Quiere recuperar la paz que se quebró ese día
Hace nueve años, luego de extorsionarlos durante meses, unos policías mataron a uno de los hijos de Aracelis Sánchez y Euclides Farías en una ejecución extrajudicial en Los Jardines del Valle. Poco después, en su búsqueda de justicia, nació la Organización de Familiares de Víctimas de Violación de Derechos Humanos (Orfavideh), que acompaña y da seguimiento legal a casos de ejecuciones extrajudiciales, desaparición forzada y tortura en Venezuela.
FOTOGRAFÍAS: JOHAN AZUAJE
Aracelis lo vio bajando la escalera del callejón Ochoa, de la calle 16 de Los Jardines del Valle. Traía las botas empantanadas, estaba sudado. Sereno y burlón, venía comiéndose una empanada y tomándose un refresco.
Y supo que era él.
Ya lo había visto dos meses antes, cuando comenzaron el acoso, la extorsión y el terror.
Lo había visto también horas antes, esa misma mañana, la del 11 de junio de 2013: antes de todo.
Y, con un hueco en el pecho, se dijo: “Este me mató a mi hijo”.
Darwilson tenía 15 días de nacido cuando su padre los abandonó a él, a su hermano de 1 año y medio y a su mamá. Aracelis, quien entonces tenía 24 años, los crio sola hasta que, tiempo después, Euclides Farías llegó a sus vidas. Él tenía dos hijos de otro matrimonio. Concibieron a una niña, y decidieron criar juntos a los cinco hermanos.
Eran dulces los días en familia. Euclides trabajaba de taxista, Aracelis era ama de casa y vendía helados, bollitos de chicharrón y chucherías. Por las noches, cuando subía a su cuarto a dormir, escuchaba las risas cómplices de sus muchachos sacando sigilosamente los helados del congelador. Los oía ser felices.
Casi todos los fines de semana se iban en el Fiat familiar a Guárico, de donde es oriundo Euclides. Allá festejaban, bailaban.
Todo lo hacían los siete juntos.
Ahora, un día de julio de 2022, Aracelis recuerda esos viajes, y a Euclides se le aguan los ojos.
—Yo los crie —dice él.
—Ellos se adoraban —cuenta ella.
Lo dicen en pasado.
Era 17 de abril de 2013.
Euclides y Aracelis salieron a buscar a los niños al colegio. Los de Aracelis eran los mayores, tenían 20 y 21 años; mientras que los otros tres —de 6, 11 y 12— estaban aún en etapa escolar. Por un rato, la casa que compartían en Los Jardines del Valle, esa donde habían sido felices, se quedó sola.
Cuando regresaron, encontraron a sus vecinos fuera de sus casas. Había un alboroto. Vieron camionetas blancas con logos del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc).
—La policía como que se metió para tu casa, Aracelis.
“¿Qué hace la PTJ en mi casa? Debe haber una confusión”, pensó ella.
Cuando entraron, pudieron comprobarlo: había seis funcionarios —cinco hombres y una mujer—, dos de los cuales estaban sentados revisando la computadora y tenían en sus manos los carnets de estudios de sus hijos mayores.
—¿Tú tienes hijos hombres? ¿Estos son tus hijos? —le preguntaron frente a los tres pequeños.
Aracelis, Euclides y los niños no entendían nada. ¿Por qué habían revuelto todo? ¿Qué hacían revisando los documentos de sus hijos?
Los policías se fueron, pero antes hicieron una advertencia: o pagaban o le mataban al mayor de sus hijos. Ahora que tenían los documentos de ellos, podían armar expedientes, acusarlos de violación o porte de armas o tráfico de drogas. Lo que fuera.
Esa noche, Aracelis los sentó frente a ella y les preguntó si ellos tenían idea de lo que ocurría, si estaban metidos en algo. Darwilson, el de 20, le dijo que tenía una novia varios años mayor que él, y que una amiga de esta, que conocía policías, había discutido con él. Eso era todo, y podría no tener relación con lo que estaba sucediendo, pensaron.
(Dicen que aún hoy no lo saben).
Lo cierto es que, desde esa noche, la vida de los siete nunca fue igual: cada tanto llamaban a Aracelis para repetirle la misma sentencia. “Paga por la vida de tus hijos o los matamos”, decían.
Darwilson era técnico medio en mecánica industrial y acababa de conseguir un cupo en la Universidad Central de Venezuela. Como proyecto final para su título técnico, construyó un carro que podía recoger la basura del suelo. Sus papás le compraron todos los materiales y él, solo y con un diseño propio, lo armó y lo expuso.
