Por más que lo piense, no sabe qué pasará
Alejandro migró a Argentina en 2015. Luego de pasar por una serie de trabajos informales, logró un puesto en un hotel de Buenos Aires, que le permitió ahorrar para sacar a su familia de Venezuela. Sus hermanos y su madre ahora viven con él. Pero la llegada a la ciudad de la covid-19 disipó la estabilidad que había encontrado.
Ilustraciones: Carlos Machado
Su verdadero nombre no es Alejandro. Prefiere que no se sepa cuál es. Teme que si se revela su identidad las cosas terminen peor. Que el hotel en el que trabajaba se niegue a indemnizarlo después de que lo dejó sin empleo. Y es un dinero que él necesita. Sobre todo, ahora que siente la responsabilidad de velar por su familia.
Así que Alejandro será su nombre en esta historia.
Es periodista audiovisual, egresado de la Universidad Santa Rosa. Nació en Caracas, el 3 de diciembre de 1990. Hace 5 años llegó a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Antes de migrar, le iba muy bien trabajando en páginas webs de noticias. Pero en algún momento comenzó a sentir que era hora de independizarse. Y eso, valerse económicamente por sí mismo, se le hacía cada vez más difícil en Venezuela. Era el año 2015. Decidió intentarlo en otra moneda, en otro país. Así, de paso, saciaba las ganas de conocer.
Lo había comenzado a pensar un par de años antes. En todo ese tiempo se dedicó a investigar sobre los trámites necesarios para vivir legalmente, cuál era el monto del sueldo mínimo, las condiciones laborales. Todo. Y cuando finalmente se montó en el avión, pensó que no tenía nada que perder: si algo salía mal, se devolvería.
Pero al principio las cosas le salieron bien. Tres meses después de mudarse a Argentina, consiguió su primer trabajo en una revista web de atletismo. Había cubierto otras fuentes —sociedad, política, sucesos, actualidad— y quizá por eso se le hizo rarísimo. Pero aprendió. No solo a entender el atletismo, sino también a traducir notas del portugués al español. El portal era originario de Brasil.
Luego ese trabajo se acabó.
Mauricio Macri asumió la presidencia argentina en el año 2015 y al poco tiempo implementó lo que se conoció como el tarifazo, un conjunto de medidas para aumentar el costo de los servicios y el transporte público, con el objeto de regular la economía. Estas medidas provocaron disconformidad en parte de la población y el asunto devino en protestas y cacerolazos. Fue cuando la página web en la que Alejandro trabajaba decidió cesar sus operaciones.
Él, sin embargo, estaba confiado: había tenido tiempo para sumar experiencia a su currículo. Intentó entrar en medios locales, pero no tuvo éxito. La posibilidad de que lo llamaran para una entrevista parecía cada vez más lejana.
Entonces llegaron las cuentas y la presión y los trabajos informales.
Lo que se conoce como la Plaza Serrano, en el corazón de Palermo, es una zona muy transitada: hay bares, restaurantes, ferias. Alejandro estuvo seis meses trabajando en un bar a una cuadra de allí. De los siete días de la semana lo llamaban tres o cuatro o cinco: cuando necesitaban gente. No cobraba siempre lo mismo. Hizo pruebas en otros bares y restaurantes con la esperanza de hacerse con un puesto fijo. Lo llamaron de una hamburguesería en la misma zona, para ser “runner”, una especie de malabarista de los huecos por tapar: atendía el lugar, cocinaba, lavaba lo baños..
En medio de esos tiempos de ajetreo, un amigo argentino que trabajaba en un hotel se despidió de Alejandro un día: se iba a vivir a México. Pero antes, lo recomendó para que entrara a trabajar en el puesto que él dejaba. “Lo que yo sé de hotelería es lo que conoce cualquiera que viaja y se hospeda en un hotel”, se dijo entonces. Pero igual lo asumió con entusiasmo cuando lo llamaron.
Allí aprendió mucho. Era jefe de recepción: pagaba las facturas, reponía mercancía. Pero no le pagaban bien. Y era un trabajo en negro, como el de los bares: estaba al margen de la ley. No tenía cuenta bancaria, ni seguro social, ni seguro de riesgos del trabajo. Estuvo dos años allí. Esa experiencia lo animó a buscar oportunidad en un hotel más grande, que pagara mejor.
