No podía dejarla morir
En la casa donde vivió hasta sus 20 años el poeta cumanés José Antonio Ramos Sucre fue inaugurado, en 1983, un centro cultural que se convirtió en un punto de encuentro de amantes del arte. Adriana Cabrera, profesora de teoría literaria y literatura latinoamericana, le debe mucho a esa casa que, ahora, trata de rescatar.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
En junio de 2021, se realizaron las V Jornadas de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA, por sus siglas en inglés), y estuvieron dedicadas al análisis de distintas aristas de la realidad venezolana. Sobre tres instituciones universitarias recayó la responsabilidad de organizar el encuentro, que fue tanto virtual como presencial: la Universidad Central de Venezuela (UCV), la Universidad de los Andes (ULA) y la Universidad de Oriente (UDO).
Por la UDO, la persona encargada de llevar adelante la iniciativa fue la profesora Adriana Cabrera, docente de teoría literaria y literatura latinoamericana. No era un buen momento para organizar nada, en ninguna de las tres universidades, no solo por la pandemia, el vandalismo, los robos y la asfixia presupuestaria que padecían las instituciones, sino también por las condiciones de vida de los profesores, quienes debían recurrir, cada vez más, a estrategias de supervivencia para superar cada día.
La profesora Adriana Cabrera pensó que en la Casa Ramos Sucre se podían llevar a cabo las sesiones presenciales y transmitir a la audiencia internacional. Era un lugar lleno de significado. Desde que abrió sus puertas, en 1983, un par de generaciones de escritores, interesados en la literatura y profesores de educación media y universitaria habían encontrado allí un espacio receptivo para sus inquietudes. En la creación de la Casa Ramos Sucre participaron la UDO, la gobernación del estado Sucre, la Biblioteca Nacional y la Corporación de Desarrollo de la Región Nororiental. Pero con el tiempo, terminó recayendo en la UDO el peso del presupuesto y de la programación (aunque es cierto que la gobernación de Sucre mantiene un importante personal en la biblioteca de la Casa).
¿Qué otro recinto podía encarnar en Cumaná la pasión por la literatura y el saber que la casa donde vivió el poeta José Antonio Ramos Sucre hasta sus 20 años, cuando se marchó a Caracas?
Sin embargo, la Casa Ramos Sucre ya no era el centro de la actividad literaria de la ciudad. Desde hacía un par de años, prácticamente había cerrado sus puertas, afectada, como toda la Universidad, por la falta de presupuesto, los robos y la pandemia.
Una visita de la profesora Cabrera a la Casa resultó desalentadora.
El piso de hermosos mosaicos estaba sucio, las paredes manchadas por las deyecciones de los murciélagos, los baños no funcionaban, no había bombillos ni lámparas y una parte de la instalación eléctrica estaba dañada. El compresor del aire acondicionado que servía a las oficinas se lo habían robado varios años antes, así como la instalación de internet.
Lo racional, lo lógico, ante tales condiciones, era buscar otro sitio que, aunque no tuviera la carga simbólica y emocional de la Casa, permitiera que el evento se desarrollara con un mínimo de dignidad y seguridad. Así lo entendía la profesora Cabrera. Pero también sentía que la Casa Ramos Sucre debía ser el lugar. Porque se estaba muriendo, eso era obvio. Y no dejarla morir era una responsabilidad con la ciudad, con la Casa misma y lo que representaba, y con el propio pasado de la profesora, con sus afectos, su formación y su educación sentimental y emocional.
Para comprender por qué esto era tan importante para ella hay que ir hasta 1987. Ese año, Adriana Cabrera, entonces de 17 años, ganó un concurso de cuentos para liceístas organizado por la Casa Ramos Sucre, pero el veredicto se hizo público tiempo después, cuando ya estaba inscrita en la Escuela de Sociología de la UDO. José Malavé, en ese momento coordinador de la Casa, le avisó del resultado y aprovechó para invitarla a visitar las instalaciones que tenían apenas cuatro años de inauguradas.
Adriana era una muchacha morena, bajita, de mirada intensa y rizos permanentemente alborotados. Había leído muy poco cuando ganó el concurso: la Biblia, Los hermanos Karamazov, novelas de vaqueros y algunos folletines que guardaba su abuela, extrabajadora tabacalera y militante del Partido Comunista de Venezuela.
Se integró rápido a la programación de la Casa, que consistía en conferencias, seminarios, talleres literarios, presentaciones teatrales y exhibiciones cinematográficas. Una o dos veces por semana asistía a esas actividades. Pero tan importantes como esas sesiones, más o menos académicas o formales, estaban los encuentros informales que se daban al terminar; o antes de que comenzaran, mientras el público llegaba y se intercambiaban comentarios y libros, recomendaciones de películas, invitaciones para exposiciones y obras de teatro.
