Salir de Tocorón por partida doble
Ilusionados con el “sueño colombiano”, Pedro y Meivis dejaron su casa en Aragua —en el noroccidente venezolano, muy cerca del penal de Tocorón— en 2019. Pensaban que, echando raíces en el país vecino, la alimentación de sus tres hijos dejaría de ser motivo de angustia permanente. Se asentaron en el pueblo fronterizo de La Parada, del otro lado del Puente Internacional Simón Bolívar. Y allí estaban cuando llegó la pandemia de covid-19.
FOTOGRAFÍAS: FRANCISCO SANCHEZ
Pedro y Meivis corrían de un lado a otro en La Parada, la localidad que está del lado colombiano del Puente Internacional Simón Bolívar. Como muchos venezolanos que hacen vida en ese caluroso pueblo fronterizo, ellos estaban rebuscándose. Acababa de arrancar la pandemia de covid-19 y la policía recorría las calles vigilando y sancionando a quienes incumplían la cuarentena. Pero ellos, que para ese momento vivían a orillas de una trocha en unos cambuches —ranchitos armados con lona y trozos de sacos— quedarse confinados era más bien un lujo.
Esa tarde, en la que la comida faltaba en los platos de sus tres hijos, Pedro y Meivis salieron a ver si conseguían a alguien que necesitase cruzar la trocha, pero al pisar las veredas de tierra de La Parada, se dieron cuenta de que la policía estaba correteando a “los trocheros”, como llaman a las personas que ayudan a cruzar a otras por esos peligrosos caminos. Entonces corrieron y buscaron esconderse en un galpón que tenía un gigante portón azul.
Por aquellos días de junio de 2020, Pedro y Meivis tenían pocos meses de haber llegado a la frontera. Aún no tenían documentos de identidad. Solo contaban con sus cédulas venezolanas que además estaban vencidas. Si los hubieran detenido, los funcionarios habrían visto que Pedro tenía 38 años y Meivis 29.
Tocaron la puerta del galpón. Cuando alguien abrió, notaron que no era un galpón, o mejor dicho, sí lo era, solo que no estaba vacío: no era un almacén, que era lo que ellos habían pensado, sino que se trataba de una iglesia cristiana.
Al entrar, el pastor los recibió y les preguntó por qué estaban tan exaltados. Entonces ellos, que pocas veces tenían la oportunidad de hablar sobre sus vidas, le contaron su historia.
Venían de un pueblo del estado Aragua, en el centro-norte de Venezuela. Siempre habían trabajado en “lo que saliera”. Pedro había hecho de carpintero, herrero, vendedor, artesano y albañil; mientras Meivis se encargaba del cuidado de sus tres hijos y, cuando podía, vendía tortas que ella misma preparaba. Le contaron al pastor que una vez a él le pusieron una pistola en la sien. Que, a veces, pasaban días enteros sin comer. Que vivían con temor. Que ella había perdido un parto en un hospital. Que, en definitiva, todas esas formas de violencia los habían arrancado de su país.
También le contaron que ahora vivían a orillas del río Táchira y que no eran los únicos.
El pastor los escuchó con atención y después de darles a cada uno pan y un vaso de avena con leche y canela, les pidió que lo llevaran a ese lugar de donde venían, que lo acompañaran a llevar comida a esas familias que, como ellos, vivían a orillas del río Táchira.
Para Pedro y Meivis, salir de Aragua no fue una tarea sencilla. Además de hacer el recorrido como caminantes, cargando maletas y la última silla que les quedó de su casa, debían arrastrar con el peso del estigma de venir de un pueblo cercano al penal de Tocorón, una de las más temidas cárceles del sistema penitenciario venezolano.
Era común que, cuando Pedro cruzaba el Puente Internacional Simón Bolívar, los militares venezolanos lo detuvieran y le preguntaran de dónde venía, y que al mencionar su lugar de origen, estos reaccionaran: “este seguro es de El tren de Aragua”, “este es un criminal”. Los migrantes y desplazados que hacen vida en La Parada suelen ser estigmatizados por los funcionarios de seguridad, tanto colombianos como venezolanos. Muchos son asociados con El tren de Aragua, la enorme banda que salió del penal de Tocorón y ya traspasó varias fronteras en la región.
Pedro y Meivis llegaron en 2019, ilusionados con el “sueño colombiano”: la esperanza de encontrar sustento para sus tres hijos y para sus familias que quedaron en Venezuela. Bien podría decirse que nunca se migra del todo. Quienes migramos y quienes nos ven migrar sabemos que se migra a medias, incompletos, pues vivimos soñando con los ojos abiertos en cómo enviar el pan a Venezuela, y en cómo será el añorado momento de nuestro regreso a casa. Bien podría decirse que no se florece en tierra ajena. Que trasplantarse implica secarse primero, una cosa para la que nunca nos hemos preparado.
