Postales de Ciudad Gótica
Una madrugada de 1995, Francisco tuvo tres encuentros sucesivos con el hampa. Estaba en Ocumare del Tuy y regresaba de una fiesta. Esa historia tan peculiar la contaría infinidad de veces a lo largo de esos más de veinte años que lo separan de ella. Y no ha sido su único encuentro con la delincuencia. Sin embargo, vistas las estadísticas, puede sentirse afortunado. En este texto, Lizandro Samuel cuenta su historia.
Ilustraciones: Walther Sorg
—¡Que yo me voy ya!
Francisco Rocca se sorprendió gritando. ¿Lo hizo? ¿De verdad habló con tanto énfasis? No lo sabía: su cerebro nadaba en Ron Reserva. Una muchacha que conoció esa noche le insistía con que se quedara:
—No te vayas a esta hora, esto es muy peligroso.
A lo que él respondía:
—No, no. Yo me voy por aquí, eso es rapidito, no me va a pasar nada.
Estaba en Ocumare del Tuy. La estructura de aluminio de las sillas vibraba con la música. Quien lo había llevado a la fiesta, al matrimonio de su ex cuñado, ya se había ido. No tenía cómo salir en carro, ni había autobuses. Eran las dos de la mañana de un domingo de 1995. Pero las sienes le latían, apretaba la quijada con fuerza, tenía aureolas de sudor en la zona de las axilas de su camisa blanca: exudaba furia.
Decidido: caminaría hasta el Terminal, el veintiúnico de la zona, del que salían autobuses para Caracas. Caricuao, donde vivía, se le antojaba lejos, pero era mejor irse distanciando de esa ex que quién sabe qué se creía. “¡Coño de la madre con las mujeres!”, resollaba, furioso, cortando el aire con pisadas firmes.
La calle: vacía. Los únicos personajes que aparecían frente a sus ojos los recreaba su memoria: esa ex con la que terminó y quería volver. El hermano de ella invitándolo a su matrimonio, porque “Francisco es pana”. Su ex ignorándolo toda la noche: apenas lo saludó, apenas le indicó dónde sentarse; no parecía que unos meses atrás se acariciaron con gozo. Francisco, sosteniendo un vaso de ron, sacándola a bailar. Y ella negándose más rápido de lo que él se tardaba en recargar la bebida. “¿¡Qué coño se cree esa mujer!?”.
El último quejido en su cabeza lo trajo al presente. A una cuadra, un tipo parado. Flaco, de tez clara, difuminado en la noche. Francisco entendió la situación. Empezó a cruzar. Una voz lo agarró de la muñeca. “¡Párate!”, gritó el tipo, obligando a Francisco a arrinconarse. Entonces una sombra se materializó en humano. No era un solo tipo, había dos. ¿Estaban juntos? Imposible saberlo. La sombra, fiel aliada de las cucarachas, siquiera se dejó ver: surgió de quién sabe dónde, se aferró a un reloj calculadora que presumía la muñeca de Francisco, lo arrancó y con la misma se perdió en la noche. Y ahí dejó a víctima y victimario. Un cuchillo ya iluminaba la acera.
El hombre que permaneció en el lugar requisó a su presa. Buscó en los bolsillos. Solo algo le interesó: la billetera. La guardó y se dispuso a irse. “¡Coño, pero déjame la cédula!”, gritó Francisco. El hombre volteó. Abrió la cartera, sacó el dinero y tiró el resto al piso. Dio un par de pasos y se borró.
Francisco tenía 24 años y era la segunda vez que lo robaban. Un joven que caminaba de madrugada por el Bulevar de Sabana Grande, que pateaba Caricuao –vivía en la UD-4, sector El Yagual– como si anduviera por Beverly Hills. Claro, inseguridad había. Y mucha. Delincuencia, secuestros, asesinatos. Caracas y las ciudades colindantes, de vez en cuando, adquirían rasgos de cine negro. Las noticias retrataban crímenes, mostraban preocupación. Y más si hablaban de Ocumare del Tuy. Pero a Francisco las fiestas, el alcohol, los estudios –informática en el Instituto Universitario de Tecnología Venezuela–, el trabajo y los panas, no le dejaban tiempo para leer noticias. Por eso siguió hacia el Terminal, luego de que lo atracaran.
Fue poco lo que recorrió antes de que apareciera otra silueta, esta de tez oscura, que caminaba en dirección contraria. Iba a su encuentro.
—Párate —le ordenó el hombre.
—¿Qué? —titubeó Francisco.
Vio un zapato dirigirse a su pecho. Sus reflejos adormecidos medio sirvieron para que los brazos le quitaran impulso a la patada. La suela del zapato quedó estampada sobre la camisa.
—¡Que te pares!
—…
—¡Dame lo que tienes! —desenfundó una pistola.
—¡Chamo, me acaban de robar ahorita! ¡No tengo más nada!
