Que esas partes me llamen y me encuentren
Nuestros documentos de identidad pueden ser vistos como indicadores o fragmentos de nuestra propia historia. En un diálogo consigo misma, Mariana Graterol —doctora en ciencias químicas, acostumbrada a examinar las pequeñas cosas que componen el todo— hace el ejercicio de explorar en su identidad, y en su recorrido como migrante, a partir de los datos asentados en su pasaporte.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
¿Quién eres tú?, me pregunta la página en blanco.
Estaba en el aeropuerto de la ciudad de Valencia, estado Carabobo, a tres horas por carretera de Caracas, esperando el avión que me llevaría a mi destino. De frente a la puerta de abordaje, miré en la ventana un cielo azul con vetas rosa que me despedía. Llevaba mi diario en la cartera. En la página de ese día escribí: 18 de agosto de 2017.
Tenía mi pasaporte en la mano. Leí los datos que contenía, pero… no estoy tan segura de que quien soy se pueda decir solo al presentarme con mi nombre.
Recuerdo que antes de abordar miré hacia atrás, como si 30 años de vida pesaran más que la maleta que tenía por equipaje.
No puedo negar que entré preguntándome si volvería.
—Vámonos.
—Es un viaje muy largo.
No estoy hablando con alguien más; hablo conmigo misma. Siempre he tenido esa costumbre de hablar sola, y desde que migré se ha acentuado. Me sorprendo frecuentemente preguntándole cosas a la Mariana que salió aquella tarde de Venezuela, y las encuentro escritas en mis páginas:
Este viaje no es cualquier otro, me voy y tengo un boleto de regreso que sé que no usaré.
—Vuelvo a mí y me pregunto… ¿A qué le temes?
—Tengo miedo de que una vez que comience el viaje sea un camino sin retorno, y me pierda entre mis propios recuerdos.
Nombres
Me llamo Mariana José. Nací en abril, la madrugada de un miércoles. Tras los intentos frustrados de parto natural, la cesárea y el tiempo en la incubadora, no tuve nombre. Familiares y amigos que se acercaron a conocerme me llamaron “la niña”.
Solo con el tiempo, facilitado por la distancia, trato de entender por qué parece ser determinante en mi vida la búsqueda y el rescate de mi identidad. Que no es ni de lejos un proceso que ocurre y ya, al contrario, el proceso es inherente a la vida y, como tal, dinámico.
Desde que era niña amé las palabras, me preguntaba por su significado y buscaba el diccionario cuando escuchaba alguna por primera vez. Lo que existe en el exterior es lo que se nombra, lo que podemos sacar de ese lugar profundo dentro de nosotros mismos, y que muchas veces resulta inalcanzable que salga a la superficie y responda… ¿Quién soy?
País emisor
Fue inevitable que al llegar a un nuevo país, a una nueva ciudad, la pregunta ¿de dónde vengo? no ocupara mis pensamientos. He perdido la cuenta de la cantidad de veces que me han preguntado: “¿De dónde eres?”. Hay quienes al escucharme lo saben: “Eres de Venezuela”. Ese acento que yo no distingo me delata.
Cuento la historia que repiten los titulares: Huyendo de la inseguridad, venezolanos llegan a Ecuador.
Busco el significado de la palabra patria cuando escucho las letras y la música de un himno que no es el “Gloria al Bravo Pueblo”, y recuerdo la canción que lograba emocionarme, el “Alma llanera”. La escuchaba y la veía en YouTube, en la pantalla de mi celular, desde este suelo de madera que está frío. La aplicación del clima señalaba 15 grados centígrados en Cuenca, Ecuador. Sentada frente a la cama donde dormía y al lado de la única maleta que me había llevado por compañía, entendí que, para llegar y comenzar, luego de haber pasado cuatro meses llorando, debía detener los recuerdos un momento. Ya tendría tiempo para el “Alma llanera”.