Al llegar a esa desconocida frontera, lo primero que sintieron Pedro y Meivis fueron las brasas ardientes que son las calles de La Parada. El viento seco que deja los labios con fisuras y que obliga a cerrar los ojos casi por completo para intentar ver el horizonte. Llegar y sentir el arrepentimiento y las ganas de salir corriendo de vuelta, el deseo de regresar a su refugio seguro, a sabiendas de que esto ya no existe.
—No nos regresamos, no por falta de ganas, sino por falta de plata y de no tener de verdad pa’ donde regresarnos —me dijo él una calurosa tarde de junio de 2022.
Soy psicólogo social y desde 2017 he intentado construir un registro etnográfico de los cambios en la frontera. Año tras año viajé para hablar con las personas y pasar tiempo cruzando de Venezuela a Colombia y viceversa. Al inicio de mi trabajo, no imaginé que yo también cruzaría el puente con maleta en mano diciendo hasta luego a Venezuela.
Fue en mayo de 2022, en uno de mis viajes para continuar el registro de los cambios en la frontera, que pude conocer a Pedro y Meivis.
En ese momento, ya habían pasado por muchas cosas.
En su primer día en la frontera, tuvieron que caminar desde el final del puente hasta que ya no venían personas amontonadas. Tenían desde el día anterior sin comer nada. En un arranque de desespero, Pedro se alejó de sus hijos y de Meivis y se sentó a llorar, buscando el refugio de la soledad. Luego se secó las lágrimas con la franela manchada de grasa por la silla que llevaba a cuestas desde hacía más de una semana y sintió las cuencas de sus ojos como huecos.
Fue su rostro demacrado lo que posiblemente hizo que un taxista se detuviera. Le dijo que le iba a dar la cola hasta Villa del Rosario, en donde sabía que había un albergue en el cual le podían dar algo de comer. Pedro reunió a los suyos y se subieron al taxi. El camino les pareció eterno y el paisaje desértico. Solo en esto último no se equivocaron.
El viejo Toyota parecía marrón por todo el polvo que cubría la pintura cada vez menos amarilla. Al bajarse, ya en Villa del Rosario, el taxista les regaló una moneda de 1 mil pesos y les dijo que esperaran, que Dios les iba a hablar en cualquier momento. Pedro tomó la moneda y con extrañeza, por no haber tomado una moneda de valor en muchos años, sintió su peso, la observó y la guardó en el bolsillo.
Se acercaron al albergue, pero estaba cerrado.
Solo al notar el aviso que decía que no trabajaban los domingos entendieron qué día de la semana era. Pedro se acercó a una muchacha que alquilaba teléfonos y vendía chucherías. Únicamente tenía un número de teléfono anotado en su cartera, junto a su cédula de identidad y a una foto de su mamá. Era el número de un primo que estaba en Colombia.
Pedro metió la mano en su bolsillo y rozó la moneda de 1 mil pesos con sus dedos. La giró y la sacó. Se acercó a la muchacha y le preguntó:
—Chica, ¿qué puedo comprar con esto?
La muchacha le sonrió, y por la entrega de los 1 mil pesos (unos 23 centavos de dólar estadounidense) le dio un café, caramelos y le permitió hacer una llamada telefónica: llamó al primo. En vista de que nunca le contestaron, la chica le dio unos caramelos más.
A Pedro le causó asombro que una moneda pudiera darle tanto. Y se dijo a sí mismo:
—Aquí voy a conseguir algo.
Regresaron a La Parada. Pasaron meses de trochear fuerte, a fuerza de petral, esa cincha que se pone alrededor de la frente y sirve para cargar grandes pesos en la espalda. Cruzar la trocha una y otra vez no fue la mayor de sus dificultades. Lo difícil era sortear a los que se ganan la vida de custodiar estos pasos.
En La Parada hay que pagarles a unos y a otros todo el tiempo.
En 2015, el gobierno venezolano decretó el cierre de las fronteras. Desde ese momento, todos los puentes que comunican a ambos países quedaron cerrados. Las personas buscaron cruzar por donde podían y por donde sabían: ríos y trochas. Para la gente, la frontera nunca se cerró, solo se hizo más tormentosa.
Los grupos armados, tanto los del Estado como los que en apariencia no lo son, se valieron de este cierre para cobrar a las personas por cruzar. Se apoderaron de la movilidad. Un año después del cierre, en 2016, reabrieron el paso peatonal por los puentes, pero “las trochas se quedaron como el mejor camino”, me dijo Meivis, explicándome también cómo por el puente no se pueden cruzar todas las mercancías que los venezolanos, en tiempo de mucha escasez, llevaban a todas partes del país: papel higiénico, refrescos, medicinas, champú y jabón, además de comida.
