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No encuentra las palabras para explicar qué siente

Mar 31, 2021

Unos 200 mil niños y adolescentes venezolanos que migraron a Perú necesitan estudiar. En el proceso de cambio e integración a las escuelas deben hacer frente a distintos obstáculos que podrían afectar su salud mental. Acerca de ello trata este trabajo, publicado por el medio peruano Salud con Lupa, el 11 de junio de 2020, y que ahora ofrecemos a nuestros lectores como parte de la Red de Periodismo Humano.

Fotografías: Ministerio de Educación de Perú / Max Cabello

 

La etiqueta del “nuevo estudiante” nos ha perseguido a muchos durante la infancia. Sin embargo, esa es apenas una —y quizá la más insignificante— de las pruebas que deberán afrontar los niños venezolanos cuando empiecen las clases presenciales en el Perú. Estará, por supuesto, la incertidumbre de saber si encajarás o no, los nervios del primer día y los esfuerzos por no llamar la atención. Una hazaña difícil de lograr cuando eres el único de la formación que no puede cantar el himno nacional porque aún no te aprendes la letra. O si mamá te manda una reina pepiada en la lonchera mientras el resto lleva sánguches (sándwich). En los recreos es probable que nadie quiera jugar escondite y, cuando se trate de fútbol, todos se pelearán por ser Paolo Guerrero, pero ninguno conocerá a Juan Arango.

Las maestras serán igual de amables, pero hablarán distinto. No dirán “mi amor” al saludarte por las mañanas, como lo hacían en Venezuela. Si sientes el impulso de hacer alguna que otra pregunta durante la clase —porque no entendiste las palabras que usó la miss— puede que te encuentres con un gesto de cansancio. Faltarás algunos días al colegio porque en casa no reunieron suficiente dinero para el pasaje en bus y citarán a tus padres para hablar sobre tu comportamiento. Otro día, quizá, uno de tus compañeros te grite “veneco” o “veneca” durante el recreo y regresarás a casa, confundido y apurado por preguntarle a mamá qué significa esa palabra.

 

¿Falta mucho para llegar?

Antes de enfrentar su primer día de clases en un país ajeno, miles de niños y adolescentes venezolanos tuvieron que salir de casa de un momento a otro. Los que pudieron, se montaron en cuatro, cinco, siete autobuses para llegar al Perú. Y los que no, caminaron miles de kilómetros. Durmieron en el suelo y entendieron que tenían que hacer turnos de tres o cuatro horas para cuidar las mochilas y bultos mientras los demás descansaban. Con algo de suerte, quizá, consiguieron espacio en una carpa de ayuda humanitaria y se acurrucaron junto a decenas de personas que jamás habían visto. Les salieron llagas en los pies. Pasaron sed y frío. Subieron a camiones de carga, viajaron en busetas destartaladas y descubrieron que había lugares donde los insultarían por haber nacido del otro lado de alguna frontera.

Alejandra Céspedes Ormachea, una socióloga especializada en infancia, estuvo en Tumbes hace poco menos de un año. Viajó hasta allí para hacer una investigación sobre el impacto emocional del proceso migratorio en los adolescentes y niños. Las entrevistas que hizo en el Centro Binacional de Atención de Frontera le permitieron conocer varias historias de cerca, pero hay dos que recuerda especialmente: la de un niño que caminó durante 15 días con su padre para llegar a la frontera y, en el trayecto, lo quisieron secuestrar. Y la de otra niña, que solo hablaba del abuelo que había dejado en Venezuela, y al que ella quería como a un papá.

Esa sensación de pérdida y angustia es una constante en los testimonios de “Voces y experiencias de la niñez y la adolescencia venezolana migrante”, el estudio que realizó la socióloga junto a otros especialistas de Brasil, Colombia, Ecuador y Perú. Algunos niños, explica, viven el viaje con tristeza o inseguridad y otros con enojo. Pero todos comparten una incertidumbre similar.

—Los adultos tienen esquemas mentales que les preanuncian las dificultades que van a encontrar en el camino. Pero los niños, no —señala el psicólogo y psicoterapeuta José Mogrovejo—. Van “desarmados” y todo les resulta más violento.