Desde que el avión aterrizó, sentí alegría porque había logrado lo que me había propuesto: salir del país que se había convertido en un encierro, en algo asfixiante, sin horizontes que me viera capaz de intentar alcanzar. No somos lo que estudiamos ni nuestra profesión, pero sí que ayudan. Un día todo lo que querías cambia, y todo lo que conoces también. Mis sueños de ser profesora en la Universidad Central de Venezuela no cupieron en mi maleta.
Cédula de identidad
Logré obtener todos los papeles que me permitirían registrar mis títulos universitarios. En marzo de 2017, eso correspondía a obtener el 1er lugar en una carrera de obstáculos. Venezuela me había quedado muy lejos, debía llevarme los papeles que pudiera necesitar porque no sabía cuándo iba a volver ni si podría volver por alguno. Desde adentro las penurias eran otras; afuera, no tener el pasaporte significa quedar en el limbo.
Pronto conocería cómo es ese limbo.
Lo primero que hice en Ecuador fue tramitar mi visa profesional. Contaba con un trabajo y solo tenía futuro por delante. Por dentro, sabía que no me hallaba en esta nueva ciudad. Saber que el pasaporte tenía vigencia me daba tranquilidad. Lo de renovarlo no me inquietó hasta que me instalé.
Fuera de Venezuela estaba más por mi cuenta que nunca antes, no sería nadie hasta tener visa ecuatoriana, cédula, y existir en el registro civil. Existir, sí… en el extranjero. En las calles de Ecuador, en cada nueva esquina, sentía que todos los marcadores iniciaban una cuenta desde cero.
Apellido
El recordatorio perenne de un hombre que no conocí, lo que me dejó para que no lo olvidara: el apellido Graterol. No por nada me convertí en científica. Soy química, investigadora, porque siempre supe que tenía que buscar mucho más allá de la identidad que me fue dada.
El día que me pidieron los datos para sacar la primera cédula ecuatoriana firmé: Mariana. Así, lo más corto posible. Me presento: soy Mariana.
—Hola —dije, mirándome al espejo—. Tienes otro semblante, te han sentado bien estos años.
—Muchas gracias, aunque me siento mejor que cuando llegué, he logrado establecerme, pero a donde voy siento que me falta algo —respondí.
—A ti, a la Mariana que salió de Venezuela, le diría que en una maleta de 23 kilogramos no cabe una vida. No cabe lo que necesitas y andas buscando.
—¿A dónde voy? No tengo a qué volver a Venezuela. ¿Qué hago ahora? No sé qué hacer… Tengo muchas preguntas.
—Tampoco necesitas tantas cosas a donde vas —la abracé—. Es mejor viajar ligero.
Los primeros meses en Cuenca, caminaba a donde fuera. Recuerdo que comencé a caminar sin horizonte. No sabía a dónde ir ni qué hacer o con quién estar. Caminaba entre adoquines de una calle desconocida con la sensación de que no sabía a dónde dirigirme. La brisa fría erizaba mis brazos descubiertos, los frotaba y me abrazaba a mí misma para darme calor. Tenía un trabajo y me habían otorgado la visa de residencia temporal en Ecuador, hasta 2019, pero había perdido el norte, y esta vez no por no ver el Ávila, la gran montaña de mi ciudad, que con sus picos me ayudaba a ubicarme en ella.
Tipo de documento: pasaporte
Desde esa primera visa, tuve que tramitar la prórroga de mi pasaporte desde el exterior, para contar con la vigencia necesaria cuando llegara el momento de solicitar la visa permanente. Llegó la prórroga y logré el estatus de “residente permanente” en Ecuador. La prórroga estampada en mi pasaporte lo decía claramente: vence el 7 de marzo de 2021.
Confié en poder renovarlo en 2021, hasta que escuché por primera vez la palabra cuarentena.