Vivir en La Parada es aprender a moverse sin dejar de cumplir las leyes que imponen los muchachos, como Pedro y Meivis prefieren llamarlos. A pesar de estas trabas, lo estaban logrando. Luego de muchas mudanzas arrendaron una habitación para los cinco: ellos dos y sus tres hijos. Los niños comenzaron a ir a las escuelas para migrantes, y algo de dinero les quedaba para enviar a Aragua. Pedro me dijo que se sentía orgulloso de hacer dinero para comer. Esa era la meta, no repetir la hambruna que vivieron en Venezuela.
Pero su éxito fronterizo sería fugaz.
Si bien les vendría un periodo sombrío, algo desconocido les esperaba en el momento de mayor desesperanza. Algo que le hizo recordar a Pedro las palabras del taxista que tiempo atrás le dio la cola, pues tal vez, después de todo, puede que Dios sí les hable a los desplazados.
El 6 de marzo de 2020, en Colombia se detectó el primer caso positivo de covid-19.
A partir de allí, La Parada se convirtió en un paisaje desolado, repleto de desterrados ambulantes luchando entre sí por el sustento. Las medidas gubernamentales de congelar algunos alquileres fueron ignoradas por algunos dueños de pensiones que decidieron echar a la gente a la calle: que eso no era negocio, decían.
Pedro y Meivis consiguieron, luego de muchas noches sin dormir por no tener dónde, un arriendo en un gran galpón, al que la gente le había dado un nombre que les produjo terror. Lo habían bautizado de una forma particular que describía muy bien su estructura, la división de las habitaciones, el estado de los baños y las rejas que lo rodeaban: Tocorón.
Estábamos conversando sentados en una acera de La Parada y Pedro, mirándome a los ojos como queriendo ver hasta la reacción de mi alma, me dijo:
—¿Te imaginas? ¿40 o 50 personas encerradas en un galpón? Para nosotros fue huir para sobrevivir una vez más. Nos armamos unos cambuches cerca de una trocha y ahí hasta tuvimos que aprender a cazar. Sobrevivimos. Creíamos que estábamos mal porque no teníamos para comer, pero cuando llegamos a esa trocha vimos lo que es verdadero dolor.
Ya no quedaban mangos en los árboles. Ya no quedaban iguanas en el potrero. La guerrilla había prohibido el paso hacia Venezuela por las trochas y el puente estaba cerrado. Todas las familias que vivían a orillas del río estaban acorraladas e invisibilizadas. No llegaba la ayuda. Salir y arriesgarse, tanto al contagio como a ser perseguido por la policía, era la única alternativa.
Fue en este salto a las calles que su vida tuvo un impulso inesperado. Conocer al pastor fue el comienzo de una nueva etapa. Pedro y Meivis comenzaron a ser conocidos entre las voces y susurros de quienes hacen vida en La Parada como los que buscan a los desplazados y los ayudan, los que hacen los talleres para las niñas, los que apoyan cuando una familia no tiene qué echarle en el plato a los hijos.
Aquella propuesta del pastor los llevaría a descubrir una extraña nueva vocación por ayudar a los migrantes que estaban en las peores condiciones, así como ellos estuvieron cuando llegaron y, ciertamente, no muy diferente de cómo siguen viviendo ahora, dos años después del encuentro con el pastor.
—Es una cosa extraña —me dice Meivis con los ojos como mirando el futuro—. Es extraña esta intención de ayudar a los otros.
Claro, es que ellos también siguen necesitando mucho apoyo.
A meses de nuestro último encuentro, al menos una vez al día les escribo un mensaje para saludarlos y saber de sus vidas. Me responden cuando tienen dinero para recargar el saldo del teléfono y me cuentan que siguen sobreviviendo de lo que se puede: ella aprendiendo barbería para ofrecer cortes de pelo en la calle; él montándose el petral y saliendo a trabajar en el puente.
También me cuentan con orgullo que han creado talleres de prevención de embarazo para niñas migrantes, pues saben que la prostitución va en aumento ante la carencia de oportunidades laborales y ante la falta de seguridad institucional.
Me cuentan que, con la reapertura de la frontera, se ha visto el movimiento de gandolas por el puente. Dicen que es bueno, solo que no saben para quién. No entienden qué quiere decir eso para sus vidas. Temen que se pierdan sus trabajos de cargar mercancías para los viajeros. Si no es de esto, no saben de qué van a vivir.
Y me hablan de Venezuela. Me dicen que el anhelo de regresar se hace fuerte, pero la realidad sigue diciéndoles que regresar a su pueblo de Aragua sería mudarse a un desierto mucho más devastado. Y que cuando abren sus ojos por la mañana y los cierran por la noche, en su habitación con paredes de chapa se sienten satisfechos de tener ese extraño trabajo de brindar palabra, escucha y apoyo a migrantes que, como ellos, hacen vida en La Parada.
Esta historia fue producida en el curso Tras los rastros de una historia, dictado por Albor Rodríguez, en El Aula e-nos.
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Francisco Sánchez
Quisiera decir que soy un documentalista del presente, de la historia y de lo invisible. Soy miembro de Reacin, la red de activismo e investigación por la convivencia.