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Regresar, el verbo difícil de Daniel

Como su hijo era bastante inquieto y disperso, Caroline entendió que a él le vendría bien practicar un deporte en el que le enseñaran a ser disciplinado. Lo inscribió en taekwondo y, cuando la academia bajó las santamarías porque los instructores migraron, lo metió en fútbol y natación. Pero esas escuelas también cerraron por falta de docentes y problemas financieros.

Fotografías: Andrea Sandoval

 

Corretea de un lado a otro, simulando tener los poderes de los superhéroes que vigilan su habitación. De pronto se detiene: la espalda erguida, los puños cerrados y una patada lanzada al aire. Al rato, busca un balón de fútbol: lo cruza entre sus piernas, lo patea y sorprende pegándolo de la nevera. Como Caroline, su mamá, le llama la atención, entonces deja la pelota en algún rincón y, mientras ella conversa, ensaya saltos desde una silla y cae en un puf, como si fuera un clavado hacia una piscina.

Daniel tiene 7 años y es inquieto, desborda energía; no se detiene.

Pasa estos días de vacaciones escolares viendo Tom y Jerry. Pero siempre está listo para dar una vuelta canela en la cama, ponerse de pie, sacar una pierna y mostrar los puños. Porque quiere ser deportista, dice.

Para tomar más fuerza —o acaso para que no queden dudas de que aprendió—, pide que le pongan su uniforme blanco. “Lealtad, constancia y perseverancia”, exclama con ayuda de su mamá. Fueron los tres valores que repitió cada lunes, miércoles y viernes desde julio de 2017 hasta enero de 2018. Ocho meses y ya casi estaba listo para que le amarraran la cinta negra. Disfrutaba los entrenamientos de taekwondo. Pero el taekwondo cerró para siempre.

—La maestra se fue, el profesor se fue. Por eso cerró —explica Daniel.

Después vinieron el fútbol y la natación. También le gustaban. Pero tampoco podrá volver.

—Mamá, ¿cómo se llamaban los profesores?

—Elisa y Anthony.

El niño comienza a olvidar algunas cosas. La academia donde practicaba el arte marcial era una empresa familiar, administrada por la mamá de los instructores: Anthony —de 23 años, cinta negra y estudiante de administración— y Elisa —una competidora de 16 años—. Ellos decidieron irse a Perú, para estar presente en el parto de una hermana que reside allá. La noticia la recibió la mamá de Daniel por Whatsapp un día de enero de 2018.

Entonces Caroline le informó a su hijo que las prácticas tendrían que esperar, porque los entrenadores se estaban tomando unas vacaciones para visitar a la familia. Porque sí, pensaban regresar. Pero en febrero, la administradora le avisó que los planes habían cambiado: no volverían. Oportunidades, que llaman. Quizás en el fondo se habían ido intentando ganar un combate.

Daniel interrumpe la conversación con el recuerdo de días azules en el caribe —la playa, la arena, el sol— que de pronto llega a su mente.

—Un día fuimos a Margarita, mamá.

—Cuando se podía, mi amor.

—Sí se puede, sí se puede —insiste él.

Daniel también olvida cómo colocarse el dobok —traje de práctica en el taekwondo —. Pide ayuda para hacerlo. Se sorprende porque todavía le queda el uniforme, aunque sus tobillos lucen más descubiertos. Atrapado entre esas telas, asegura que era cinta negra. Y pregunta por ella.

—No, Daniel, todavía no la tenías. Ibas a cambiar de cinta —le corrige la madre, mientras le ata la cinta blanca a la cintura.

Cuando está listo, frunce el ceño, saca los puños, y vuelve a soltar una patada al aire. Esta vez Caroline se sorprende, lo esquiva. Es la fuerza que da comer zanahorias, le han dicho.

—Mi entrenadora me decía que estaba bien, que tenía que llevar la pierna más alto. Lo más difícil era partirme, eso no lo logré. Duele.

 

Daniel siempre ha vivido con su mamá, porque sus padres se separaron cuando él estaba en el vientre. Residen en un apartamento de un edificio ubicado en la Parroquia Altagracia, cercana al centro de Caracas. En cada esquina de la casa hay un superhéroe, una pelota, juguetes regados. Caroline le ha pedido, una y otra vez, que los recoja y los lleve a la cesta, pero él los ha dejado ahí.

A ella le gustan los Power Ranger y por eso de niña le hacía ilusión practicar kárate, pero su mamá nunca la inscribió. A él también le gustan. Y fue de tanto verlos que se entusiasmó: quiso, al igual que ellos, librar batallas. Caroline entonces se planteó que Daniel practicara un arte marcial. Investigó y le llamó la atención el taekwondo por la disciplina que se requiere para entrenar. Él la necesitaba porque, tan bochinchero y disperso como era, le costaba entender que hay un tiempo para cada cosa. Se distraía cuando ella lo ayudaba a hacer la tarea.

Cuando lo inscribió y comenzó las prácticas, el niño poco a poco se fue enfocando. Se acostumbró a que, al llegar a casa, se tenía que cambiar y salir a su entrenamiento; y al regresar, sabía que debía bañarse y luego comer. Solo después podía ver televisión un rato. La rutina, los hábitos.

—Lo noté más disciplinado. Que supiera que lo iban a promover de cinta era buenísimo, porque así él sabía que eso era producto de su constancia y concentración.