El 2020 sería el año en el que Ecuador y otros tantos países entrarían en aislamiento, la orden sería mantener un toque de queda en todas las provincias. Las fronteras quedarían cerradas sin fecha de apertura, y sin saber cuándo volveríamos a las calles, a la normalidad, a la vida.
El encierro llegó con la soledad, y la soledad me recordó todos los viejos fantasmas que me asustaban cuando me quedaba sola. Lo primero fue negarlo, claro, (“esto pasará pronto, es cuestión de unas semanas”), para luego sumergirme en la lectura. Volví a leer a Karl Ove Knausgård. Sus seis tomos de la serie Mi Lucha, en más de 3 mil páginas, me acompañaron las madrugadas en las que invertí el orden: dormir en el día y leer toda la noche hasta amanecer. Recuperar una afición, y luego otras, escribir, pintar…
¿Quién dijo que lo que leemos nos define, que somos lo que nos gusta?… Llega el momento de pensarlo cuando cambia nuestro entorno conocido.
Dejas tu libro favorito,
Pierdes el sombrero con el que recorriste cuatro mares,
Se te cae la moneda con la que pagar el café, el día se siente muy pesado…
Todas las cosas que fragmento a fragmento utilizas en el día y con las que haces tu rutina, se quedaron.
Un día te levantas y cambias la hora, cambia el olor, la taza, el sabor, el sombrero. Y cambia el cielo por la mañana, la lluvia de la tarde, cambia el clima, se hace presente en las conversaciones el tiempo, aprovechar el buen tiempo. Cambian las esquinas y el norte, cambia el paisaje alrededor y el del interior. No escatimar el saludo, ni la cortesía —me digo—. Sobre todo, echo de menos las sonrisas. No porque eran mejores o más abundantes. Sino porque eran las sonrisas donde me reconocía. No se echan de menos las cosas que se quieren porque sean perfectas, se extrañan porque son tuyas.
En el transcurso de los tres meses que duró la cuarentena estricta, la imagen del mar Caribe me consolaba. Pensaba en ese mundo que quedó allá afuera y en cuál era mi lugar en él. El resplandor del sol sobre las aguas plateadas. Ese sol cálido sobre mi piel, mi cuerpo descansando sobre la arena… En esas noches sin día me permití sentir ese me falta algo que no volverá.
En ese tiempo, en otra debacle de la tormentosa relación entre los dos países, cerraron las oficinas de la Embajada de Venezuela en Ecuador, dejé de contar con representación consular.
Entonces lo supe… yo caminaba sin rumbo, pero el camino me dirigía a la punta de un filoso cuchillo: el limbo de no poder prorrogar el pasaporte. Sin ese documento, no podía volver atrás al país que es el mío, tampoco podía ir hacia adelante, por mi futuro, apostar por mis sueños, los que me trajeron aquí; sin ese documento que certifique quién soy y que existo ante las leyes y gobiernos. Por más que tuviera una cédula ecuatoriana, en la primera línea siempre indica que soy extranjera.
El tiempo parecía suspendido, tampoco hay alguien a quién volver a Venezuela. Este es el momento en el que todas las brújulas apuntan al interior: No sé cómo comenzar a escribirme, soy yo frente a mí misma, de frente a este papel que hoy es mi hogar. Siempre ha sido mi hogar. Hoy que todo ha cambiado, que no puedo volver a donde fui, hoy que me separan cientos de kilómetros de las playas que definieron ‘playa’ en mi diccionario, hoy que no me pierdo en la rutina, las pilas de libros no se erigen como torres que mantienen de pie mi castillo. Hoy me toca echar de menos, y aunque lloro y quiero todo lo mío de vuelta, las bases están sentadas. Hay cielos para dar pasos irreversibles. Quizá simplemente lloro porque en este momento es lo que hay que hacer: llorar.
