Que los espantos no vuelvan por ella
Yusbelis Álvarez vive en Maca, Petare, junto a su mamá y su pequeño hijo. Las fotos de su hermana y su sobrina le reavivan no solo una ausencia entrañable en su vida, sino también el horror de una noche en que unos espantos entraron por el techo y acabaron con sus vidas. Aunque se niegue a pensar en ello, su madre le recuerda todos los días que esos espantos tienen coordenadas específicas: funcionarios de la Policía Nacional Bolivariana durante una Operación de Liberación del Pueblo. Esta es la historia.
Ilustraciones: Mario Giménez
Yusbelis no lee ni ve noticias. Solo le interesa lo que ocurre en su comunidad. Por ejemplo, el terrible accidente de tránsito que hace dos días dejó cuatro personas muertas a dos calles de la suya. Esta necesidad de protegerse de lo que está más allá, lejano al barrio donde vive, comenzó a experimentarla a principios de diciembre de 2016, cuando unos “espantos negruzcos” entraron a su casa y asesinaron a su hermana mayor, a su cuñado y a la única sobrina que tenía, de cinco años.
Espantos es la palabra que se le ocurre para nombrarlos. No quiere pensar en ellos como miembros de la Policía Nacional Bolivariana (a pesar de estar segura de donde vienen). Vestidos de negro, con los rostros cubiertos, rompiendo ventanas y puertas durante una Operación de Liberación del Pueblo. Esa es la verdad que desea olvidar, pero su mamá no la deja. La conduce, cada vez que puede, a afrontarlo: “Tú lo sabes, Yusbelis. Tú los viste. Fue la policía. Y eso debemos tenerlo bien claro”.
Ella lo tiene claro. Pero su sentido de supervivencia es mayor que su necesidad de justicia, o a lo que siente que claman los espíritus de sus familiares.
—Algunas veces la siento, a mi hermana. Cuando estoy cocinando o antes de irme a dormir. Pareciera que me habla, que me dice que luche por mi hijo, por mi mamá, que no los abandone en esta pesadilla.
Me ofrece un vaso de agua.
Maca es una comunidad dividida en dos sectores: parte alta y baja. Sus calles son un laberinto rodeado de cerros —que se deslizan constantemente por las lluvias— y de fallas de borde en la carretera principal, que han sido demarcadas con pintura amarilla. Las casas tienen fachadas pintadas de verde, amarillo, blanco y demás colores que ofrecen un ambiente festivo. Sin embargo, todas están construidas con ladrillos y cabillas. Todas tienen la misma estructura que vence la debilidad del terreno.
Dentro de este cosmos que huele a aguas negras y suena a motores de motocicleta, está Yusbelis. Su casa tiene dos pisos construidos a mediados de los setenta por su papá, cocina integrada a la sala, tres habitaciones con vista a una parte del valle de Caracas y un techo que sostiene dos tanques de agua y una antena de televisión satelital. Precisamente, por ese techo entraron los policías. Un techo de cemento con varios tragaluces que se asemeja a la mayoría de las casas que lo rodean.
—Era de madrugada. Todos nos habíamos ido a dormir y de repente sentimos unos ruidos fuertes en la parte alta de la casa. No tuvimos chance de levantarnos. De inmediato comenzó el tiroteo. Cuatro hombres entraron por las ventanas.
Ella estaba en la habitación contigua a la de su hermana cuando escuchó sus gritos.
Luego, todo es confuso.
Yusbelis cuenta detalles de la historia y se le forma una mueca: sus ojos se achinan, sus labios pierden ligereza y los pómulos le sobresalen de tal manera, que delatan la presión que ha comenzado a hacerle a sus dientes.
—Después de los gritos, mi mamá y yo corrimos hasta el cuarto de mi hermana. Dos funcionarios nos gritaron que nos lanzáramos al piso. No les hice caso. Lo único que pude ver fue a mi hermana y a mi sobrina sobre el colchón. Muertas. Bañadas en sangre.
Yusbelis comienza a llorar.
Su mamá la releva y termina el relato.
—Nunca supimos por qué entraron así. Aquí vivimos puras mujeres. Creemos que se equivocaron de casa. Luego, cuando los funcionarios salieron y solo quedaron los huecos de los tiros en la pared, unos miembros de la policía forense nos dijeron que todo esto era parte de una operación que buscaba a unos miembros de una banda que vende drogas. Aquí no tenemos drogas, mijo.
Yusbelis le pide a su hijo, de siete años, que se quede quieto. Que deje tranquilo al señor que está escuchando la historia. Es un pequeño inquieto. Que me mira a los ojos directamente y pregunta por los tatuajes que tengo en mis brazos. Él también recuerda esa noche.
—Mamá, ese día tuvimos mucho miedo —dice mientras se retira corriendo a su cuarto. En la televisión comenzaron las comiquitas que tanto le gustan.
—Nos tuvieron retenidas fuera de la casa por unas diez horas —prosigue Yusbelis—. Mientras tanto, muchas personas de la policía y el Cicpc (Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas) entraban y salían del rancho. Me tenían una tortura montada. Varios de los que ejecutaron la operación se me acercaban y me decían que no dijera nada. Que no me pasara de sapa.