Y fue así como llegó al hotel que ahora teme que no lo indemnice.
Lo llamó una consultora de recursos humanos, encargada de conseguir personal para pequeñas y medianas empresas. Le hicieron una entrevista en inglés y en español, le preguntaron por su experiencia laboral en hoteles. Alejandro aseguró que tenía ganas de crecer, de ampliar sus conocimientos. Pasó a una segunda entrevista con el gerente, que resultó conocer a los dueños de la revista de atletismo donde trabajó al llegar a Buenos Aires. Pidió referencias de Alejandro. Y le hablaron tan bien de él que, de inmediato, decidió que era el indicado para el trabajo de auditor.
Era el año 2017.
Entonces volvió la estabilidad. Ese hotel le permitió abrir una cuenta bancaria, tener tarjetas, hacer depósitos a su caja de ahorro, tener recibos de sueldo, formalizarse. En Argentina el recibo de sueldo es uno de los requisitos para los contratos de alquiler. Es, de algún modo, garantía de confiabilidad.
Con los ingresos de ese trabajo pudo ahorrar más para sacar a su familia de Venezuela, que era algo con lo que él soñaba. O más bien una responsabilidad que sentía por ser el mayor y el primero que migró: no podía dejar a los suyos en un país que atraviesa una crisis monumental.
Pudo mudarse a un departamento más grande para recibirlos.
Se trajo a su hermano.
Después a su madre.
Después a su otro hermano.
Ya no le quedan más parientes cercanos en Venezuela. Su padre murió cuando él tenía 10 años.
A la madre de Alejandro le costó acostumbrarse al ritmo de la ciudad, a lo distinto. Buscó trabajo en diferentes rubros hasta que se sacó la licencia y ahora es conductora de Uber. Uno de los hermanos, de 21 años, trabaja en un restaurante y el otro, de 18, no tuvo chance de encontrar trabajo, porque llegó la covid-19 a Argentina. Ahora todos están en cuarentena obligatoria. Y, por supuesto, la mayor parte del peso de las cuentas por pagar cae sobre Alejandro.
La ocupación en el hotel comenzó a bajar a finales de febrero de 2020. Ya la covid-19 se había extendido por el mundo. Los vuelos habían comenzado a cancelarse, por ende, las reservaciones de los huéspedes también. El hotel tenía mucho movimiento durante el año debido a su excelente ubicación cerca de torres empresariales. No lo frecuentaban turistas, sino personas que venían a la ciudad por trabajo, a reuniones internacionales, capacitaciones o que viajaban en vuelos de cabotaje.
Alejandro seguía yendo a cumplir horario, aunque había poco que hacer. El 3 de marzo se confirmó el primer caso de covid-19 en Buenos Aires. El 11 de marzo la Organización Mundial de la Salud declaró que la enfermedad era una pandemia. El 17 de marzo a Alejandro y a sus compañeros los citaron a una reunión con el gerente y un abogado. Les informaron que iban a cerrar porque no tenían huéspedes, y debido a la situación sanitaria, temían que el gobierno los tomara como refugio para los argentinos que venían del exterior y tenían que cumplir la cuarentena . Ya eso había pasado con más de 20 hoteles en la ciudad.
Les dijeron que el problema era que no contaban con el dinero para indemnizarlos.
La opción parecía premeditada: negociación. El gerente les propuso que cada quien se reuniera con él y el abogado, para llegar a un acuerdo económico y firmar la renuncia. Si un empleado firma la renuncia, la empresa no está en la obligación de indemnizarlo. El acuerdo económico consistía en que el hotel les pagaría un poco más de lo correspondiente por la renuncia, pero no una indemnización.
En medio de la discusión, surgió la posibilidad de una demanda, lo cual detonó el aire de confrontación. El abogado los desafió a que llevaran a cabo la demanda, sugiriendo explícitamente que nadie les prestaría atención en medio de una catástrofe mundial, y que en caso de que sí, el juicio laboral tardaría por lo menos dos años en realizarse.
El panorama daba paso a que la única opción era que cada trabajador negociara con la gerencia. No contaban con que el presidente argentino, Alberto Fernández, daría una rueda de prensa dos días después, el 19 de marzo, anunciando el comienzo de la cuarentena obligatoria a partir de la medianoche. En principio, por 15 días. Las negociaciones no pudieron hacerse: no hubo renuncia, ni despidos.