Caroline lo dice con un tono de voz que tiene un dejo de lamento. Ya son ocho meses los que lleva Daniel sin practicar, y piensa que quizá eso hizo que el niño retrocediera: después que había logrado obtener una “A” en los primeros lapsos, fue promovido a segundo grado con “B”.

—Dejó de practicar y sé que comenzó a distraerse. Claro, este año escolar Daniel tuvo cinco maestras. Llegaban y se iban. La última no podría decirme si ella vio el cambio de actitud en él cuando inició y cuando culminó porque no estuvo. Quizás hubiese desarrollado la afición del deporte; pero no pudo continuar.

La academia quedaba a la vuelta de la esquina. Eso sí lo recuerda Daniel: se asoma a la ventana de la sala y apunta con el dedo dónde estaba.

—Es aquí. Mi mamá me inscribió. Después había una profesora, pero se fue del país.

En una esquina de su habitación están las dos cajas de juguetes donde tiene a sus propios superhéroes. Estos, al igual que él, son fuertes, dan patadas y quieren salvar al mundo. Revisando una de esas cajas, consigue un guante verde que parece un puño: es el de Hulk. Se lo pone en su mano derecha, y lo lanza, como si estuviera estrellándolo contra algo; como si se trasladara de pronto a una práctica más de taekwondo.

—Yo quería partir tablas, pero no era mi turno todavía. Un día mamá me llevó al taekwondo y ya no había nadie. Entonces nos fuimos. Pregunté por Elisa y mi mamá me dijo que se fue del país.

Él recuerda el momento así. Pero en realidad, después que Caroline recibió el mensaje de Whatsapp, ellos no volvieron a la academia.

Regresar es un verbo difícil de conjugar para Daniel.

Después de haber recibido el anuncio del cierre de la academia, la madre resolvió compensarlo pagando una hora y media más en el centro educativo donde estudiaba, para que practicara natación y fútbol: salía a las 4:00 de la tarde y se quedaba hasta las 5:30 haciendo deporte. Caroline, quien es asistente estadístico en una importante entidad bancaria, podía pagarlo porque entendía que esas actividades eran enriquecedoras para su hijo. No importa que no se tratara del arte marcial. La disciplina se la daría cualquier deporte.

Daniel estaba feliz con esos 90 minutos de gracia, pero a veces le preguntaba si había conseguido otra academia para hacer taekwondo.

—También practiqué fútbol. Seré un arquero. Y en natación me tiro enrollado, como una bolita. Pero eso también cerró. Las maestras se fueron. Por lo menos me queda el transporte escolar. Lo maneja la señora Ely, ella sí trabajará en septiembre.

Lo dice porque sabe que en septiembre ya no estará en el mismo colegio privado donde estudió su 1er grado, tampoco en el centro educativo donde acudía en las tardes después de clases para recibir tareas dirigidas y prácticas de natación y fútbol. Ambas instituciones, que quedaban en el mismo edificio, pero eran independientes, decidieron no volver a abrir sus puertas porque ya no podían sortear la crisis: la falta de personal docente, por un lado; las dificultades financieras, por el otro.

Así que no es el turno para él: ni del taekwondo, ni de la piscina ni del fútbol.

Cuando la madre le contó, de inmediato preguntó que si le buscaría otro lugar para hacer deporte. Ella le respondió que sí.

No sabía que se le haría tan complicado.

—Tengo que encontrárselo, tengo que encontrárselo.

La búsqueda de Caroline ha sido minuciosa, pero sin éxito aún. Se ha limitado a zonas cercanas a su residencia, porque no tiene auto y hay problemas con el transporte público, de modo que optar por un sitio muy lejano podría significar que Daniel llegue tarde o pierda alguna práctica. Porque, además, por las limitaciones logísticas, solo podría llevarlo los sábados.

—Pienso inscribirlo en natación en un lugar por El Paraíso. Pero de momento me siento atada. Es preocupante porque las opciones en el país son menos. Ya no lo puedo meter en los tres deportes. Si estuviese en otra situación, como hace un buen tiempo, lo metería en todo el deporte que él quisiera, siempre y cuando el tiempo y su capacidad física se lo permitan. A inicios de año sentía una incomodidad con el transporte público, pero desde hace tres meses para acá lo veo como un problema serio. En esta misma zona lo llevo a comer helado, al cine, cuando anteriormente nos íbamos a otros lugares. Uno se siente encerrado.

Seguirá buscando, evaluará el costo y analizará las posibles rutas para llegar. Está dispuesta a contratar algún servicio de transporte o levantarse mucho más temprano para que Daniel pueda estar a tiempo. Para eso Caroline necesitará la fuerza con la que él lanza una patada al aire, la precisión con la que atrapa el balón y la resistencia con la que no se deja hundir en el agua. La requiere para encontrar la academia donde en septiembre su deportista pueda estar de regreso.

 

El nombre del niño fue cambiado para proteger su identidad.


Esta historia forma parte de la serie Los hijos de la crisis, desarrollada en alianza con el Centro Comunitario de Aprendizaje (Cecodap) 


Esta historia está incluida en el libro Semillas a la deriva, la infancia y la adolescencia en un país devastado (edición conjunta de Cecodap y La vida de nos).

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Guariqueña. Mi sueño era ser cantante de ópera, pero soy periodista. Desde entonces en mi escritorio hay música: transcribo voces y hago contrapunto con ellas. Trabajo como reportera de Crónica Uno.

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