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Quería que su madre estuviera preparada

Dic 11, 2024

A sus 21 años, Johan Dueñas, un joven trabajador padre de dos hijos, comenzó a sentir debilidad y dificultad para respirar. Después, apareció la fiebre y una sudoración abundante. A los días, fue diagnosticado con una enfermedad que, pensaba, no podía darle a nadie en estos tiempos: tuberculosis. 

ILUSTRACIONES: WALTHER SORG

No podemos vivir sin respirar. Inhalar y exhalar oxígeno es lo primero y lo último que hacemos en este plano. En algunas religiones, incluso, se habla del “aliento de vida”, para dar a entender que es allí donde está el espíritu que vuelve al ser humano una criatura animada.

El aliento que comenzó a faltarle a Johan Dueñas. 

Era un joven fuerte y activo. Tenía 21 años. Vivía en Los Teques con sus padres, su esposa y sus dos hijos. Le encantaba salir los fines de semana a compartir con amigos y familiares. Una vida normal. Hasta que ese día de 2021 una sensación extraña se apoderó de su cuerpo.

Era como si sus pulmones no fueran capaces de recibir el aire necesario para mantener su organismo. Estaba trabajando —laboraba limpiando tanques de gasolina y gasoil con productos químicos— cuando la asfixia se hacía cada vez más desesperante. 

Además, comenzó a sentir fiebre. Estaba débil y agotado. 

Y sudaba, sudaba mucho. 

Sus compañeros notaron que Johan no estaba bien y decidieron llevarlo hasta una clínica en San Antonio de los Altos, una ciudad vecina de Los Teques, y le avisaron a Merly, su madre, quien corrió al centro médico a ver qué pasaba. 

Al llegar lo encontró empapado de sudor. Parecía que se hubiera bañado con la ropa puesta. 

—Hijo, ¿con qué te mojaste? —le preguntó ella. 

—Con nada, mamá. Es solo la fiebre —le respondió. 

La doctora que lo atendió le insinuó a Merly que esa fiebre, que esa asfixia, que ese sudor, seguro se debían a algo serio.

—Necesito que traigas mañana a tu hijo de nuevo —le dijo al darlo de alta. 

En esa segunda consulta, la médica les hizo más preguntas. Ahí Johan admitió que llevaba tiempo sintiéndose aletargado; que se cansaba con el más mínimo esfuerzo físico; y que esa dificultad para respirar en verdad la sentía desde hacía más tiempo, pero no le había prestado mayor atención. 

Había que hacerle una tomografía. Pero como en ese centro médico no tenían tomógrafo, lo trasladaron al Hospital Victorino Santaella, donde sí contaban con uno. 

¿Qué podía ser? ¿Covid-19? ¿Alguna infección severa? La madre no dejaba de hacerse preguntas. 

—Los síntomas y la tomografía se corresponden con tuberculosis —dijo finalmente el médico que vio el resultado. 

¿Tuberculosis? ¿Cómo era posible? ¿Acaso esa no era una enfermedad lejana, muy lejana? Ciertamente, gracias a que la ciencia encontró un tratamiento, las cifras de contagio se redujeron durante el siglo XX, pero no es que se erradicó por completo: al día de hoy, continúa acabando con unas 2 millones de vidas anuales en el mundo. 

La tuberculosis es causada por una bacteria llamada Mycobacterium tuberculosis. Hipócrates, en la antigua Grecia, la bautizó con el nombre de tisis, que se traduce como debilitarse, consumirse, extinguirse. Signos de esta enfermedad se han conseguido en restos humanos desde los principios de la humanidad. 

En medio de las cavilaciones sobre el futuro de su hijo, a la madre le surgió la otra gran pregunta: ¿cómo se contagió? No obstante, como sucede en la mayoría de los casos, sería difícil saberlo. Los pacientes pueden pasar meses, hasta años, sin presentar síntomas. Incluso podrían nunca manifestarlos.

Merly se puso muy nerviosa. Le sobrevino un frío en el cuerpo, las manos le sudaban, mientras las preguntas se agolpaban en su cabeza. Se calmó un poco cuando le explicaron que su hijo no estaba condenado a muerte: había un tratamiento que podía ayudarlo. Se trataba de un cóctel de antibióticos conformado por rifampicina, isoniacida, pirazinamida, etambutol y estreptomicina durante unos nueve meses. 

Comenzó a tomarlo. Esa bomba le cayó muy mal. Sintió mucho malestar durante un tiempo. Pero valió la pena porque después se sintió mejor. Respiraba sin dificultad. La fiebre no volvió a subir. Por esos días de 2022 el muchacho tenía ganas de continuar con su vida.