Cerraron el hotel sin conversación.
Pasaron unos 12 días sin que Alejandro supiera qué pasaría: solo sabía que ya no volvería al trabajo. Hasta que lo llamaron para decirle que habían decidido pagarle su sueldo de marzo en dos cuotas: una en abril y la otra en mayo.
Pero luego el gobierno de Argentina expidió el 31 de marzo un decreto que, por 60 días, prohibía los despidos injustificados, y en caso de retraso con los pagos de sueldo, debían cancelarse intereses de mora. Entonces volvieron a llamar a Alejandro: le dijeron que le pagarían el sueldo de marzo completo. Y lo cumplieron. Pero no ha sabido nada más.
La cuarentena continúa.
Alejandro tiene, desde finales de 2019, otro trabajo, que atendía en paralelo al hotel. Es coordinador de redes sociales en un medio de noticias. Su horario es de miércoles a domingo, de 2:00pm a 8:00pm. Su oficina es el departamento de dos ambientes donde vive con su mamá y sus dos hermanos. Es un empleo sin relación de dependencia: si el medio decide prescindir de sus servicios de un día para otro, ninguna de las partes se debe nada.
Por eso le preocupa mucho la inestabilidad económica. Cómo va a terminar su relación con el hotel. A veces quisiera desconectarse de la realidad, pero el trabajo en redes sociales se lo impide. A veces piensa en que ni siquiera puede abrazar o besar a nadie y se pregunta: ¿cómo es posible que se pierdan cosas tan sencillas?
Cuando tiene que explicar lo que dice que no puede explicar, resopla: siente presión, mucha. Haberse traído a su familia a otro país, mantenerlos a flote, mantenerse a flote, es un trabajo constante. Siente que el esfuerzo ha valido la pena, aunque eso lo haya llevado a posponer sus planes personales: viajar, mudarse. Todo por el bien común.
Vivir todos en su departamento iba a ser temporal. Ahora la situación es distinta. Es difícil porque trabaja y su hermano quiere escuchar música, su madre quiere ver televisión. Cierra la puerta como si fuera la señal universal de por “favor no moleste”, y todos entienden, pero es difícil. Hasta que no vuelvan a retomar su producción económica, nadie puede mudarse. Y ese sería el escenario ideal para Alejandro: que ellos estén bien y que cada quien pueda hacer sus planes.
—¿Viste cuando abres las alas y tus padres creen que sigues siendo un niño?
De esto habla con sus amigos que también se han llevado a sus padres fuera de Venezuela. Hay un tono de culpa y firmeza cuando dice que todos llegan a la misma conclusión: es complicado que los padres se adapten. Es un proceso largo hecho también de momentos en los que los hijos se agotan sin que eso les nuble el amor.
Desde su habitación, donde trabaja y cuenta esta experiencia, no se ve el sol. Afuera es abril, hay un día pleno, pero nada de esto sale en la pantalla de la videollamada donde solo se ve a Alejandro en un plano medio, con los audífonos puestos, de espaldas a una pared amarilla, explicando este dilema:
—A veces pienso: este fin de semana me voy a quedar en casa porque está mi mamá —y se acelera cuando habla—. Yo nunca me quedo en casa —mueve la cabeza hacia la derecha—, entonces voy a ver una película con ella para que no se sienta sola —mueve las manos hacia arriba—, porque yo tengo amigos aquí, pero ella no.
Mira a la cámara de la videollamada.
—Son mil cosas —retoma, y se queda quieto—. Obviamente tiene sus ventajas tenerlos acá, muchas. Yo sé que hay que llevarlo de la mejor manera.
Así Alejandro se plantea los problemas. Los explica, les da vueltas, los desarma, los ve, los resuelve con posibilidades, nunca una sola… y lo derrumba con la realidad: no sabe qué pasará. No tiene idea.
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Paola Soto
Nací en Anzoátegui, Venezuela, pero vivo en Buenos Aires desde el invierno de 2016. Soy poeta y licenciada en comunicación social, con estudios en periodismo cultural y periodismo narrativo. Soy autora de los poemarios Mal abrigada y Toda esta distancia.
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