Se bañarán en otras aguas
Mientras acompañaba a su padre —paciente oncológico hospitalizado por una infección cutánea—, Keyla Brando conoció a Cristopher Ruiz, un joven con un cáncer de testículos que había hecho metástasis en sus pulmones. Siempre estaba solo en su habitación. Allí, en el Hospital Padre Machado, ubicado al lado del Cementerio General del Sur, se hicieron amigos.
ILUSTRACIONES: WALTHER SORG
Para Cristopher Ruiz.
La habitación 2A no era como las demás. Era privada y contaba con una butaca nueva para un acompañante. Los otros cuartos eran compartidos y los acompañantes debíamos acomodarnos en una butaca vieja, rota y oxidada. La 2A parecía una suite. O eso me imaginaba. Cuando me asomaba al pasillo, veía que de allí salían y entraban enfermeras y médicos. “Qué raro”, pensaba. Yo tenía que perseguir al personal por todo el hospital para que atendieran a mi papá, mientras que el paciente de esa habitación contaba con la “suerte” de no tener que perseguir a nadie. Sí, definitivamente tenía que ser “un paciente VIP”.
¿Quién era? ¿Por qué recibía mejor trato que los demás?
La puerta siempre estaba cerrada. Yo caminaba el pasillo de un extremo a otro por lo menos 10 veces al día, y nunca logré ver hacia dentro de la habitación 2A. Hasta que un día, como quien no quiere la cosa, le pregunté a la doctora por qué esa habitación era tan concurrida. Me dijo que allí estaba Cristopher, un muchacho de 22 años. Y nada más.
La primera vez que hospitalizaron a mi papá, que era paciente oncológico, fue en octubre de 2021 por una infección en la piel. En las tardes, un amigo nos llevaba acemitas para merendar. Una de esas tardes decidí tocar la puerta de la habitación 2A. Necesitaba darle un rostro al paciente VIP.
—Pase, pase.
—Hola, ¿quieres una acemita?
—¿Qué es acemita?
—Es como pan dulce, pero más rico, más suave.
—Sí, claro. Si quieres déjamela allí, en la mesita.
Cristopher vestía una bata de hospital azul, tenía en su mano una vía conectada a tres bolsas de líquidos que colgaban de un paral. Se veía alto, pero como estaba acostado no supe qué tanto lo era. No tenía el tapaboca puesto, sus dientes eran perfectos, su sonrisa era amplia. Era flaco. Moreno. Cabello muy corto. Me despedí y seguí a la habitación de mi papá.
Aún no entendía por qué las enfermeras tenían esa preferencia. Seguí ahondando. Le pregunté a una enfermera por qué entraban y salían de esa habitación. Me dijo que Cristopher estaba solo y que ellas se organizaban para ayudarlo en lo que necesitara.
Parecía ser paciente fijo del hospital. De un hospital oncológico. De un hospital al lado del cementerio.
¿Solo? ¿Un muchacho de 22 años con cáncer solo? ¿Dónde estaba su familia? ¿Sus padres? ¿Sus amigos? ¿No había nadie? ¡No puede ser!
En la noche, cuando salía a caminar con mi papá, pasábamos por las habitaciones para ver si veíamos alguna cara nueva. Una cara nueva significaba dos cosas: que la persona que estaba allí había fallecido o que le habían dado de alta. Las probabilidades eran siempre 50 y 50. De vuelta a nuestra habitación, me detuve para que mi papá conociera a Cristopher.
—¿Usted también tiene cáncer? —le preguntó.
—Sí.
—¿En dónde?
—En el páncreas.
—¿Y se va a salvar?
—Sí, esperemos.
—Yo tengo cáncer en los pulmones, pero ya estoy mucho mejor.
Mientras estás en el hospital, en ninguna noche hay descanso. Una vez, a las 3:00 de la madrugada, escuché que Cristopher empezó a gritar: “¡Ayuda! ¿Hay alguien allí? Hola, hola, hola”. Me desperté y me quedé atenta, pero no se escuchaba nada. “Hola, hola, hola”. No había médicos ni enfermeras. “Hola, hola, hola”. Tenía miedo de salir. Yo no sabía nada de medicina. Nada. Si a ese muchacho le pasaba algo, cómo podría ayudarlo. Me sentí ansiosa. “Hola, hola, hola. ¿Hay alguien?”.
Salí después de unos minutos y entré a su habitación. La vía de Cristopher estaba llena de sangre. Se había desprendido el tubito y salía un chorro de sangre que empezaba a manchar las paredes, la cama, el suelo, la bata. Cristopher me miró tranquilo y me dijo:
—Se salió.