Estuvo trabajando hasta último momento y, aunque el proyecto solo era necesario para obtener su título, él tenía otro objetivo: que este carro sirviera para que las señoras encargadas de la limpieza en el instituto no tuviesen que estar agachándose a recoger residuos del piso. Por eso, al terminar la exposición, se los regaló.
Darwilson era el más parecido a Aracelis: cocinaba como ella, era elocuente, se la llevaba bien con todo el mundo. Quería mucho a sus hermanos, bromeaba con ellos, estaba pendiente de ellos.
Los protegió siempre, incluso ese día.
La noche del 17 de abril de 2013 no fue la única vez que los funcionarios fueron a casa de Aracelis, Euclides y sus hijos.
Ni siquiera les decían por qué.
—¡Mamá, están golpeando a mi hermano! ¡Mamá, están golpeando a mi hermano! —gritó la niña de 11, viéndolos desde el piso superior, la segunda vez que el Cicpc fue a su casa.
Aracelis salió corriendo, gritó, se los quitó de encima como pudo.
—O pagas o te lo matamos — volvieron a decirle, amenazando esta vez al mayor de sus hijos.
Esa misma noche, los siete se subieron al Fiat y durmieron en el carro por tres días, aterrorizados, sin saber qué hacer.
Desesperados, decidieron vender artefactos y enseres de la casa y les pagaron.
—La siguiente vez nos dijeron que si no pagábamos de nuevo nos mataban a Darwilson. Esta vez no pagamos. Nos lo mataron.
—¡Heladooo! —gritaron afuera de la casa de Aracelis. Eran las 9:00 de la mañana del 11 junio de 2013, apenas 10 días antes del cumpleaños 21 de Darwilson.
Tocaban la puerta con mucha fuerza.
—¡Helado, Heladooooo!
Aracelis, que estaba envuelta en una toalla, abrió la primera de dos puertas de la casa.
—Si haces algo, te mato aquí mismo.
Al mismo tiempo, su hijo mayor se asomaba a la ventana desde un cuarto arriba.
—Si te mueves te vuelo los sesos —le dijo otro.
De nuevo, eran los hombres del Cicpc.
Aracelis tiró la puerta, corrió hacia la sala, se le cayó la toalla, alcanzó a gritarle a su hijo, quien dormía profundamente.
—¡Hijo, ahí está el Cicpc! ¡Párate, páááárate!
Darwilson despertó desorientado, agarró del brazo a su hermanita de 11 años y salió corriendo escaleras arriba para esconderse. Aracelis comenzó a vestirse como pudo. Su hijo mayor bajó las escaleras y la abrazó. No podían moverse, el cuerpo no les respondía.
—¡Mis hermanos están en la platabanda, mamá!
Arriba, Darwilson trataba de proteger a la niña. Intentó saltar a otra platabanda y cayó en el medio de las casas, en una cuneta.
Dos tiros, contaría su hermanita, la testigo principal.
Que aún se quejaba cuando lo montaron al carro, dirían unos vecinos.
Que le pusieron la bota en la cara, dirían otros.
La versión oficial dice que Darwilson ingresó muerto al Hospital de Coche.
El tiroteo fue largo e intenso. Eran tantos los disparos desde que los esbirros llegaron a su casa, que Aracelis no pudo reconocer esos dos tiros que, según su hija, le quitaron la vida a Darwilson.
Recuerda que parecía que buscaban a un narco, no a su hijo.
Y recuerda lo que para ella era obvio: que simulaban un enfrentamiento.
Los niños recuerdan que estos hombres con uniformes negros se trepaban por las paredes, como hormigas, tratando de subirse a las escaleras.
Euclides hizo que todos se vistieran para salir de la casa.
Aracelis, toda la familia, quería buscar a Darwilson. La obligaron a entrar de nuevo. Pero volvió a salir.
—¿Han visto a mi hijo? —preguntaba a sus vecinos—. ¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está? —le preguntó a los funcionarios que estaban al final del callejón Ochoa.
Se rieron.
Y ahí fue cuando lo vio, bajando la escalera, sudado, con las botas empantanadas, desayunando, sereno y burlón.
Y supo quién era el asesino.
Se sentía vacía, como flotando en el aire.
Durante cuatro días le negaron el cuerpo de Darwilson. No se lo entregaron hasta que se descompuso.
