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Hombre asomado en la ventana de un autobus - Ilustración: Celina Guerra

No me gusta preguntar direcciones

Jul 27, 2022

Pesaba 25 kilos menos. El bono navideño que le dieron en la Universidad de Carabobo, donde trabajaba como corrector y asistente editorial, apenas le alcanzaba para comprar cinco artículos en el supermercado. Era la Venezuela 2017. En medio de la escasez y la inflación desbordada, el poeta y ensayista Néstor Mendoza sintió que debía irse del país lo más rápido posible. En este relato, que forma parte del libro 7 historias suramericanas, memorias de una diáspora, narra esos primeros momentos de su experiencia migratoria.


ILUSTRACIONES: CELINA GUERRA

Hay realidades compartidas que no valen la pena repetirlas o reproducirlas por escrito. Para eso están los noticieros (no los de mi país sino los del exterior: en mi país ya no existen o son versiones de una misma degradación). Para eso está el éxodo venezolano en cientos de ciudades del mundo en las cuales viven o sobreviven. No quiero nombrar realidades. Digo esto porque hacerlo es muy complicado y atormenta. Vuelve a nosotros todo lo que vivimos en ese momento: la angustia, la ausencia de alimentos, de dinero, de paciencia, de esperanza. Tomamos conciencia de que el descenso no se detiene, de que por más que uno se esfuerce no habrá cambios satisfactorios. Cuesta entenderlo. Y mucho más aceptarlo. 

Todo se aclara: debo irme. No sé cómo, pero debo irme. Debo salir del país. No sé a cuál otro país, pero debo salir lo más rápido que se pueda. Transcurre el año 2017, los últimos meses de 2017.

Néstor, es contigo: estás en el apartamento con tu esposa, Geraudí, y tu suegra, Audilia. Estás en San Diego, Carabobo. Todavía estás allí, pero empiezas a no estar. Es una huida paulatina. Parece súbita, repentina, pero es paulatina (algo así como ir borrando la escritura de un cuaderno de instrucciones). Poco a poco empiezas a irte y no quieres darte cuenta de ello. Aunque miles abandonen el país, aunque familiares y amigos te digan que debes buscar una vida en otra parte, tú lo haces cuando tu cuerpo y tu mente te dicen: “Sí, ahora sí ya no puedes más”, cuando la decisión se aclimata. Es como una decisión individual. Es como si algo se llenara o explotara y ya no hubiera más espacio dentro de ti (semejantes a esas plantas con semillas dentro de frágiles vainas, que estallan al contacto de la saliva o del agua). Ya has visto demasiado. Ya has soportado todo cuanto pudiste. Ya no encuentras más alternativas para el arraigo, para no irte.

Pero te vas. Tienes pensado irte, Néstor.

¿Y ahora? ¿A dónde? ¿Con qué dinero? ¿Aquella ciudad de lengua portuguesa, aquella isla canaria? Solo sé que debo irme. Nada de embalar mis libros. Nada de apostillar mi título universitario, nada de despedidas personalizadas. No quiero despedirme. Ninguna despedida te llena, solo te resta, te desinfla, te entristece. Menos mal que ya renovaste el pasaporte hace un año, antes de que las mafias agrandaran sus brazos dolarizados. Entonces, empiezas a buscar opciones. Son opciones mentales; es un mapa que vas dibujando en tu cabeza sin decirle a nadie. Luego se lo comentarás a Geraudí. Después a un par de amigos. A un integrante de tu familia. 

Dices que te irás por poco tiempo: solo un permiso laboral de dos semanas es suficiente. Todos dicen eso. Qué trágico consenso. Dices que te irás y volverás, pero mientes; sabes que no regresarás.

Ya no más placebos, por favor.