—¿¡Cómo!?
El hampón lo vio de soslayo. Dudó.
—Sí…
—¿¡Cómo era ese chamo!?
Francisco lo describió.
—Ah, bueno –el tipo relajó el cuerpo, bajó la pistola–. Para ver qué tienes en la cartera.
Francisco le extendió la billetera abierta.
—Entonces arranca. No te quiero ver por aquí.
Hombros agachados, cabeza al piso, camisa sudada. Siguió su camino. Ya no pensaba en su ex.
Unos metros más adelante, unos faros lo iluminaron. Era una moto. Se acercaba. “¡Coño de la madre!”, gritó en su cabeza. El motorizado frenó con violencia hollywoodense, lo cercó con el vehículo. “¿¡Qué más me va a pasar!?”
—¡Quieto ahí! —aulló el tipo. Lo estudió con la mirada.
—Ajá —obedeció Francisco, por tercera vez en la noche. Ojalá su ex hubiese estado ahí: se habría dado cuenta de que seguir órdenes no es tan difícil.
—Mira, ¿qué te pasa?
Esa mirada, esa forma de hablar, esos gestos. Si el hombre no era malandro, le quedaba bien el papel.
—No, nada… es que me atracaron.
—¿Quién? ¿Cómo era el tipo?
De nuevo, volvió a describir al primer ladrón.
—¡Ah!, ¡yo sé quién es! ¡Ya lo voy a ir a buscar!
Francisco entendió una cosa. La delincuencia es como los esguinces: el primer robo te protege de los demás. Caminó un par de cuadras. Otra vez el ruido de la moto. ¿Cuánto es qué duraba esta película?
—Coño, chamo, no lo conseguí. ¿Para dónde vas tú?
—Al Terminal. Voy a agarrar un autobús para Caracas.
—Súbete, pues. Te llevo.
—¿Perdón?
Los músculos se le tensaron, irguió la espalda. Los ojos como dos huevos fritos.
—Que-te-su-bas.
¿Y cómo decirle qué no? Dos minutos después, estaba en el andén. Preguntó por el primer autobús para Caracas. Debía esperar hasta las 5:30 am. Así lo hizo. Cuando apareció el transporte, le explicó la situación al chofer.
—¡Aaaaah, no joda! ¡Otro que robaron!
Era insólito: un hampón mostró más solidaridad que el autobusero.
—¡No, pana, déjalo así! —lo atajó—. ¡Yo espero al otro chofer! Ya he tenido un día demasiado largo como para pelear contigo.
Pero un pasajero, que estaba en el autobús, le dijo que se subiera, que él le pagaba el pasaje. Le preguntó dónde vivía y, acto seguido, le dio también dinero para que, una vez en Caracas, agarrara el transporte hasta Caricuao.
Esa fue la primera persona a la que Francisco le echó un cuento que repetiría por más de 20 años.
Precuela
El destino tiene raras formas de imitarse. En esa época, Francisco no le daba muchas vueltas a la cabeza con frases por el estilo, pero cuando, años más tarde, hiciera un repaso de su vida, se aferraría con descaro a un lugar común: la realidad puede superar a la ficción.
Era 1993, dos años antes de la noche en la que lo pararían tres veces en Ocumare del Tuy. 11:00 pm. Corría hacia el Metro de Bellas Artes, con la esperanza de llegar al último tren. Eran otros tiempos, el subterráneo tenía vida hasta más tarde. Pero cuando llegó, vio la estación cerrada. Su única opción para ir a Caricuao, a falta de dinero para un taxi, era caminar hasta la Plaza Miranda y tomar un carrito por puesto de una línea que trabajaba las 24 horas. Se sentó sobre un murito a quejarse: la caminata que tenía por delante era larga.
—¿Qué estás haciendo ahí?
Dos tipos se dirigían hacia él. Uno de ellos fue el que lanzó la pregunta.
—Nada, nada. Ya me voy.
Se apresuró a levantarse.
—Me voy, nada. Ven acá.
Navaja de por medio, lo amenazaron. Le arrancaron un reloj muy inferior en comparación al que años más tarde le quitarían en Ocumare del Tuy. También le robaron la cartera y no hubo negociación que les impidiera llevársela con cédula y todo.
Rezongando –la hora, el Metro, el robo, la caminata– emprendió su camino. Un chamo lo alcanzó al trote.
—¡Hey, espérate! ¿Qué te pasó?
—Nada, que esos chamos me robaron.
—¿¡Qué!? ¿¡Te robaron esos coño’ e madres!? ¡Ya vengo!
Francisco siguió caminando y, unos metros más adelante, el chamo volvió a su encuentro.
—Mira, aquí está tu reloj. Es un reloj chimbo —dijo, con un dejo de complicidad.
