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Seguir conviviendo con la niña rata

Jun 29, 2022

En su casa no había muchos libros. Los domingos, cuando el padre llegaba con el paquete de periódicos, le saltaba encima para arrebatarle los encartados, que leía durante el día. Fue así que Carolina Lozada se hizo lectora y después escritora. Un oficio que le permite sobreponerse a la desesperanza, y en el que siempre encuentra un puente hacia aquellos años de su niñez.

FOTOGRAFÍAS: DARÍO SOSA Y ÁLBUM FAMILIAR

Creo que el asunto me vino por vía paterna. Lo de contar cuentos. Con mi padre, como buena hija mayor, tengo una relación distante y conflictiva; sin embargo, creo que la habladera de paja (madre dixit) la heredé de él. Yo crecí viéndolo salir y volver a casa cargado de anécdotas, cuentos, bolsas de pan dulce relleno de pasas, moralejas, consejas, actualizaciones comunitarias (chismes) y sobrenombres que él les ponía a sus camaradas copeyanos.

El hombre es una eminencia a la hora de poner motes. Hace poco llamó “La U” a una paloma, que llegaba al patio de la casa, porque tenía el pico torcido hacia arriba, como una letra u. De sus ocurrentes apelativos mi favorito ha sido siempre “Amigo personal”; así llamaba a uno de los miembros de Copei. Amigo Personal es un apodo prestante, con personalidad. Amigo Personal suena a que nunca te abandonará en las malas ni en las peores, y que bien merece un epitafio cuando ya no esté: Aquí yace Amigo Personal. Uña y sucio hasta la eternidad.

Cuando mi padre llegaba a casa con algún cuento y lo despachábamos con la pregunta “¿quién le dijo a usted eso?”, él respondía serio y categórico: “Un viejo en el mercado”. El mercado municipal de Valera, ciudad donde vivíamos, es el centro de la sabiduría para mi padre, su ágora griega concurrida por verduleros, comerciantes, infalibles yerbateros, vendedores de lotería, de café, de chimó, carniceros.

A estas alturas de mi vida estoy dispuesta a creer que ese “viejo del mercado” no es otro que el mismísimo Tiresias. Uno de esos prominentes sabios, heredero de la cultura médica de los humores de Hipócrates, alguna vez le aconsejó comer berros para adelgazar. Mamá estaba contenta porque según ella la barriga sí le había rebajado. Pero fue una ilusión. La ingesta de cerveza y su reprochada glotonería llevaron a papá a mantener una panza razonable.

Pero ya me fui por las ramas del árbol de acacia que estaba en la entrada del mercado municipal cuando yo era niña. Se supone que estoy aquí para hablar de escritura, no de cuentos de caminos; aunque ¿acaso la escritura no proviene de la tradición oral?

En casa había pocos libros, de modo que mis inicios intelectuales fueron rudimentarios, prosaicos, bastardos. Historietas sí circulaban fluidamente entre familiares y vecinos. Mi madre cuenta que yo me escapaba a casa de la señora Trina para leer las historietas. Ella me asegura este recuerdo, yo lo tengo borrado, pero me encanta imaginármelo. Con mi vestido de niña bien portada, calzada con botín de varón saliendo a hurtadillas de casa hasta donde la dulce señora Trina, colombiana de origen, con una hermana tan igualita a ella que una no sabía quién era quién cuando ambas estaban juntas.

Mamá dice que la señora Trina me sentaba en una silla y me daba a leer los cómics que pertenecían a sus hijos y que allí me encontraba cuando salía a buscarme.

Mafalda solo llegó a mis manos cuando ya estaba grandecita; así que no fui muy entusiasta de sus tribulaciones y reclamos, pero sí era muy consecuente con las peripecias del pajarraco Condorito y sus compadres, con las noticias de El Hocicón. Diario pobre pero honrado, y los eructos de Garganta de Lata en el “Bar El Tufo”. Kalimán, SantoÁguila Solitaria eran también parte de los cómics que estaban al alcance y que uno de mis tíos arrumaba en pilas y yo podía pasarme horas buscando el final de Santo, final que nunca llegaba porque todas decían: continuará.

El libro más serio y sangriento del patrimonio familiar era la Biblia. Recuerdo que me entretenía con los violentos excesos del Antiguo Testamento y me asombraba el hecho de que según este libro las mujeres nos las pasábamos más tiempo impuras que el más asesino de los asesinos. Todo por culpa de la menstruación.

