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Ojalá que llueva café

Nov 08, 2017

Sale todos los días, de madrugada, a vender café en las calles caraqueñas. Lleva tres termos a cuestas y regresa con ellos vacíos, a una hora imprecisa, agradecida de haber hallado parte del sustento de su hogar. A Yoli no le quedó más que dedicarse a este noble oficio luego de que el emprendimiento que soñó –y convirtió en realidad– se vino a pique y, tras una época de prosperidad, le tocó enfrentar días de hambre. 

Fotografías: Giovanna Mascetti

 

La alarma suena a las 3:00 de la madrugada de un día cualquiera. Para no darle cabida al frio de la noche, ni a su deseo de dormir una hora más, Yoli no se despereza en la cama. Sin pensarlo, se mete bajo el agua fría que le despierta los pensamientos. Su ducha tiene más de un año sin calentar, pero el presupuesto no permite su reparación. El agua caliente es un recuerdo de una bonanza que en alguna época entró a su casa, pero que ya se desvaneció.

Al salir de la ducha de 10 minutos, Yoli comienza a prepararse para su faena diaria: vender café en las calles de Caracas. Saca los termos del agua donde los ha dejado esterilizando desde la tarde del día anterior, y revisa que no tengan residuos, ni mal olor.

—Peor que empezar la mañana sin tomar café, es comenzarla tomándose uno con sabor a trapo sucio.

Algunas veces lo endulza con azúcar y, cuando no tiene, con papelón. Yoli no es barista. Su receta la encontró tras muchas mañanas de probar distintas marcas, de experimentar diferentes composiciones. Hoy consigue el sabor exacto de un cerrero, de un guayoyo, de un guarapo. Sella muy bien los tres termos, para que se mantengan calientes durante toda la jornada. Revisa que en su bolso estén los vasos. Y los cigarrillos –que también vende– y el yesquero.

A las 3:45 de la madrugada ya está lista. A veces escucha disparos a lo lejos. Pero no puede esperar mucho. A esa hora la gente ya está arremolinada en colas. Y a muchos les hará falta un sorbo de café caliente. Abre la reja de su casa con el bolso a cuestas y, antes de poner un pie en la calle todavía oscura, se encomienda a Dios.

Apenas baja de su barrio (El Manguito, en San Agustín del Sur), y llega a la avenida principal, cuando comienza a despachar. Se va caminando unas diez cuadras al oeste, hasta Puente Hierro. Allí, a las 4:45 de la madrugada, se encuentra con su hermana, quien es su socia en este emprendimiento, y cada una toma una ruta distinta: mientras ella va a las colas de las panaderías, su hermana ronda las del gas, o las de los abastos.

Desde muy pequeña, a Yoli le ha apasionado la danza. Luego de formarse en una academia, y de dar clases en ella con sobrada paciencia, se hizo con una vacante como profesora de baile en un prestigioso colegio privado de Caracas. Durante dos años montó las típicas coreografías de Tamunangue, los Diablos danzantes y la Burriquita.

Yoli dice que dar clases le cambió la vida. Estar entre tantos sueños, le abrió la perspectiva para seguir persiguiendo sus metas con esfuerzo. Fue así como un día se sentó con su esposo a planear una forma de emprender juntando sus anhelos. Después de muchas lluvias de ideas, nació Festejos Dayben. Era un plan b, una vía extra de ingresos, porque realmente en sus trabajos formales les iba muy bien.

Pero un día de octubre de 2009, a Yoli la despidieron del colegio. Argumentaron que debían reducir costos, luego de que el gobierno regulara las matrículas. Prescindieron de la profesora de danza, del de teatro y de otros empleados. Eso empujó a Yoli a la independencia laboral que aspiraba a mediano plazo: se dedicó de lleno a su agencia de festejos.

Festejos Dayben despegó con la celebración de unos 15 años, en noviembre del 2012. Antes de eso hacían fiestas más modestas que permitieron la compra de sus equipos. Pero la del despegue fue una fiesta arabesca en la que toda la familia se involucró: Yoli se lució con su talento para la decoración, la organización y la danza. Su esposo aportó sus aparatos de sonido y su entrenamiento como DJ. La cuñada repostera preparó la mesa de dulces, y los sobrinos armaron un cuarteto de tambores.

Los resultados de los novatos fueron apoteósicos, y catapultaron aquel sueño. Repartieron unas tarjetas improvisadas, y el nombre de la empresa circuló entre los invitados.

El negocio entraba al ruedo.