—Sí, ya vi que se salió, pero ahora qué hacemos.
Estaba frenética, nerviosa. Pensaba qué hacer: hallar a la enfermera por algún lado del hospital o buscar la manera de parar la fuga. “Piensa, piensa, piensa”.
—Pon la mano hacia arriba. Ok, ok. Ahora dame la tapita. Ok, ok. No te muevas. ¿Aquí va, no?
—Sí, sí, allí.
—Listo.
Logramos cerrar la vía, pero era necesario cambiarla. Estaba llena de sangre y así no iba a pasar ningún medicamento.
El hospital es pequeño. Apenas cuatro pisos y pocas habitaciones. La enfermera o está en el piso 2 o está en el piso 3. Esa madrugada no estaba en ninguno de los dos. Después de 20 minutos subiendo y bajando, me dijeron que seguro estaba en el “cuarto de receso”. Algo así se llamaba. Toqué la puerta y me abrió una enfermera. Sin mediar ni una palabra, por su cara, ya sabía que estaba malhumorada. Le expliqué el caso y preguntó: “¿Quién? ¿Cristopher? Siempre le pasa lo mismo con la vía, como si fuera la primera vez que está aquí. Ya voy para allá”.
Le dije a Cristopher que la enfermera venía en camino y me quedé en su habitación a esperar a que llegara. A los minutos entró con una vía nueva. Me sacó de la habitación, cerró la puerta y escuché cómo lo regañaba por el reguero de sangre que había hecho. Cuando vi que salió, entré de nuevo.
—La enfermera me regañó.
—Sí, a mí también.
—¿Por qué te regañó a ti?
—Porque… no sé… Qué sé yo. Estaba obstinada.
—A mí me regañó por el reguero de sangre que hice.
Me fui directo a su cama y le quité las sábanas. El colchón también estaba lleno de sangre. Cogí papel higiénico, lo humedecí y empecé a limpiar. Cristopher me miraba desde la esquina de la habitación y me daba las gracias por ayudarlo.
—Tranquilo… ¿Te comiste las acemitas? ¿Te gustaron?
—Sí, burda de buenas. ¡Gracias!
—Ya sé para darte una cuando me traigan.
—Sí va.
—¿Tienes otro juego de sábanas?
—No, solo ese.
—Coño… Bueno, te voy a poner este protector mientras tanto. ¿Tienes quién te traiga un nuevo juego de sábanas mañana?
—Sí, yo le digo a mi papá.
El juego de sábanas nuevo nunca llegó. Cristopher cambiaba el protector de colchón que le daban las enfermeras cada vez que podían. Dormía sobre una fina tela sintética, nada suave, que se arrugaba apenas él se recostaba, por lo que al final terminaba igual en contacto directo con el colchón. A los días, cuando me acerqué a su habitación para despedirme porque a mi papá ya le habían dado de alta, pude ver en una bolsa el juego de sábanas y su ropa llena de sangre, todo arrugado.
Iniciando la pandemia, en febrero de 2020, la mamá de Cristopher falleció por una complicación intestinal. Murió en su casa junto a él. Ellos vivían en La Guaira, muy cerca del mar, donde Cristopher pasó su infancia y su adolescencia. En la adultez, se mudó al 23 de enero, en Caracas, con su papá.
Pocos meses después de la muerte de su mamá, sintió que algo no iba bien: tenía un bulto extraño en uno de sus testículos. Fue al urólogo en el Hospital Pérez Carreño. Los exámenes que le hicieron arrojaron que tenía un tumor maligno que ya había hecho metástasis en los pulmones. Decidieron llevarlo a quirófano para extirpárselo. De allí pasó al Hospital Oncológico Padre Machado para empezar su tratamiento de quimioterapia.
Cristopher anhelaba esas quimios porque el dolor empeoraba cada vez más. Lo remitieron al Hospital Domingo Luciani. La sala de quimio de ese hospital es mucho más grande que la del Padre Machado y, en teoría, por allí la cita le saldría más rápido. Pero lo agendaron para un mes después. Él no podía soportar ni una semana más en esa situación, por lo que decidió ir de nuevo al Padre Machado. Allí, un médico y una enfermera arreglaron para meterlo más pronto en las quimios.. Así fue. Sin embargo, antes de poder ingresarlo, necesitaba buscar unos medicamentos que no estaban en el hospital. Costaban alrededor de 80 dólares.