En algún momento aparecieron los personajes de Huckleberry Finn y Tom Sawyer en una serie televisiva, mitad animada, mitad real. Y el mundo se me hizo más grande, el mundo tenía un gran río llamado Mississippi, y yo tan pequeña y tan sin presentimientos no sabía que ese río me traería a Faulkner, y a su “Una rosa para Emily”, uno de los mejores cuentos que se haya escrito antes y después, y a las señoras Flannery O’Connor, Eudora Welty, Carson MacCullers y sus historias del sur norteamericano pobladas de personajes estrafalarios por los que siento especial inclinación.

Podría decirse que yo era una niña hambrienta de escuchar, ver y leer historias. Pero un miembro así, en una familia de clase obrera de mediados de los años 80, era más o menos una especie de extraterrestre.

Solitaria y fabuladora andaba hambrienta, buscando qué roer más que como un ratón, como una rata. Los domingos papá llegaba con El Nacional, Panorama, 2001, El Universal y, por supuesto, el Meridiano (a él le gustaba la lotería y los caballos, era un apostador; aunque ahora abjure de esos vicios. Oh, la vejez y sus conversiones). Recuerdo que lo esperaba y apenas lo veía entrar con el paquete de periódicos le saltaba como una niña rata y le arrebataba los suplementos dominicales. Gracias a estos suplementos crecí con las viñetas de Olafo el amargado y su esposa Helga, las travesuras de los piñuelos contra el Capitán, la somnolencia del oficinista Lorenzo Parachoques, los castigos del perezoso Beto el recluta, la mala suerte de Charlie Brown, los muy antiguos Benitín y Eneas, los amoríos entre Popeye, Olivia y Brutus. De modo que, sin ningún tipo de abolengo, más bien como una infiltrada, me fui haciendo lectora y después escritora. 

Escribir tiene su maña, que tiene mucho que ver con la constancia, la lectura, el oído y la vista atenta. Escribir en Venezuela puede ser un acto temerario (¿cuándo y dónde no lo ha sido?), y hasta ridículo dirán algunos, ¿pero acaso el mundo no ha sido nombrado, representado, deconstruido a partir de esa inutilidad de la escritura?

¿Cuánto no nos han dicho aquellos que no tenían más que papel, lápiz y cabeza dentro de cuatro paredes? En más de una ocasión, la literatura ha pasado silenciosamente sonriente al adelantar eventos que la historia oficial apenas estaba procesando. Ya no me molesto en pensar si lo que hago no es acaso una pérdida de tiempo. No hay nada que se pueda perder más que el tiempo. Parte de su esencia es la propia pérdida.

En medio de la desesperanza y desolación venezolana trato de mantener mi rutina de escritura, acompañada por Olivia, mi perra salchicha, y Felisberto, mi ginger cat, quienes reposan a mi lado mientras voy amontonando palabras, frases, párrafos, ficciones. Si no se me ocurre nada, leo. Si no me provoca leer, veo series o películas. Si la opresión del país me agobia, pues lloro, me molesto, me deprimo, como tantos otros. Pero ahí sigue latente el magma. Cuando todo se vuelve muy oscuro, me digo: haz de la rabia una fuerza creativa.

A veces me funciona, otras veces no, y me voy al pozo.

Las mujeres tenemos tendencia a dejarnos caer en el pozo, dice la escritora italiana Natalia Ginzburg, y yo creo que es así. Debemos luchar para mantenernos a flote, termina la idea la Ginzburg, y yo la asisto en su determinación; a sabiendas de que el pozo está ahí. Oscuro y espeso.

Es obvio que quienes rigen el país quieren destruirnos mental y físicamente, anularnos. No seremos los primeros que han padecido el oprobio ni seremos los últimos. Para mí escribir no es un acto de resistencia, ya hasta la palabra me suena cansona. Para mí escribir es seguir conviviendo con la niña rata que roía historias. Mi rata que está tan inmensa y gorda, con presbicia por la edad, y que es ella quien me alimenta las historias porque ha escuchado tantas que ahora las inventa y me las comparte. De esa escasez de libros en mi infancia queda solo el recuerdo, hoy vivo rodeada de ellos.

Escribir sirve para no volverte loca o para volverte loca escribiendo.

Me lo dijo un viejo en el mercado.

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Escribo cuentos, a veces otras cosas. Estudié letras y también Filosofía. Vivo en Mérida, de espaldas al Pico El Toro. Tengo dos perros y dos gatos. Olivia, la salchicha más noble; Catire, el vagabundo rock star de Las Tapias. Domingo y Felisberto son los gatos jefes de casa.

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