—Ah, gracias —comentó Francisco con desgano. Le echó un ojo. La pantalla estaba rota: se había estrellado contra el piso cuando se lo arrancaron.
—Y aquí está tu cartera. Pero ten cuidado, no te metas por ahí.
El chamo, un Bruce Wayne coqueteando con el futuro, le señaló las calles que Francisco, ya vía Parque Central, dejaba a sus espaldas. Vías oscuras, como una premonición de lo que sería la ciudad más adelante.
Secuela
Con el tiempo dejó de caminar tanto. No porque se hubiese aburguesado, sino porque –en algunos sitios, en algunas horas, en algunos momentos– sentía miedo. Casado y con hijo, fue a visitar a su suegra que vivía cerca de él, en un edificio varias calles más abajo, también en San Bernardino. Era el año 2000, un lustro luego de la larga noche que vivió en Ocumare del Tuy. La época de andar por Caricuao, o de correr en la noche hacia estaciones de Metro que estaban por cerrar, pertenecía al pasado.
Estacionó su Fiat rojo año 94. Subió al apartamento. Bajó una o dos horas después. El carro no estaba. Nunca más volvió a saber de él. Pero en el trabajo, una empresa contratista de Pdvsa, tenía un cargo importante, y debía desplazarse con velocidad. Andar a pie no era una opción, según sus jefes. Pasaron unos días, fue a casa de su suegra de nuevo, esta vez con un Mitsubishi L300 blanco de la compañía. Lo estacionó diez metros más abajo de dónde había perdido su Fiat. No planeaba estar mucho tiempo. Subió al apartamento y bajó en menos de media hora.
El carro no estaba.
Epílogo
Si se dijera que Francisco es un imán para los robos, las estadísticas saldrían a desmentir tal afirmación. No es ningún imán, solo ha vivido siempre en Caracas. Lo que sí es innegable es que los imprevistos lo atacan con estilo.
El 30 de septiembre de 2007, caminaba a la altura del Centro Comercial Sabana Grande. Llevaba camisa blanca y pantalón de vestir: el uniforme que usaba en su trabajo. Era un día cualquiera, de responsabilidades habituales. De repente, sintió que unos brazos lo tomaban por detrás, le sujetaban el cuello. No podía saber quién era. Luchó durante pocos segundos para zafarse, pero el aire empezó a escasear en sus pulmones. Y, entonces, las luces se apagaron. Eran alrededor de las 3:00 de la tarde.
Imágenes borrosas. Rayos de luz irrumpiendo en su visión. Movió los brazos. Algo comprendió: estaba acostado. ¿En dónde? Descendió una escalera emocional. Primero, se sintió tranquilo, relajado, hasta contento. Después, se dio cuenta de que estaba en la calle. Sabana Grande. Mucha gente a su alrededor. La mayoría lo veía. Sintió culpa, una resaca moral. Ese adormecimiento solo estaba asociado en su mente al día posterior a una borrachera. ¡Pero sí él no había bebido! Un chamo –siempre hay alguien que lo ayuda– lo rescató de la confusión: “Pana, te robaron”. Y para Francisco todo tuvo sentido. “Se fueron por allá”, le dijo el muchacho. ¿Qué importaba para dónde habían agarrado? ¡Ni siquiera los había visto!
Ya de pie, palpó sus bolsillos. Antes de ser atacado, tenía una billetera y una portachequera. Solo se llevaron la segunda, que contenía cestatickets y dinero. Sus tarjetas de crédito y débito seguían en la billetera. Entonces, como si fuese lo más normal del mundo que te desmayen en el medio de una de las calles más transitadas de Caracas, a una hora concurrida, siguió su camino sin inmutarse.
Hay lugares en los que la brutalidad es cotidiana.
Sus experiencias con el hampa, no obstante, carecieron del dramatismo que se podría esperar de un país que en el 2016 sumó, según el Observatorio Venezolano de la Violencia, 28 mil 479 muertes violentas. O lo que es lo mismo: 91,8 por cada cien mil habitantes. En ese mismo periodo, al hijo de Francisco –18 años– lo trataron de robar tres veces en tres meses. Siempre cerca de su casa.
En 2009, encuestas del Instituto Nacional de Estadísticas señalaron que en el país se cometieron en un año más de un millón de robos y más de 400 mil hurtos. Esos números deben haberse duplicado, como mínimo, en los años siguientes. Por eso es claro que Francisco –vive en una ciudad en la que a diario roban entre 46 y 50 vehículos: el 50% del total del país– en cada anécdota llevó la fortuna consigo. Quienes de verdad tuvieron mala suerte fueron los más de 5 mil asesinados en su ciudad, solo en el 2016.
Y todos quienes, mientras lees esto, siguen engrosando la lista.
5620 Lecturas
Lizandro Samuel
Lector. Escritor. Entrenador y analista de fútbol. Codirector de Círculo Amarillo Producciones.