Evalúas las “opciones” que tienes. Descartas algunas porque no tienes dólares para pasajes en avión, porque no tienes visa, porque no quieres ser extranjero en un país no hispanohablante (tu inglés es escolar), porque no quieres molestar o ser una carga para familiares o quizá algún amigo. Porque ya no quieres que te dejen “en visto” o que te hablen mal de las capitales suramericanas. Hablo del año 2017. Finales de 2017. Lo ves muy claro ahora, antes no: es Navidad y no tienes ni para las aceitunas. Es Navidad y llevas semanas comiendo poco. Es Navidad y ya pesas 25 kilos menos. Es Navidad y el “aguinaldo”, el bono vacacional que ofrece la universidad donde trabajas (mi amada y martirizada Universidad de Carabobo), solo alcanza para comprar no más de cinco productos en el depremercado

Ya basta, dices. 

Ya basta: estás en el centro comercial del municipio donde vives y ves que algunos compran con billetes verdes, con próceres del Norte. Gente con pantalones cortos, sandalias, lentes y esa mirada plácida de seguridad económica fraudulenta que no soportas. No es cuestión de envidia: piensas que aquellas personas son hermanos o mujeres o hijos del generalato, que en las afueras del centro comercial los espera una Ford Runner. Pero no lo puedes confirmar, aunque lo veas diariamente.

Ese es el sueño, el ápice: la igualdad que soñaron los destructores.

Respiran (Geraudí, Audilia y tú) gracias a unos trabajos de corrección de textos, freelance. Agradeces la gentileza humanitaria de un amigo editor desde España, que te ofrece esos trabajos. Hablo de febrero de 2018. Compras comida suficiente, al menos para un mes. Das gracias porque, al fin, puedes ayudar de mejor manera a tus padres (qué dicha poder llevarles comida, qué dicha poder beberte algunas cervezas con tu viejo, en el centro del pueblo donde te criaste, sentados fuera de alguna licorería). Respiras un poco junto a Geraudí y Audilia. 

Hay alimentos en casa (a Dios gracias), pero no hay plata para planes de extranjería. Hay comida para no seguir adelgazando y poder ir al Rectorado, a la oficina, para trabajar en medio del caos. Hay comida, pero no hay “efectivo” para los pasajes y tampoco hay autobuses para llegar al trabajo. Ya son visibles las “perreras”, esos infames transportes en los cuales perdemos la dignidad y de los cuales salimos con lumbagos y esguinces. Ya son comunes esas largas caminatas por las avenidas sin carros y autobuses, ya son comunes los establecimientos cerrados y los revendedores de comida regulada. 

Y es común ver a las personas hurgando en la basura.

Mi hermana Griselda tiene dos años residenciada en Villa del Rosario, municipio vecino de Cúcuta, Colombia, y realiza un viaje meteórico de dos días a Mariara. Viene a traer comida para mis padres y a buscar a uno de sus hijos, mi sobrino. Lo hace desde que se fue: ella viene desde Cúcuta o mi papá viaja a Cúcuta a buscar comida y medicinas. Ya no puedo esperar más y no quiero tocar más puertas. Si molestaré a alguien será a mi hermana morocha (o melliza: “nacido de un mismo parto”, dice el diccionario). Menos mal que vino a Venezuela, menos mal que está cerca y que, casi sin decir palabras, llegamos a la decisión de emigrar: ella me paga el pasaje de bus desde Valencia hasta San Cristóbal y de allí al pueblo fronterizo de San Antonio, la última despedida de Venezuela antes del puente Simón Bolívar.

Nadie nos enseña a preparar maletas para la extranjería. En ese momento no parece haber personas que te orienten, que te digan qué debes incluir y qué debes dejar. Después, cuando ya has abandonado el país, te das cuenta de que existen dos clases de maletas: la maleta para turistas y otra, muy distinta, para el exilio. Es muy tarde cuando te percatas de todo esto. No es posible regresar para rehacerlas. Esa maleta parece hecha para un viaje corto de fin de semana. Quizá piensas retornar pronto, irte sin irte, engañarte, engañar al ánimo.