Lugar de nacimiento
Un día ocurrió que Caracas, mi ciudad, quedó reducida a un solo momento:
Calle Roraima de Las Mercedes. No se escuchaba nada hasta que una moto se acercó y se detuvo. Tocaba el timbre de la casa donde me esperaban. Un hombre conducía, el otro se bajó y vino hacía mí. El latigazo de miedo me recorrió el cuerpo al instante en que le vi la cara. Saqué el celular para llamar, pero el orificio de la pistola apuntando hacia mí me dejó muy claro que era tarde.
—…Mamacita… el celular —balbuceó.
—¿Qué quieres? ¿El celular? —le pregunté—. Tómalo —se lo entregué estirando la mano.
“Mamá Mecha, ayúdame”, imploré, para mí, en silencio.
Fecha de emisión
El pasaporte con el que salí del país fue emitido en la Caracas de 2014. El día que tenía la cita para sacarlo no sabía que sería el librito en el que se sellaría mi salida a Ecuador. Fui a la oficina de Los Ruices en la Avenida Principal. Esa calle, la ciudad, como tantas otras, quedarían pronto bañadas de miedo y de sangre. Todos éramos vulnerables en ese 2017. La verdad es que siempre lo fuimos, las protestas ciudadanas de ese año solo nos lo recordaron y dejaron constancia.
Conocidos, algunos. Cercanos, tantos. Propios, todos.
¿Qué se hace con el dolor contenido por esas muertes? Con cada grito que no pudo cambiar nada. Si hubiese podido gritar y el sonido tener el alcance para frenar el impulso de la bala… Detener todas y cada una de esas balas justo antes de acercarse al cuerpo, a un centímetro de la piel, antes de rasgarla y penetrar el cuerpo, de quemar los sueños y acabar con la vida.
Irse.
Cuando no se puede cambiar algo, toca transformarnos a nosotros mismos.
Al recordar ese violento año, 2017, vuelve a mí la frase que escribí en mi diario de la época: “Yo no caí herida en las manifestaciones, pero pude ser yo. Yo también quería lo mismo que ellos. Yo también sueño con la idea de la libertad y con el país que soñaban quienes ahora están muertos”.
En cada una de las muertes de esos meses, vi la vida truncarse, leí, escuché quién era y por qué protestaba. Eran las mismas razones por las que había decidido irme. En mayo de 2017 estaba a meses de dejar el país, pero una parte de mí no se iría nunca. En Venezuela ya se había cerrado mi espacio. Entre el tiempo que dedicaba a hacer fila afuera del supermercado, cuando llegaba un bien de primera necesidad, y el que invertí en escribir correos electrónicos para postularme a diferentes empleos… me dije (y desde entonces lo supe): yo no quiero esto.
Fecha de nacimiento
Recuerdo la primera vez que entré a la Facultad de Ciencias. En el folleto con la información de las carreras que dictaban leí:
QUÍMICA. Es la ciencia que estudia las propiedades de la materia y su transformación.
Por mi afición a la química, pienso siempre en lo más pequeño, en lo que no se ve, pero que está allí y define el comportamiento del mundo material, de todo lo que nos rodea.
El mundo se desplegó ante mis ojos el día que obtuve el título de licenciada en química, y luego el de doctora en ciencias químicas. Fue como nacer por mi propia cuenta, hacerme, para escribir la historia de mi vida, la que yo deseo.
Ese título me abrió las puertas en esta nueva ciudad. En Cuenca, caminé a mi gusto. La primera Navidad, disfruté al ver el árbol iluminado. Las luces coloreaban la plaza y volví a sentir el entusiasmo de esa temporada. Aún allí, cuando caminaba por la vereda que da a mi casa, con el sonido de una moto al pasar, volteaba asustada. Mi cuerpo me decía que no había olvidado aquel día del robo.
De ese día lo que persiste en mi memoria es el rostro del ladrón que me apuntó con el arma. Afortunadamente, cogió el celular y se fue con su acompañante. La maldad que reflejaron sus ojos me lo dijo todo: corre.