Empezar una vida desde cero en otro país es un proceso complejo para los hijos de inmigrantes. Los niños venezolanos no son los únicos con dilemas de adultos. Ocurre en los campamentos de refugiados en Azraq, Jordania, donde niños y adolescentes sirios tienen estrés postraumático; y en Moria, otro centro de refugiados de las islas griegas, donde los psicólogos reportan casos de adolescentes afganos que se autolesionan e intentan suicidarse. Incluso, sucede con centenares de latinoamericanos que fueron separados de su familia en la frontera sur de Estados Unidos. Allí, aun después de reencontrarse con sus padres, los niños se muestran retraídos y tienen miedo de quedarse solos hasta para ir al baño.

No importa cuán “maduro” parezca un niño, su falta de experiencia dificulta la comprensión de nuevos obstáculos y el control sobre sus propias emociones. Hay quienes se consuelan repitiendo que ellos se adaptan con más facilidad a los cambios. Pero eso, según la psiquiatra Vanessa Herrera, es absolutamente falso. Al integrarse a un nuevo lugar, los niños lidian con sentimientos desconocidos. Algunos mantienen una sensación constante de que algo malo sucederá y se vuelven más agresivos. Otros se llenan de tristeza y prefieren hablar poco y estar solos. Si para un adulto adaptarse a un nuevo entorno es una tarea complicada; para un niño resulta una experiencia abrumadora. “Es importante tomar el comportamiento de los pequeños con seriedad porque puede transformarse en cuadros de ansiedad o depresión infantil crónica y terminar, incluso, en intentos de suicidio”, advierte Herrera.

 

Entre tu tierra y la mía

Hay días en los que Airelvis Gómez quisiera convertirse en una heroína adolescente. Si eso fuera posible, usaría sus poderes para teletransportarse. Desandar los 4 mil 700 kilómetros que la separan de Nueva Esparta, el estado de Venezuela donde nació, y reaparecer en casa de sus abuelos. Iría a la escuela y, de regreso, apuraría las tareas para salir a jugar atrapaito con sus amigos del barrio. O, quizá, pasaría la tarde con su papá planeando la próxima pijamada. Más tarde, al caer la noche, reaparecería con algún efecto mágico en el cuarto de Santa Anita, un distrito de pequeños comerciantes en el este de Lima, donde vive con su madre desde hace siete meses. Le daría un beso, cenarían juntas y se iría a dormir, feliz y cansada. Lista para volver a empezar.

El plan es irresistible, pero Airelvis, a sus 12 años, sabe que es solo una fantasía. Por eso, hay días en los que simplemente quiere llorar.

—Pensaba que, al llegar, todo se iba a arreglar. Que iba a hacer amigos nuevos y empezaría a estudiar —recuerda.

Las cosas, sin embargo, no resultaron sencillas. Antes del inicio de la cuarentena por la covid-19, Airelvis debía acompañar a su madre al trabajo. Quedarse sola en la habitación que alquilaban era peligroso y el dinero no alcanzaba para contratar a una niñera. Hacer amigos fue difícil con esa rutina. Y estaba, también, la incertidumbre de saber si podría estudiar o no: aunque su mamá empezó los trámites de inscripción en una escuela de la zona con meses de anticipación, no tuvieron una respuesta hasta principios de abril.

Ahora, mientras algunos niños empiezan a sufrir el aislamiento, Airelvis ha encontrado algo de distracción en sus clases en línea. No se parece a lo que había imaginado y, por momentos, solo puede pensar en los amigos y la familia que dejó en Venezuela. A veces, tiene estallidos de llanto. Pero aún no encuentra, dice, las palabras para explicar qué siente.

 

Enséñame tus calificaciones

Lo olvidamos a menudo, pero la escuela es un espacio donde aprendemos más que ecuaciones, tiempos verbales e historia universal. Algunos tuvimos una profesora que cerraba la puerta del salón apenas sonaba la campana y, si llegábamos uno o dos minutos tarde, nos dejaba esperando afuera buena parte de la clase. Así, a pura perseverancia, nos enseñó a ser puntuales. Más adelante quizá nos topamos con otra maestra que nos reprendió por olvidar parte de nuestras líneas durante una actuación escolar y, desde entonces, empezamos a tener pánico de hablar en público. O rompimos un vidrio jugando matagente y debimos asumir la culpa, antes de que castigasen a todos los niños del salón.

—La escuela, junto con la familia, es una de las instituciones de socialización más fuertes de las personas. Vamos, sobre todo, para aprender a convivir—, explica la socióloga Céspedes Ormachea.