Porque la Casa Ramos Sucre era también un sitio donde la gente que se interesaba por la literatura y el arte iba para encontrarse y conversar. La Casa, como se refería a ella su público habitual, era un lugar de conocimiento y afecto en el que se recibía una formación paralela a la universitaria pero igual de rigurosa. Así, Adriana afinó su gusto por la literatura en talleres de narrativa y poesía, al tiempo que se preparaba como promotora de lectura.
Y abandonó la sociología, y comenzó a estudiar castellano y literatura, carrera más afín a sus nuevos intereses.
Cuando, muchos años después, ya convertida en profesora de teoría literaria, recibió el encargo de organizar la participación de la Universidad de Oriente en el Congreso de LASA dedicado a Venezuela, comprendió que era la oportunidad de devolver parte de lo que la Casa le había dado. Convenció a los organizadores internacionales de que la Casa Ramos Sucre merecía apoyo y consiguió recursos de estos para reparar parte de la instalación eléctrica, mandar a limpiar pisos y baños, comprar bombillos y equipos para poner en funcionamiento internet.
El 28 de junio de 2021 comenzó el evento. El espacio ya no era una ruina, pero casi. Es difícil explicar la conmoción de todos los que habían conocido la Casa Ramos Sucre en sus mejores momentos y se acercaban ahora como ponentes o público. Una profesora jubilada que debía leer una ponencia se echó a llorar apenas entró y advirtió el deterioro de las instalaciones.
La profesora Cabrera no era inmune a esta sensación de frustración y derrota. Había hecho un esfuerzo enorme con la colaboración de muchas personas, y el evento se cumplió como estaba previsto, pero la Casa seguía en estado terminal. Un depósito de buenos (y algunos amargos) recuerdos, una reliquia destinada a desaparecer o a transformarse en recinto para bastardas reuniones políticas, como ha pasado con otras instituciones en Cumaná.
Así que el resultado fue agridulce.
Pasó casi un año. En mayo de 2022, la rectora de la UDO, Milena Bravo, la mandó a llamar y le ofreció la dirección de la Casa Ramos Sucre. Adriana Cabrera no tuvo que pensarlo mucho. De alguna manera, las actividades que llevó a cabo para el congreso de LASA la habían preparado para esta nueva labor. O, si se prefiere, durante los anteriores 36 años se había estado preparando para asumir esta tarea extraordinaria y compleja.
Desde que asumió este rol, ha propiciado la formación de grupos estables, como Cielo Esmalte, que reúne a escritores de la ciudad para la autoformación. Además, ha impulsado tertulias con la idea de avivar la interacción entre los asistentes.
Lo que ha seguido es una exploración, a veces firme y a veces titubeante, de la promoción literaria y cultural en una ciudad deprimida económicamente y con una universidad acosada y en gran parte destruida. ¿Cómo crear y atraer nuevos lectores, cómo apoyar a los escritores inéditos o que requieren formación? ¿Cómo hacer para que la Casa vuelva a ser un lugar abierto, amable, receptivo, no solo para la literatura sino también para todas las manifestaciones culturales? ¿Cómo vincular el arte y la ciencia, cómo enfrentar los desafíos de la sustentabilidad y la inteligencia artificial? Estas son algunas de las preguntas que cada día se hace la directora de la Casa Ramos Sucre.
“Me he empeñado en fomentar la transdisciplinariedad, como una manera de ampliar las formas de relación artística e intelectual entre las personas que se nos acercan, y porque nos permite dar una ventana amplia para el tratamiento de problemas fundamentales”, dice ella.
Entre junio y agosto de 2022, la Casa ofreció talleres de narrativa, poesía y ensayo, y durante los siguientes dos años se multiplicaron las actividades, que van desde lecturas de poesía a exposiciones de plantas, pasando por presentaciones de libros y conversaciones con diversos artistas. Muchos de estos eventos contaron con un público masivo que, con sorpresa, parecía reconocerse como miembros de una comunidad.
Adriana Cabrera reconoce que hay mucho por hacer. Nunca se puede dar por sentado que el trabajo está consolidado, sobre todo cuando se funciona con precariedad presupuestaria. Es importante lo que se ha logrado, pero no es suficiente. En sus planes, entre otras cosas, está reactivar la revista Trizas de Papel, que en su primera etapa llegó a editar 13 números, poner en circulación los libros de los talleres literarios y convocar nuevamente la Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre.
Se lo debe a la ciudad, a esa casa que le ha dado tanto, y a esa muchacha de 17 años que descubrió en esa casa una nueva mirada sobre el mundo.
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Rubi Guerra
Soy nacido en San Tomé, pero residente en Cumaná por más de 50 años. He sido promotor cultural en las áreas de literatura y cine, en organismos regionales y nacionales. He publicado seis libros de cuentos y dos novelas.
¡Cuánto bien nos hace ver plasmado en un escrito aquello que amamos! Gracias, Rubi Guerra por recordarnos lo que la Casa representa y, la convocatoria a trabajar junto con Adriana en la recuperación de los espacios culturales que tanto bien le hicieron a Cumaná en su momento.