El Instituto Venezolano de los Seguros Sociales (IVSS) es el órgano encargado de suministrar los medicamente oncológicos de forma gratuita, pero la disponibilidad varía. Desde 2017, la Sociedad Venezolana de Salud Pública ha denunciado la escasez de 31 medicamentos que son usados con más frecuencia para el tratamiento de los tipos de cáncer más comunes, entre ellos el de pulmón.
Los pacientes deben acercarse a su centro de salud público antes de cada sesión para saber qué hay y qué no. Hasta que el paciente no reúna todos los medicamentos que se detallan en la ficha de quimio, no puede iniciar el tratamiento. El cáncer es una enfermedad contra el reloj. Cada día perdido significa que el tumor o los tumores siguen creciendo; que puede haber metástasis; que el dolor se intensifica y que la esperanza de vida se reduce. La única opción que resta, en medio de la desesperación, es buscarlos en farmacias privadas y pagar lo que cuesten. El desabastecimiento también abarca los insumos médicos descartables (inyectadoras, yelcos, macrogoteros…) que se usan en cada sesión y hasta el alcohol para limpiar la piel antes de tomar la vía.
Cristopher pudo adquirir los de la primera sesión, pero para las siguientes sesiones no le fue tan fácil reunir el dinero y el tratamiento se alargó más de lo esperado.
Las quimios de Cristopher eran de siete por siete: siete días ingresado pasándole quimio 24 horas. Las tres bolsas que guindaban del paral correspondían a cada uno de los medicamentos. Por gravedad se supone que bajan sin problema. El problema son las venas y las arterias de un cuerpo que cada 21 días recibe esa cantidad de químicos. Los vasos se van estrechando cada vez más. Encontrar un punto para insertar la vía puede ser un proceso tortuoso. El paciente se convierte en un muñeco budú que recibe pinchazos una y otra vez hasta que por fin hay retorno: ese poquito de sangre significa que la tortura terminó.
Ahora viene la otra.
La segunda vez que vi a Cristopher, en diciembre de 2021, fue por las mismas razones: él estaba hospitalizado para recibir quimio y yo estaba con mi papá porque la infección en su piel había vuelto. Este encuentro fue más de amigos. Nos saludamos y nos preguntamos: “¿Qué haces tú aquí?”. Ambos sabíamos la respuesta. Yo pasaba más tiempo en su habitación y así supe la historia de su mamá. También que a su papá no le gustaban los hospitales por eso no lo acompañaba. Solo lo iba a dejar y luego a buscar.
Cristopher hablaba lento. Se cansaba. No le gustaba usar la mascarilla porque se ahogaba con facilidad. “Es que mi cáncer es de pulmones y es difícil andar con la mascarilla”. En el hospital le llamaban la atención una y otra vez porque no tenía la mascarilla puesta. Él corría a ponérsela, esperaba que se fueran y se la quitaba nuevamente.
Cristopher terminó bachillerato y no pudo empezar a estudiar en la universidad. La enfermedad ocupaba todo su tiempo. Me decía que en España estaba una tía y que ella lo estaba esperando. Que quería irse del país. Que Estados Unidos le encantaba. Que lo acompañara. Que nos fuéramos. Yo le respondía que primero era su salud. Que se curara bien y luego se fuera.
Le enseñaba vocabulario en inglés. Él apuntaba con el dedo algún elemento de la habitación y yo se lo decía en inglés. Luego tratábamos de que formulara una oración completa. Y era bueno: tenía una gran memoria y su pronunciación no estaba nada mal. Puede que haya sido porque le gustaba el rock en inglés y pasaba las horas reproduciendo canciones de Paramore, Evanescence, Foo Fighters… Lo sé porque la música salía de su habitación y se escuchaba por todo el pasillo hasta altas horas de la noche. Cuando entraba para pedirle que por favor le bajara volumen, él lo hacía de inmediato. Se echaba a reír apenado y me pedía disculpas. Era como tratar con un niño, pero sin berrinches ni malcriadeces. Como un niño que había pasado por mucho en esta vida en tan poco tiempo. Me sorprendía su inocencia, sus respuestas sinceras y hasta sus imprudencias.
—Oye, lo siento mucho.
—¿Por qué, Cristopher?
—Por lo de tu papá.
—¿Por lo de mi papá?
—Sí, ¿no se murió?
—¿Que si mi papá se murió?
—Ajá.
—No. Está vivito y conmigo, gracias a Dios.
—¡Ah! Es que ayer una muchacha gritaba: “Papá, papá”, pensé que eras tú.
—No, no era yo, Cristopher. Fue una gente que llegó a la emergencia en la madrugada. Yo también los escuché.
