Piensa en la muchacha tímida que era
Julimar Urrea vivía en Boca de Uchire, un pequeño pueblo del oriente de Venezuela, y soñaba con tener un salón de belleza propio. Asistió a un curso de un año en Caracas para hacerse técnico profesional. Cuando lo terminó, en 2017, sintió que, por la crisis que atravesaba el país, no era un buen momento para iniciar un negocio. Entonces decidió dejar a su esposo y a su hija, y migrar a Perú.
Ilustraciones: Glorilib Montilla
Julimar organizaba sus cosas para salir del Salón de Belleza Kiseki, en Chorrillos, uno de los 43 distritos de Lima. Llevaba tres meses siendo la manicurista principal del lugar. Era un trabajo que le gustaba y donde se sentía a gusto. Llegó allí tras una intensa búsqueda, luego de dos empleos que había aceptado porque no tenía alternativas: uno donde las jornadas eran de más de 14 horas al día; y otro en el que le pagaban un salario menor al mínimo legal en Perú.
Ese día de mediados de mayo de 2019, cerca de las 6:00 de la tarde, acababa de terminar de atender a la última clienta. Había sido un día de mucho trabajo y estaba exhausta. En ese momento su jefa se acercó a ella y le pidió que no se fuera todavía, porque tendría una reunión con todas las empleadas.
Horas después, frente a las demás, se le acercó, sacó de su bolsillo un papel y se lo lanzó.
—¿Qué es esto? —le gritó.
—¡Ah, encontró mi tarjeta…! —respondió Julimar, sin entender muy bien lo que ocurría, al tiempo que agarraba el papel del piso.
En su tiempo libre, Julimar entregaba en la calle, ahí mismo en el Distrito de Chorrillos, tarjetas de presentación para conseguir clientas y atenderlas a domicilio.
—¡Eres una ladrona! —volvió a gritar la jefa dando un fuerte golpe a la mesa de la caja registradora.
Las otras empleadas miraban la escena en silencio; ninguna se atrevía a intervenir.
—¡No soy ninguna ladrona! ¿Cómo voy a ser una ladrona, si estoy trabajando acá 12 horas al día con usted? —replicó Julimar.
—¡Me estás robando a mis clientas y esto no se va a quedar así! Si mi propia madre me ha robado, ¿qué puedo esperar de ustedes? —dijo, esta vez dirigiéndose a las demás empleadas.
Julimar se esforzaba por contener las lágrimas. Antes de irse, alcanzó a ver en los espejos que tenía alrededor, su reflejo, las lágrimas que ya no pudo aguantar y sus ojos enrojecidos.
Mientras caminaba a su casa, no paraba de llorar. Aunque no la habían despedido, pensaba que tenía que buscar otro trabajo: no podía seguir ahí después de esa acusación. Y tenía razón. A partir de entonces, el ambiente se fue haciendo cada vez más hostil. Para humillarla, la jefa le decía a las clientas, sin reparos, que Julimar la había robado.
Así que decidió marcharse.
Julimar Urrea llegó a Perú el 28 de octubre de 2018, a tiempo para solicitar su Permiso Temporal de Permanencia. El gobierno había establecido que ese documento, que le permitía a los migrantes trabajar y acceder a servicios básicos durante un año, solo se lo entregarían a quienes entraran al país hasta el 31 de octubre. Según la Organización Internacional para las Migraciones, entonces había 558 mil venezolanos en Perú: ya era el 2do país receptor de la diáspora.
Julimar vivía en Boca de Uchire, estado Anzoátegui, en el oriente de Venezuela. Desde que su hija Gabriela nació, en 2008, quiso dedicarse a cuidarla y a atender las tareas del hogar. Soñaba con tener su propio negocio, un salón de belleza donde pudiera hacer manicures y pedicures.
En diciembre de 2016 comenzó a viajar a Caracas, a unas tres horas de distancia por carretera, para hacerse técnico profesional en uñas artificiales, en el Instituto Mia Secret Professional Nail System. Lo logró luego de un año de esos viajes semanales, acompañada de Gustavo, su esposo, y la pequeña Gabriela.
En 2017, las condiciones de vida en Venezuela empeoraban con la crisis económica y social, y montar su salón de belleza parecía poco menos que imposible. Ganando sueldos que apenas alcanzaban para comer, Julimar y su esposo veían que era difícil construirse un futuro estable en el país.
Entonces pensaron en migrar a Perú.
—Ahora no puedo irme, Julimar. No tengo pasaporte. Si queremos hacer esto, debes abrir el camino tú —le dijo Gustavo.
Esas palabras resonaron en su cabeza durante varios días. No solo porque implicaba dejar atrás a su familia, de quien nunca antes se había separado, sino porque también sentía que irse sola, siendo tan tímida e introvertida, era un desafío para ella.
Sin embargo, decidió irse.
Preparó dos bolsos. Uno con tres mudas de ropa, una cobijita que le entregó su hija, entonces de 9 años, y algunos artículos de aseo personal; y otro con los materiales e instrumentos para hacer manicure. También, siguiendo el consejo de familiares que habían migrado antes, se abasteció de chucherías, pan y enlatados para alimentarse en el camino.
La mañana de su partida, el 20 de octubre de 2018, se despidió rápido de los suyos, en la entrada de la casa. Le dio un beso a Gustavo y un abrazo fuerte a la niña. Aunque quería que el momento fuese lo menos doloroso posible, no pudo evitar llorar.
—Pronto volveremos a estar juntos los tres —les prometió Julimar, aunque no sabía cuánto tiempo pasaría para eso.
Después terminó de salir a la calle. La esperaba un mototaxi, que la llevaría al peaje, a las afueras de Boca de Uchire, desde donde partiría hacia Caracas.