Antes del asesinato, Aracelis intentó denunciar a los funcionarios que la extorsionaban, sin razón alguna, a cambio de no matar a sus hijos. El fiscal que la atendió le dijo entonces que tomaría la denuncia, que se fuera tranquila para su casa. Cuando volvió, esta vez a denunciar que lo habían matado, le dijo que tomaría la denuncia, que fuera a enterrarlo y regresara. Cuando volvió le dijo que le contara qué había pasado, que tomaría la denuncia, que si hubiese ido antes de que lo mataran tal vez hubiesen podido evitarlo.
En la Fiscalía, Aracelis descubrió que no era la única madre a la que le habían matado a su hijo. Había otra, que venía a denunciar, ante el mismo fiscal, el asesinato de su segundo hijo. Y había más, y todos los asesinatos eran similares. Solo ese año, la organización civil venezolana Cofavic documentó 802 casos de presuntas ejecuciones extrajudiciales en el país.
“¿En qué andaría ese muchacho? Algo habrá hecho”, pensaba Aracelis cuando, antes de todo esto, escuchaba de asesinatos de jóvenes en su barrio. Pero esta vez era su hijo, su niño, que ella conocía, que ella había criado, que ella sabía que era bueno.
Una organización se acercó a ella y documentó su caso. Fue entonces cuando conoció qué era una ejecución extrajudicial. Y fue entonces cuando supo, también, que existían los derechos humanos, que ella y su familia los tenían, y que se los habían violado.
Aracelis quería contárselo a más madres: decirles que tenían estos derechos y podían defenderlos. Entonces, con su esposo, se unió a otras mujeres y empezó a buscar más víctimas. Así, la rutina de Aracelis cambió: ya no se despertaba a encargarse de la casa, a vender sus helados; sino que ahora salía a comprar el periódico y si leía que habían matado a un joven en condiciones similares a las de su hijo, se subían al Fiat y se iban a buscar a la mamá, la tía, la abuela, el primo, el hermano… Los acompañaban a la morgue, los ayudaban a pedir el cuerpo, hacían colectas para enterrarlos si era necesario, y les explicaban qué eran los derechos humanos y en qué consistían las ejecuciones extrajudiciales.
Un año después, nació la Organización de Familiares de Víctimas de Violación de Derechos Humanos (Orfavideh), que acompaña y da seguimiento legal a casos de ejecuciones extrajudiciales, desaparición forzada y tortura en Venezuela.
“Somos una familia, porque todos somos víctimas, porque todos llevamos por dentro el mismo dolor”, dice Euclides.
Tienen más de nueve años ayudando, ahora con el respaldo de su hija mayor, la que tenía 11, la testigo principal del asesinato de su hermano.
Desde entonces han atendido a muchos familiares, incluyendo a los de otros funcionarios del Estado: Aracelis habla con las mujeres, y Euclides con los hombres. La petición es la misma: que se atrevan a denunciar. El principal obstáculo para que denuncien es el miedo, que Aracelis asegura que ya no tiene, que se lo quitaron ese día. Y lucha para que otras madres lo pierdan también.
Aracelis, ahora con 54 años, está estudiando derecho, porque así podrá acompañar a las madres en las audiencias: estar con ellas cada minuto hasta que consigan justicia.
Quiere que los casos que ha documentado, que las denuncias con las que ha contribuido, que el empoderamiento que procuran con las madres y familiares, sean el comienzo del fin de las ejecuciones extrajudiciales.
Quiere justicia para Darwilson y su familia, pues el funcionario que lo mató apenas estuvo preso tres años y fue liberado; solo uno de todos los que participaron en la ejecución.
Quiere recuperar la paz de su familia, que se quebró ese día, cuando los niños dejaron de ser niños; cuando el hijo mayor decidió migrar, cuando su niña tuvo que ver el asesinato de su hermano. Cuando Aracelis comenzó a dormir en la sala, porque no es capaz de pasar por los cuartos ni por la platabanda, porque no quiere recordar.
Por eso, cada día, ve la foto de su hijo en su escritorio y le dice: “Hijo, vamos a trabajar”, y empieza a revisar las noticias, a ubicar a otras madres y hacer lo que ha hecho durante los últimos nueve años desde el 11 de junio de 2013.
Le pide fuerzas a su hijo y a todos los hijos de todas las madres que vivieron el horror como ella: “Siempre les pido fuerzas a todos mis muchachos”.
Y sale a trabajar.
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Johanna Osorio Herrera
Jugaba a ser reportera desde que aprendí a leer. Luego, coqueteé en mi imaginación con cinco profesiones más. Pero la vida me quería periodista. Lo supe a los 12 años. Nací el día que empecé a cubrir deporte menor y las comunidades me enamoraron. Ahora aprendo a contar sus historias.
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