Busco la maleta más pequeña para no irme, para irme a medias, de a poco.

Será el tiempo más largo lejos de Geraudí. Ella ya ha estado lejos, pero una sola vez: en Santiago de Compostela, en aquel ya lejano 2011.

Ya falta poco, Néstor, para irte.

No sé por qué meto a mi bolsillo las llaves del apartamento y de mi oficina. En qué estaba pensando (¿habrá alguna superstición alrededor de las llaves?). Ni modo. Van conmigo en este largo viaje de más de 10 horas por carretera. Esta no era la manera de cruzar de norte a sur mi país. Esta no era la manera de llegar a Los Llanos (de madrugada, en una breve parada del autobús para estirar las piernas, ir al baño y recargar gasolina). Esta no era la manera de conocer Los Andes, nuestros Andes venezolanos. Yo no conocía esta región. Esta no era la manera de conocerla: despidiéndola.

Llegamos a San Cristóbal poco antes del amanecer. Por primera vez siento ese frío mítico que leemos y que nos han comentado amigos poetas de la región. Yo siempre habité las tierras soleadas del norte venezolano, detrás de la cordillera de la costa.

Voy con mi hermana y mi sobrino Sair, “el gordo”. No he dormido nada en el trayecto y no dormiré bien en Cúcuta (el sueño se irá y se instalará el insomnio).

Desde el pequeño terminal de la línea de autobús caminamos algunas cuadras hasta el terminal principal de San Cristóbal. Allí están los pequeños buses que van a San Antonio. La antesala del día, esa hermosa imagen del amanecer, hace más agradable la niebla, las montañas y casas que nos rodean. Ahora lo recuerdo y me duele no haber conocido esta zona antes de la tragedia. El camino es montañoso y a veces estrecho. Vamos los tres en la parte trasera del bus, y nos arropamos con una sábana gruesa para aquietar el frío. Converso con mi hermana con esa economía de palabras que siempre tenemos. Son frases sencillas, amorosas, tácitas, de mellizos. Debe haber algo genético, algo de complicidad iniciada en los primeros meses de gestación.

Llegamos a San Antonio. Caminamos hacia el puente del prócer compartido. Se siente otra atmósfera. Disminuye la paranoia. Se nota en la gente fronteriza. Se siente que respiran y que pueden comprar comida sin que les marquen los brazos con números, o sin que pierdan horas y días en colas en depremercados. Hay muchas personas vendiendo café (ya desde San Antonio se nota el buen café del vecino país). Compramos dos. Negros, desde luego. Es el 25 de marzo de 2018.

Falta poco para sellar pasaporte.

Hay muchos paisanos que van en la misma dirección que nosotros. Llevan bolsas, sus despedidas. Llevan todo lo que cabe en una maleta con estampados amarillos y azules, floreados. Allí están los uniformados, indeseables, los del lado autócrata del puente. Allí están las instalaciones gubernamentales que sellan pasaportes y despedidas.

Allí están las filas de quienes se van definitivamente. Qué sorprendente ver, en un espacio de pocos metros, decenas de maletas apiladas. Decenas de personas que esperan el sello en la hoja con el retrato de la heroína (Luisa Cáceres de Arismendi) en el pasaporte.

Cuatro horas después, sellamos.

Casi te vas, Néstor.

Un puente que une y separa a dos países con las mismas plazas y estatuas ecuestres y los mismos tres colores primarios en sus respectivas banderas. Un puente que cruzan miles de venezolanos a diario. Un puente que es, al mismo tiempo, bisagra y conflicto.

Qué contradicción: sentir seguridad mientras te alejas de tu país, mientras el funcionario de Migración Colombia chequea rápidamente tu pasaporte cuando estás a punto de dejar el lado venezolano del puente. Qué maléfica tranquilidad cuando ya no ves las estrellas en el azul de tu bandera sino la franja más ancha del amarillo colombiano.