Así arrancó su larga travesía de ocho días por carretera.
Después de que en mayo de 2018 dejó de ir al Salón Kiseki, Julimar se sintió mejor. Pero estaba preocupada por las cuentas por pagar. Ahora no estaba sola: dos meses después de que ella salió de Venezuela, Gustavo y Gabriela se le unieron.
Él trabajaba como encargado en una empresa de transporte eléctrico, lo que les garantizaba una entrada de dinero y cierta estabilidad. Julimar no encontraba empleo y comenzó a hacer empanadas y a venderlas cerca de su casa, para de ese modo obtener algo de ingresos. Como a Gustavo le iba muy bien en la empresa, poco a poco fue mermando su ansiedad por no tener trabajo fijo. Más bien aprovechaba el tiempo libre que tenía para estar con Gabriela.
Pero ocurrió que el 15 de marzo de 2020, Martín Vizcarra, entonces presidente de Perú, declaró el estado de emergencia en el país debido a la pandemia de covid-19. La medida implicaba la restricción de reuniones sociales, el cierre de fronteras terrestres y el espacio aéreo, así como la paralización de ciertas actividades económicas, que incluían el transporte eléctrico. La empresa donde trabajaba Gustavo cesó sus operaciones y se quedó sin empleo.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —se preguntaba una y otra vez Julimar, angustiada.
Corrieron con la suerte de que el dueño del apartamento donde vivían alquilados les permitió quedarse sin presionarlos para que pagaran la renta. A Julimar, sin embargo, le preocupaba que la deuda que iría creciendo con el tiempo.
Uno de esos días, revisando su cuenta de Instagram, encontró un post que llamó su atención. Equilibrium Centro para el Desarrollo Económico, una organización que apoya a los migrantes, hacían una convocatoria a un concurso para apoyar con capital semilla a emprendimientos de venezolanos en Lima.
Sin saber muy bien por qué, sintió que era una oportunidad para ella, para hacer realidad el viejo sueño de abrir su propio negocio. Tenía los conocimientos y la experiencia. Así que decidió participar.
Julimar esperó hasta el último día de la convocatoria, el 12 de julio de 2020, para presentar su postulación. Algo en su interior le decía que iba a ganar.
—Esto es para mí —le comentaba a su esposo de tanto en tanto.
Y aunque mostraba esa seguridad que era nueva en ella, estaba muy nerviosa. Con frecuencia revisaba las notificaciones de su celular para ver si había algún avance del concurso. Hasta se atrevió a escribir al perfil de Equilibrium: “Me tienen en ascuas”.
La noche del 27 de julio, en compañía de Gustavo, abrió el correo electrónico que le enviaron.
—¡Aaaaaay, Gustavo! ¡Te lo dije! ¡Pasé a la 2da ronda…! —gritó eufórica, dando brincos, y abrazándolo a él, quien estaba sorprendido.
El proceso continuó con largas presentaciones en línea. Julimar debía armar el plan de negocios y preparar una presentación corta para que los posibles inversores conocieran su idea y consideraran aportar capital a la propuesta.
—Si le ofreces un piso económico estable al trabajador, él te dará el 1 mil por ciento. Quiero enfocarme en ayudarlos, en impulsar la confianza y crear un entorno amigable para ellos. Creo más en la calidad humana que en la cantidad de trabajo, y ese es mi elemento diferenciador —ensayaba Julimar frente al espejo de su cuarto.
Lo repitió muchas veces frente a Gustavo y Gabriela para que ellos le dijeran qué tal lo hacía.
El 31 de julio, como le indicó la organización, se conectó a través de Zoom, hizo la presentación y sintió que le había ido bien. Ahora debía esperar que le avisaran si había sido seleccionada para recibir el capital.
Estaba muy ansiosa.
Casi un mes después, el 27 de septiembre, recibió la noticia: había sido escogida.
—¡Mi amor, te lo dije! ¡Sabía que iba a ganar! —gritaba.
Después de algunos trámites administrativos, el 15 de octubre Julimar recibió el capital semilla por el que había concursado: era un monto suficiente para abrir su propio salón.
Desde ese momento, emocionada, comenzó a trabajar para inaugurarlo.
Para que trabajaran con ella, Julimar buscó mujeres con historias que conectaran con las personas. Mujeres que, pese a las adversidades, hubiesen podido salir adelante. Podría decirse que mujeres como ella. Así se decidió por las cinco, entre venezolanas y peruanas, que ahora la acompañan.
El 25 de noviembre de 2020 abrió finalmente el Salón Juli Studio.
Gustavo y Gabriela estaban a su lado, compartiendo con ella esa alegría.
Ahora, cuando camina de regreso a su casa al final de cada jornada, a veces piensa en la muchacha tímida que era antes cuando vivía en Boca de Uchire, en todo lo que ha logrado y en el camino que la ha llevado hasta donde está. Casi no puede reconocerse. Se siente contenta de tener un espacio donde las mujeres aprenden un oficio para valerse por sí mismas, reciben un salario justo y su nacionalidad no es impedimento para tener oportunidades de seguir creciendo. Y sonríe confiada, satisfecha, como hace a veces que ve su imagen reflejada en los espejos del Salón Juli Studio.
Esta historia fue desarrollada durante el taller “Tras los rastros de una historia”, impartido a través de nuestra plataforma El Aula e-nos a 15 periodistas venezolanos migrantes, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.
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Héctor Villa León
Soy un periodista venezolano. Vivo en Lima. Quería cambiar el mundo y por eso empecé a contarlo. Trabajé en televisión y ahora en medios digitales. Soy una mezcla entre Batman (porque me gusta trabajar de noche) y Superman (porque es periodista).
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