—Oye, qué loco.
Esa conversación se reproduce en mi mente de vez en cuando. Fue tan natural su reacción. La muerte era tan común en su vida que hablaba de ella como quien pregunta en la panadería si ya salió el pan. Sin embargo, él quería seguir viviendo. Me confesó que estaba cansado de todo ese proceso de quimio, tras quimio, tras quimio. Que él ya se sentía bien. Sin dolor. Pero el cáncer seguía allí.
Luego de recibir el último ciclo de quimio, en enero de 2022, Cristopher fue a su control con el oncólogo. Llevó el informe de la tomografía de los pulmones y los médicos quedaron en contactarlo para informarle cómo iban a proceder con su caso. Le adelantaron que lo más probable era que lo operaran para remover los tumores que ya estaban esparcidos en sus pulmones y en el abdomen. El tumor primario en el testículo también había reaparecido. A las semanas recibió el mensaje del cirujano, quien le confirmó que el siguiente paso era la operación. Para ello necesitaba realizarse la evaluación cardiovascular y neumológica, los exámenes de sangre, los rayos X del tórax, el eco testicular, conseguir seis donantes de sangre e ir buscando todos los insumos necesarios para la intervención.
“Al parecer no me voy a curar, solo controlar la enfermedad. Me dijeron que la parte pulmonar la tengo fea. No sé si podré curarme. Me dijeron que debía valorar los días con mis seres queridos. Valorar que más nunca he sentido dolor o malestar. Yo me siento bastante bien. Hay mucha duda de si me opero o no. ¡Ojalá pueda operarme! ¡Qué miedo! Ya he perdido mucho tiempo en esto”, me escribió una vez por WhatsApp.
Pasaron cinco meses desde que le indicaron la operación hasta el día de la intervención. Todas las semanas recorría laboratorios y clínicas para encontrar el mejor presupuesto. Trabajó como vendedor y como operador en un call center para reunir el dinero, pero le tocaba renunciar porque no podía cumplir con el horario, debido a tantas diligencias médicas. Hasta quiso vender su cuenta de Facebook por 30 dólares a un gringo que la usaría para subir artículos a Marketplace.
Estaba angustiado: los días pasaban y aún no había fecha para la operación. Deseaba estar recibiendo quimio para evitar que la enfermedad empeorara e incluso adelantó las diligencias para la radioterapia aunque aún no se la habían indicado. En el interín le cambiaron de cirujano dos veces y esperó hasta dos meses para conseguir un drenaje.
Finalmente, el 18 de mayo, logró entrar en quirófano. La operación duró 5 horas. Recuerda que, cuando despertó, sintió mucho dolor. Pasó varias noches hospitalizado. Ese hospital está al lado de un cementerio. No es tan espantoso como suena. Pero por las noches baja la temperatura y hay zancudos. No hay nada que te haga pensar que estás conviviendo al lado de miles de tumbas. Los gritos que se escuchan son de los que aún están vivos. Los muertos ni se sienten. Desde su habitación, Cristopher veía el camposanto en toda su amplitud, pero nada de eso lo aminoraba. Sus ojos anhelaban la playa que estaba justo detrás esa montaña.
Los resultados de la operación no fueron favorecedores: solo pudieron removerle la mitad de los tumores. Hubo otros que eran imposibles de sacar porque estaban comprimiendo los vasos sanguíneos.
“Yo estoy bien —me escribió en un mensaje de texto—. Quiero bajar a La Guaira. Quizá a una playa. Me gusta ese ambiente tropical. Algún día me curaré”.
La última conexión del WhatsApp de Cristopher fue el 28 de mayo.
El 02 de junio, al no recibir ninguna respuesta, decidí preguntarle a uno de los oncólogos del hospital.
Me dijo que Cristopher había partido hacía una semana.
Cristopher se fue a esa playa.
Ahora está con su mamá.
Ya no tiene que lidiar con una enfermedad tan terrible, y mucho menos solo.
Leerá esta historia y me escribirá para decirme que no puede creer que haya hablado sobre nuestra amistad.
Está bien y nos veremos pronto.
Nos bañaremos en otras aguas, cuando sea mi momento.
Esta historia fue producida en el curso La emoción es la clave, dictado por Héctor Torres, en El Aula e-nos.
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Keyla Brando
Mi primer nombre es Keyla y mi segundo nombre es Kristhina. Intercambio una K por otra dependiendo de la ocasión. Estudié letras, trabajo con todo lo que necesite ser comunicado. Entre todos los oficios, prefiero el de la escritura.