Te sorprendes, Néstor, al ver tanta gente ofreciendo boletos, comida, mujeres que piden a otras mujeres comprar sus largas cabelleras.

Todo parece bullir como sal de fruta que no termina de aquietar su efervescencia en el fondo del vaso.

Allí mismo está la sede de Migración Colombia y una campaña de la Cruz Roja Internacional que ofrece ayuda inmediata (chequeo de la presión arterial, hidratación y me parece que pernocta por una noche). Definitivamente ya no estoy en Venezuela.

Ya estás en otro país.

Comes papa rellena (una papa grande a 1 mil pesos).

Ya no escuchas refresco sino gaseosa. Ya no escuchas café sino tinto.

Abundancia de comercios y de comida.

Abundancia.

Ansias.

Ya no venezolanos sino venecos.

En Cúcuta nos esperan Kennedy, mi cuñado, y mi sobrina Stephany. Ha pasado bastante tiempo y ha crecido (estudia y se alimenta mejor); su madurez me da alegría. Mi cuñado trabaja como agricultor. Se esfuerza mucho, desde temprano en la mañana hasta la tarde, en jornadas de siembra, cuidado y recolección de vegetales (cebolla larga, también yuca). Viven en el lugar donde se encuentra el gran terreno para la siembra. 

Todos dormimos en la misma pieza. Hay tres camas pequeñas, un ventilador grande —qué ruidoso es— y una nevera (esta casa me recuerda a la de mi abuela materna, en mi amada Barquisimeto). Es una zona más bien rural, aunque se nota, en los alrededores, un crecimiento urbanístico que sustituye las antiguas casas. El cemento de la carretera alterna espacio con trechos de tierra y de monte. Hay que caminar para acceder allí, se encuentra algo lejos de la avenida principal.

Estoy aquí y parece un episodio irreal.

Un lapsus.

Una interrupción temporal que no terminas de entender del todo.

Diarrea y vómitos nocturnos me pasan factura por comer completo: arroz, caraotas y arepa.

Hay tanta distancia entre el cuarto y el baño. No sé si pueda llegar.

Me cuesta dormir por las noches, bordeo esa frágil línea que equivoca sus límites. Al tercer día salgo con Griselda a realizar unas compras en el centro. Visitamos varios, ahora no depremercados sino supermercados. Toma 3 kilos de harina de maíz, 1 aceite de litro, medio kilo de café, 1 kilo de azúcar, margarina, granos, medio kilo de embutido. En fin, la compra de la semana para 5 personas.

Sigo durmiendo mal y poco.

Tengo cerca el celular de mi cuñado e intercambio audios y deseos con Geraudí.

Estoy en Cúcuta, sí, más tranquilo, pero sin opciones laborales a corto plazo.

Dos semanas.

Nada sucede aún.

Ayudo con las labores caseras, con el desayuno (Griselda aprende mi receta: panquecas de arroz), con las tareas escolares de mis sobrinos. Mi hermana me cuenta de una familia de gentiles cucuteños que los ha ayudado mucho, en contraste con las acciones abusivas del jefe de mi cuñado.

Miro tanto verde alrededor, oigo el canto de las aves del lugar.

Voy con mi sobrino a tumbar mangos. Qué puntería tiene.

Intercambio audios y mensajes para buscar o para inventarme opciones. De pronto van llegando ideas. Algo se dibuja: una posible opción laboral en Bogotá, una opción de casi 20 días de trabajo. Se cruzan mensajes de amigos de Maracay y Medellín. Luego noticias de Nueva York. Nada es concreto y prefiero bajarle la temperatura al entusiasmo. Espero la respuesta, afirmativa o negativa, del trabajo. Mientras tanto, la amistad desde Caracas y Vitória, en Brasil, se vuelve auxilio económico. Ya puedo respirar un poco: si no es en Bogotá será en Cali o en Lima. No hay nada seguro; lo seguro es la decisión y el riesgo.