Sintió miedo. Tanto que lo único que quería era desvanecerse. “En un momento pensé que quizás podía volar e irme de todo esto”. Sin embargo, le tocó bajar hasta el hospital Domingo Luciani para reconocer el cuerpo de su hermana y su sobrina. Ahí, encontró el hombro reconfortante de un doctor.
—Él me dijo que me ayudaría. Que increparía a los policías y los obligaría a decir la verdad, porque las pruebas médicas que le hicieron al cuerpo de mi hermana demostraban que había sido asesinada a sangre fría.
Pero esa justicia nunca llegó.
La noche siguiente, cuando entró a su casa, notó que la policía se había llevado el colchón donde dormía su hermana con su sobrina. Lo habían reemplazado por uno nuevo. También habían tapado los huecos que las balas dejaron en las paredes. Como si nada hubiera pasado. Ella sabía el horror que todavía latía en su piel. No pudo dormir por quince días. Se levantaba llorando a mitad de la noche.
Es auxiliar de preescolar. Una vez que se gradúo de bachiller sabía que su vocación estaba en la educación. Con buenas notas, tuvo la oportunidad de entrar en la Universidad Central de Venezuela. Pero en casa las cuentas tenían que ser pagadas, y un par de manos extra que generaran ingresos eran más importantes que permitirse cinco años para estudiar una carrera. Por eso, realizó un curso en la Academia Americana y consiguió trabajo en un colegio en el este de Caracas.
—Ahí trabajo desde la mañana hasta el mediodía. Luego, soy parte del personal de mantenimiento de un centro comercial.
No le importa tener dos trabajos. “Mi bebé lo merece”. Cuenta con el apoyo de su mamá, que busca al nieto todos los días en un preescolar que está cerca de la redoma de Petare.
Yusbelis usa tres medios de transporte todos los días para llegar a su trabajo y luego, de regreso, a su casa. Primero está el jeep que la baja hasta el Metro, luego arremolinarse entre el río de gente que usa el subterráneo para llegar al este de la ciudad, rematando el viaje con una caminata de quince minutos. “Mis pies nunca me fallan”, dice como una especie de mantra.
—Mi cuñado me enseñó a moverme por la ciudad.
Sí, el papá de su sobrina muerta. Él, que al momento del asesinato no estaba en casa, se enteró la mañana siguiente de lo sucedido. Trató de llegar corriendo, pero un piquete de la policía lo detuvo. Peleó, insultó y pataleó para poder ver a sus mujeres.
—Me cuentan los vecinos que en el momento en que se puso fuera de sí, porque estaba destruido por lo que pasó, la policía lo arrestó y lo metió dentro de una patrulla.
Y fue la última vez que lo vieron con vida.
A los dos días, lo consiguieron en la morgue de Bello Monte. Con dos tiros en la parte trasera del cráneo. Las actas policiales aseveran que era miembro de una banda criminal de la zona y que murió en un enfrentamiento con las autoridades.
—Eso es mentira. La policía sabía que él no se quedaría tranquilo hasta encontrar a los responsables del asesinato de su hija y de mi hermana.
Por tres meses, Yusbelis Álvarez trató de que se conociera su historia, a través de los abogados de la Defensoría Pública que ubicó para que la ayudaran a armar una demanda en contra de la policía.
—Nadie quería tomarlo porque el mismo director de la policía se puso frente al caso y se encargó de ordenar todo. Nos pagó los gastos del entierro, la urna y el lugar en el cementerio. Yo, después de ver a mi hermana y sobrina muertas en el cuarto, solo las vi una vez más en el hospital para reconocerlas. De resto, ellos nos pidieron ropas para vestirlas y nos dijeron cuándo las iban a enterrar. Recuerdo que uno de los forenses nos dijo: “Dejen las cosas así. No se arriesguen a ser las próximas”.
A estas mujeres lo que les queda es recordar a través de las fotos que adornan la única repisa que está en la sala de su casa. Una en particular le genera muchas sonrisas: es la última vez que salieron todas juntas. Están con gorros, guantes y suéteres en la cima del Ávila. Sonríen a la cámara. Ajenas al futuro que se les acercaba. También, unos cuadros de París colgados en la cocina le recuerdan a Yusbelis, ya que el sueño de ambas era conocer la capital de Francia.
—Mi hermana era comerciante. Tenía un puesto de venta de ropa en El Cementerio. Todo lo que ganaba era para mi sobrina y para cumplir algún día el sueño de llevarla a París. Ahora, creo que esa responsabilidad me queda a mí. Yo iré y dejaré un papel con sus nombres bajo la torre Eiffel.
Yusbelis ya no quiere llorar. Sabe que la justicia cazará a los asesinos tarde o temprano. Por ahora, se concentra en trabajar y en no dejar que los espantos vuelvan algún día por ella.
Esta historia forma parte del libro Días salvajes, 15 historias reales para comprender el colapso de Venezuela (Ediciones Puntocero), primer volumen colectivo de La vida de nos.
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Jefferson Díaz
1986. Periodista. Trabajé en medios como Últimas Noticias, Vivo Play y El Estímulo. Soy fiel creyente de que se puede vivir de escribir y que para ser bueno -en lo que sea- se debe adoptar una filosofía de eterno aprendiz.
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