Un niño que no va a la escuela puede convertirse en un adulto con problemas para seguir instrucciones, conseguir un buen empleo, trabajar en equipo, hacer nuevos amigos e, incluso, para tener una relación de pareja saludable. Por eso, la Constitución Nacional del Perú establece que la educación inicial, primaria y secundaria es obligatoria. Esta política incluye a los niños y adolescentes peruanos, pero también a los de cualquier nacionalidad que viven de manera estable en el país. El objetivo es claro: integrarlos y formar ciudadanos respetuosos de las normas y capaces de tomar decisiones responsables. Pero esa integración, indica el sociólogo e investigador José Koechlin, no debe malinterpretarse como un aculturamiento o mimetización de los niños con el nuevo entorno.

—Tiene que haber una interculturalidad ética. Es decir, una interacción con respeto y representación de las diferencias culturales, étnicas, sexuales y religiosas.

No se trata de una simple idea progresista. Durante la primera infancia, aprendemos sobre todo de manera visual. Eso incluye lo que vemos en los libros y los adornos del aula, pero también a los profesores y otros niños que nos rodean a diario. “Nuestros modelos a seguir suelen ser personas que se parecen a nosotros y nos permiten vernos representados”, explica Irma Pareja, educadora y asesora familiar de la ONG estadounidense Child Family and Community Services.

Así, si en un aula hay 30 niños peruanos y 3 venezolanos, es probable que los extranjeros no tengan ningún profesor con un background como el de ellos y, difícilmente, vean su cultura representada en las clases. Lo mismo ocurre con los migrantes internos y con muchos otros chicos que llegan a las aulas peruanas. Por eso, la educación con enfoque multicultural forma parte de las políticas del Ministerio de Educación. Llevar eso a la práctica depende tanto de los docentes como de los padres. E implica que los maestros se guíen por un currículum que considere las necesidades de todos los niños, aprendan las palabras que sus alumnos migrantes utilizaban en sus lugares de origen y usen cosas cotidianas —como las loncheras— para enseñar sobre las culturas de otras regiones.

—Hay que normalizar el hecho de que cada individuo es diferente —recomienda Pareja— y enseñar a los niños a que no deben avergonzarse por hacer preguntas, siempre y cuando sean respetuosas.

 

Un espacio seguro

Camila Escalona nació en Barquisimeto, Venezuela, y este año empezará a estudiar en un nido (centro de educación inicial) de Chorrillos. Para conseguir una vacante, su mamá tuvo que hacer dos días de cola, y lo más difícil: convencer al padre de la niña.

—No quería que estudiara. Un sobrino de él, que está en Tumbes, tuvo problemas en la escuela. El año pasado, unos niños lo quisieron golpear en el baño y mi cuñada lo tuvo que sacar del colegio. Entonces, mi marido tenía miedo.

Yessy Querales dice que lo persuadió de a poco. Pidió referencias de distintas escuelas a sus amigas de la iglesia. Luego, cuando visitó el I.E.I. Comunal San Juan de la Libertad, y vio que los más pequeños tenían un espacio apartado de los niños mayores, se sintió más tranquila.

Puede parecer algo aislado o la preocupación exagerada de un padre primerizo. Sin embargo, la situación que describe esta madre venezolana es más frecuente de lo que nos gustaría admitir. Hace ocho meses y medio, por ejemplo, cuando se difundió la noticia de los descuartizamientos en San Martín de Porres y los medios de comunicación empezaron a hablar de mafias venezolanas, el Ministerio de Educación comenzó a recibir alertas de discriminación en distintas regiones del país: al día siguiente ya había escolares que le decían a otros que no querían jugar con ellos porque eran venezolanos.

—Los niños construyen su mirada del mundo, en buena medida, a partir de los mensajes que reciben de personas importantes para ellos. Los estereotipos negativos vienen de su entorno adulto, de los medios de comunicación y también de otros niños.

Así, explica la psicóloga Rosa María Cueto, funciona la xenofobia.