Ahora su espacio lo ha ocupado otra imagen. La del monumento a Vulcano, en la Plaza del Herrero, frente al edificio donde vivía. En ella, una figura humana de anatomía muy detallada, con sus fibras, formas y músculos, brota de un cono empedrado, como un volcán. Con la fuerza del metal y del martillo, sostiene su brazo en alto para irse esculpiendo a sí misma. Ella me mostró que, aunque fuera de paso, en la vida uno va caminando; en cada camino va haciéndose a sí mismo, y que cada nueva ciudad llega para sumar.
Fecha de vencimiento
Quien uno es no debería tener fecha de vencimiento. Al menos para que lo dejen entrar a otro país, salvarse, tener tiempo de descubrir sus heridas, limpiarse y cicatrizar.
En 2021, Venezuela y Ecuador retomaron las relaciones diplomáticas. En abril de ese año entró en vigor el nuevo reglamento para la emisión de documentos de viaje que regula la expedición, renovación y prórroga de pasaportes venezolanos. Ahora la nueva libreta tiene una vigencia de 10 años. Así, por primera vez en dos años tuve esperanzas de poder sentirme de nuevo en la pista, lista y dispuesta para viajar.
En junio de 2022, finalmente me otorgaron la cita para sacar el pasaporte nuevo. El pasaporte venezolano en el exterior cuesta 280 dólares, sin duda el más costoso del mundo; eso mismo pagué por la prórroga de dos años.
Esperé más de tres meses para acudir a la cita donde tomarían mis datos y la foto. En el Consulado de Venezuela en Ecuador, mientras esperaba mi turno, lejos de todos los horizontes conocidos, me puse a pensar en estos cinco años. He cumplido mi objetivo al partir. La imagen de las arenas blancas frente al mar Caribe, día tras día, se han convertido en un nuevo sueño, el de volver algún día. Con el pasaporte nuevo podré hacerlo, podré viajar.
Ya no para reencontrarme con la que fui y con lo que era; volver para apreciar el camino recorrido y el presente. Volví a firmar “Mariana”, y esta vez el sonido de mi nombre completo se escuchaba tan diferente.
Salí y estoy esperando, con confianza, esta posibilidad, el día en que reciba el correo de pasaporte enviado.
En el diccionario de la Real Academia Española, la palabra identidad se lee:
Conjunto de rasgos o características de una persona o cosa que permiten distinguirla de otras en un conjunto.
Eso que es mi identidad es lo me distingue a mí de otros, entre todos.
Los alquimistas llamaban esencia a eso que no cambia con el tiempo. Ellos creían que lograrían transmutar la esencia de las cosas y que todo podría convertirse en oro. A todos nos pasa el dolor, la vida, la muerte, las pérdidas… Creo que la identidad también está en decidir qué queremos hacer con eso.
Nacionalidad
Algunas veces caemos desde un acantilado a un mar muy oscuro donde no hay luz. Otras veces nos adaptamos, otras crecemos… nos perdemos, pero lo que somos nos llama.
Como la gota de mercurio que al caer se fragmenta en cientos de bolitas más pequeñas que salen disipándose por el suelo, pero el que ha visto el mercurio romperse sabe que un trozo siempre busca al otro, lo reconoce y se vuelve a unir. Esa es la esencia de la materia.
De lo que se muestra, lo que vive y lo que cambia, además de lo que fluctúa, siempre hay algo esencial que permanece, aunque el tiempo nos cambie. Como ocurre con el mercurio, espero que ese algo me lleve a donde quede mundo por descubrir. Confío en que esas partes de mí, a donde quiera que vaya y estén, aquí o allá, en el pasado o en el presente, me llamen y me encuentren.
Esta historia fue producida en el curso Tras los rastros de una historia, dictado por Albor Rodríguez, en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.
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Mariana Graterol
Estudié química porque me intrigaba saber cómo una sustancia podía transformarse en otra. Química y comunicadora científica. Alquimista.