriana siente ganas de regresar a Venezuela. Le gustaría poder visitar a los suyos, compartir con ellos algunas celebraciones como la Navidad. Es algo que la pone nostálgica, pero ella no deja que eso opaque sus días. Así que mira hacia el futuro: se concentra en sus metas, en sus proyectos, y vuelve a su labor.
“¡Ahora es que me queda trabajo por delante!”, se dice antes de atravesar la puerta de la entrada llevando la caja de tartaletas con los pedidos por entregar.
Esta historia fue desarrollada durante el taller “Tras los rastros de una historia”, impartido a través de nuestra plataforma El Aula e-nos a 15 periodistas venezolanos migrantes, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.
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Carlos Pimentel
Soy un caraqueño criado en Los Teques y hecho comunicador social en Valencia. Vivo en Medellín, Colombia; aquí he sido cocinero, mesero, community manager y, ahora mismo, podcaster y productor de podcast. Amo la cocina y la comunicación.
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