Sigo sin dormir. Sigo comunicándome, vía llamadas, con Geraudí (la despedida se convierte en alternativa esperanzadora).

Intercambio audios de WhatsApp con amigos de Maracay y Medellín. Algo se cocina en esa lentitud que aumenta el hambre. Ya les envié mi síntesis curricular.

La opción de trabajo deja de ser posibilidad y se transforma en propuesta laboral. Digo que sí. Me dicen que debo estar residenciado en Bogotá. Que en una semana debo estar allí. Falta poco para el inicio de la Feria Internacional del Libro y debo estar en Bogotá. Te van a llamar, me dicen desde Medellín. Él te explicará todo: dinámica, el pago…

“¿Estás en Bogotá?”, me interrogan con acento antioqueño desde el otro lado del celular. Digo que sí, aunque estoy en Cúcuta, en el patio de la casa, mirando a dos gallinas negras encerradas en una habitación que hace las veces de corral.

Lo importante es tener ya ese trabajo concreto. Lo demás llega. Debe llegar. Debería llegar. Va a llegar. Toco puertas: algunas ignoran los golpes de la aldaba, otras dos ventanas se abren. Ya he asegurado techo por cinco días. Eso es suficiente para mí, pienso.

Finalizan las tres semanas en Cúcuta.

Estoy en el terminal de Cúcuta y no me quiero separar de mi hermana. Luego de una breve neurosis mía con el nuevo sellado del pasaporte, compramos el boleto para Bogotá. Griselda me acompaña todo el tiempo, me da algunas instrucciones con su economía afectiva. Me compra un Cocosette, espera a que suba al expreso de color verde y blanco. La miro desde la altura del asiento y la amplitud de la ventana.

Quiero llorar. La veo llorar.

No sé qué estará haciendo Geraudí en este momento, en San Diego, pero siento que me recuerda silenciosamente.

Quiero describir tanta naturaleza iniciada en Pamplona y no termina ni siquiera cuando el expreso se detiene en el terminal de Salitre, en Bogotá. Ya se vuelven anécdotas las cuatro horas que estuvimos detenidos, esperando que se despejara la carretera luego de un accidente de tránsito (el frío de montaña, la tela de frío que oculta el barranco de lado y lado del camino). En el bus, cuando nos topamos con una alcabala, me percato, por los documentos (los pasaportes), de que casi todos los tripulantes son venezolanos.

Ya no están Geraudí ni Griselda. Ya no tengo amorosas intérpretes. Estoy solo y debo preguntar direcciones. No me gusta preguntar direcciones.

Es domingo 15 de abril. Falta un día para el montaje de la feria y otro más para la apertura.

Salgo del terminal. Veo gente, y mucha, con abrigos, y siento la primera impresión del clima bogotano. Hay temores en mí. Bajo algunas calles, luego de preguntarle a un muchacho en bicicleta. Arrastro la maleta floreada y me preguntó dónde quedará Fontibón.

Este texto forma parte, bajo el título Un prócer compartido: de Valencia a Bogotá, del libro 7 historias suramericanas, memorias de una diáspora (Gatalejo, 2022), compilado por Marelis Loreto Amoretti.

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(Maracay, Venezuela, 1985). Soy licenciado en educación, en la especialidad de lengua y literatura (Universidad de Carabobo). Cursé estudios en la maestría de literatura latinoamericana (UPEL). Formo parte del consejo de redacción de la revista Poesía (UC) y del equipo editorial de la revista bilingüe Latin American Literature Today (LALT), editada por la Universidad de Oklahoma. Mis publicaciones más recientes: Dípticos (Bogotá, 2020), la antología poética Simulacro. 2007-2020 (Bogotá, 2021) y Alfabeto de humo. Ensayos sobre poesía venezolana (Maracay, 2022).

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