Y, llevado por el entusiasmo, sin autorización médica, dejó el tratamiento.

Error. No sabía que la tuberculosis, que es una enfermedad de desarrollo lento, tarda demasiado en irse. Aunque el paciente ya no perciba los síntomas, puede que ahí se mantenga. Rodando por el cuerpo. Dañándolo. Por eso el tratamiento es tan extenso. El organismo de Johan resintió la interrupción del esquema, y a los meses recayó.

Ya era septiembre de 2023. Llevaba días en la cama, sin ganas de hacer nada. Solo se limitaba a moverse entre los cuartos de la casa, viendo televisión o jugando con su celular. Su madre sospechaba que algo andaba mal, pero su hijo era terco e insistente al decir que no era nada.

Hasta que un día volvió la fiebre. 

La fiebre recurrente. Y la sudoración abundante. Y la pérdida de peso. Todos en la casa percibían el cambio físico, pero nadie se atrevía a decirlo. Un día fue el propio Johan quien se acercó a su madre y le pidió que lo llevara al médico: 

—Mamá, creo que estoy enfermo otra vez.

El doctor, al ver el estado en que llegó, lo reprendió por haber abandonado el tratamiento. Sin sus medicamentos, la tuberculosis había evolucionado. A finales de ese mes, ya no podía hacer esfuerzos físicos.

Fue entonces que comenzó a experimentar otra dimensión del padecimiento: el rechazo, el estigma que acompaña a los enfermos de tuberculosis desde la antigüedad. Un día, Merly llamó a su primo para que le cortara el cabello, pero este le dijo que no. Aunque algunos se mostraban comprensivos y le preguntaban a Merly sobre el estado de su hijo, muchos cortaron la comunicaciones. A los oídos de la madre llegaron los comentarios que hacían: “Es tuberculosis”, “es contagioso”, “es mejor alejarse”. 

“No importa, mamá, no te preocupes por eso”, respondía Johan. 

A mediados de octubre, Johan empeoró. No podía respirar. Tuvieron que hospitalizarlo en el Victorino Santaella. Las capacidades de ese centro de salud estaban saturadas. Pese a todo, Johan recibió un trato digno. Le administraban antibióticos y le ponían oxígeno.

Ya más estable, seis días después, le dieron de alta con la indicación de que continuara el tratamiento en la casa. 

Pero esa breve mejoría se desvaneció. Y volvió a descompensarse. Debió haber comenzado a sentir que iba a morir, porque empezó a decirle a su madre que quizá, en algún momento, se iría. Quería que estuviera lista en caso de que así fuera. La madre angustiada no sabía qué hacer. Pensaba que su despedida era producto del delirio que le producía la fiebre. 

Pero no. El 30 de noviembre de 2023, luego de una semana con intenso dolor estomacal como consecuencia de una peritonitis (que después sabrían que estaba relacionada con la tuberculosis), lo trasladaron al hospital. 

Los médicos dijeron que debían operarlo. Y fue en medio de esa intervención que murió. 

Merly recibió la noticia para la que Johan llevaba tiempo preparándola. Lloró, lloró largamente. Cuando leyó el acta de defunción, supo detalles que desconocía: lo que tenía su hijo era tuberculosis miliar, una rara forma extrapulmonar de la enfermedad que representa de 2 a 5 por ciento del total de infecciones por tuberculosis.

Le explicaron que la Mycobacterium tuberculosis había llegado al sistema sanguíneo de su hijo y, a través de este, se diseminó por todo el cuerpo, generando fallas en varios órganos. Esa era la causa detrás de la peritonitis.

Merly decidió cremarlo.

Fue una decisión difícil, pero no quería soportar los comentarios que seguro iban a comenzar a rodar sobre Johan. Sabía que algunos tendrían miedo de contagiarse en el funeral, que otros quizá no irían y su ausencia sería como otro golpe más. 

Ya ha pasado un tiempo. Ya puede contar esta historia con un poco más de serenidad. Su hijo, aquel joven que la animaba en medio de su enfermedad y le decía que no importaban los prejuicios de los demás, continúa vivo en ella. Continúa vivo también en los dos niños que dejó, sus nietos, a quienes Merly cuida ahora con esmero.


Esta historia fue producida en la segunda cohorte del Programa de Formación para Periodistas de La Vida de Nos.

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Joven venezolano, estudiante de periodismo de la Universidad Central de Venezuela y apasionado de las ideas. Defensor de los derechos humanos por convicción y demócrata por vocación.

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