Pronto el ritmo se hizo vertiginoso. De hacer una fiesta eventual, pasaron a montar tres en un mismo día. Un sábado común incluía la decoración de un cumpleaños infantil; la de una fiesta de 15 años; la presentación de su esposo, con el sonido principal, en una boda. Y paralelamente, el equipo auxiliar, que integraban los sobrinos, hacían lo propio en otras fiestas. Pero tanto ajetreo era bien retribuido. El esfuerzo de esos años levantó la casa que hoy alberga sus recuerdos.

La escasez entonces no era un problema para los venezolanos.

 

En 2015, el volumen de las fiestas comenzó a disminuir. Yoli notó que cada vez menos personas celebraban los cumpleaños y matrimonios en grandes eventos. Sus fines de semana ya no eran una rumba perenne. En su globo de los deseos de la Navidad de ese año, pidió que volviera la prosperidad. Pero su petición no fue escuchada. En 2016 no hubo decoraciones, tambores, ni sonidos que montar. Festejos Dayben se apagó.

Fue solo el comienzo del declive económico de la familia. La situación se agravó cuando a Benito, su esposo, tras diez años de servicio como administrador de una reconocida orquesta nacional, lo despidieron. A él y a todo el personal. La empresa se declaró en quiebra y ni siquiera asumió las liquidaciones. Quizá fue ese golpe lo que causó un deterioro en la salud de él: la deficiencia cardíaca que ha sufrido desde niño se recrudeció.

Y entonces llegó la angustia.

Yoli lo recuerda como días de hambre y de lágrimas, muchos de los cuales los pasó sin llevarse bocado a la boca, resistiéndolos con agua y fe. En otros, se pasaba las horas comiendo mangos. En su mayoría, fueron días de una sola comida, la nocturna, que trataban de hacer lo más sustanciosa posible, con sardinas y verduras. En las jornadas de mejores rebusques, como la venta de accesorios que ella misma hacía, lo aderezaban con guasacaca o ensalada.

La desesperación que vivía la sacaba de su casa diariamente a cazar empleo junto a su familia. Estaban dispuestos a hacer lo que les tocara. Se postulaban en páginas especializadas, dejaban currículos en tiendas, bares, restaurantes, empresas privadas y dependencias gubernamentales. Pero nadie los llamó.

La desesperación no era solo por la falta de comida. Tenían que pagar las cuentas. Debían un crédito que habían pedido como microempresarios. Por eso los bienes acumulados pasaron a ser prescindibles: vendieron la camioneta, los celulares, las cámaras, parte del sonido y la cava.

 

En medio de aquello, Yoli comenzó a pensar en una máxima: “No importa lo que se haga, siempre que sea honesto, no se debe sentir vergüenza de hacerlo”. Y, con eso en la mente, puso pausa a sus proyectos personales y decidió salir a vender café en las calles. Ese sería su nuevo emprendimiento.

La idea se le ocurrió una mañana, mientras hacía una cola para comprar pan. Era muy temprano, hacía mucho frío, y le provocaba un café caliente. Durante las dos horas de espera, no pasó un solo vendedor. Así comprendió que era una necesidad.

Su esposo no estuvo de acuerdo con la idea, pero el ingreso de su nuevo empleo, como asistente administrativo, era insuficiente para mantener la casa. Yoli no le dio muchas vueltas y se aventuró. Hoy, su punto de ventas sigue siendo el mismo que descubrió aquella mañana de julio de 2017.

Yoli recorre las panaderías de la zona hasta que vende sus tres termos de café. La hora de culminación de su jornada es incierta, depende del volumen de ventas del día. Algunas veces está de vuelta a casa a las 11:00 de la mañana, otras a las 4:00 de la tarde.

En un par de ocasiones se ha enfermado por aguantar las ganas de orinar hasta llegar a casa. Pero ella no se queja. Incluso ha logrado disfrutar su nuevo oficio. Sonríe ante la bondad de quienes le guardan un puesto en la cola para que pueda comprar pan. Agradece la hospitalidad de los vecinos que le prestan los baños de sus locales, y le guardan los termos que se le van vaciando. Al ver otras personas pasando dificultades mucho más grandes que las suyas, ha aprendido a valorar su buena salud, que le permite levantarse diariamente a trabajar para poner el pan en su mesa.

Y aunque le han advertido que vender café en las calles es peligroso, sobre todo para una mujer, a ella nada le aterroriza más que la idea de volver a dormir sin haber comido en todo el día.


Esta historia forma parte del libro Días salvajes, 15 historias reales para comprender el colapso de Venezuela (Ediciones Puntocero), primer volumen colectivo de La vida de nos.

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Caraqueña. Archivólogo de profesión, artesana de letras de vocación. Leo para sobrevivir a la realidad, y escribo porque claudico ante ella.

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