Es posible que la mayoría no logre definir ese fenómeno como lo haría un experto. Pero estamos de acuerdo en algo: nadie incentivaría a sus hijos a hacer generalizaciones o a rechazar a las personas por su nacionalidad. Al menos, eso queremos pensar. Sin embargo, es algo que ponemos en práctica más a menudo de lo que notamos. Ocurre cada vez que decimos que hay “demasiados venezolanos en el país”, cuando repetimos que “nos quitan empleos”, cuando insinuamos que se dedican a negocios turbios. Y, claro, cuando les llamamos “venecos”. O cuando los demás lo hacen y nosotros nos quedamos callados.

Ni siquiera es necesario salir de casa para exponer a los niños a este ambiente hostil. Basta con ponerse cómodo frente al televisor y sintonizar las noticias del atraco de la semana. Así, a partir de un informe aislado en el que se hace énfasis en la nacionalidad de un asaltante, otra nota en el periódico, un reportaje en la radio y, luego, otro y otro más, se ha ido instalando el miedo al extranjero en nuestro día a día. Los niños no son ajenos a estos mensajes. Por eso, los especialistas recomiendan ser honestos con ellos: explicarles que se trata de hechos aislados y que no tienen relación directa con el lugar de origen de una persona. A la par, es útil tratar de empoderar a los pequeños haciendo que se sientan orgullosos de la familia a la que pertenecen. Es mejor que se concentren en los valores y costumbres dentro de su hogar que en las de todo un país.

—Tenemos que ayudar a los niños a comprender que lo que compone a una persona es algo mucho más amplio que su nacionalidad —recomienda la educadora y asesora familiar Irma Pareja—. Si el niño está orgulloso de su familia tendrá más fuerza para vencer estereotipos.

La escuela debería ser un espacio sanador para cada uno de sus alumnos. Muchos docentes peruanos son conscientes de la importancia de que cada niño se exprese libremente y se le trate con respeto. Sin embargo, los recursos con los que cuentan no alcanzan para lograr todos sus objetivos. Dora Vilela Loayza es la directora de un colegio en San Martín de Porres. El I.E. José Carlos Mariátegui La Chira tiene 1 mil 200 alumnos de primaria y secundaria, pero hace más de 20 años que no cuenta, siquiera, con un psicólogo o asistente social en la institución.

—Tenemos una gran necesidad, con todo lo que está pasando —dice—. Yo sé que una persona resultaría poco para la cantidad de alumnos que hay en la escuela, pero deberíamos tener al menos a alguien fijo.

Su preocupación se repite en muchos otros colegios: según un informe de la Contraloría General de la República, el 89 por ciento de las escuelas peruanas no tiene ningún psicólogo o asistente social en planilla. Aunque el gobierno de Martín Vizcarra anunció que la salud mental sería una de las prioridades de gestión, las postergaciones fueron frecuentes en el sector educativo, antes de la emergencia por la covid-19. Los presupuestos, se excusaban, eran insuficientes.

 

Una nueva oportunidad

En marzo de 2019 las estadísticas oficiales estimaban que al menos 10 mil niños podían perder el año escolar por falta de cupos en el sistema de educación pública. El problema ya se había registrado durante varios años y en los últimos meses se habían sumado, además, miles de niños inmigrantes. Por eso, no sorprende que exista una competencia cada vez más feroz a la hora de conseguir una plaza.

En este contexto, a mediados de año, la Dirección de Educación de Lima Metropolitana lanzó una estrategia que permitió ampliar las vacantes de los niveles inicial y primaria habilitando dobles turnos en un calendario extraordinario que funcionó de junio de 2019 a febrero de 2020, en 96 escuelas de la capital. Lima Aprende —como se denominó al programa— tuvo, además, una estrategia de inclusión educativa con talleres para docentes, directivos y algunas familias.

“Podría haberse limitado a una ampliación sencilla de vacantes, pero, gracias a Dios, había muchas oficinas analizando de manera holística qué otras necesidades podíamos encontrar en la integración de los niños limeños, migrantes internos y los extranjeros, que no habían podido acceder al sistema”, explica Angie Zeballos, coordinadora de la iniciativa que este año ofrece alrededor de 16 mil 300 cupos extra.

La integración, si bien incluyó distintas estrategias, no fue sencilla durante la primera experiencia. María Zoila Fernández, coordinadora del área de Bienestar e Inclusión de Lima Aprende, habla de choques culturales, prejuicios del equipo docente y problemas emocionales en algunos niños.

—Muchos maestros se quejaban porque eran niños más expresivos. Veían eso como algo que rozaba la malcriadez, cuando era algo cultural. Por otro lado, había chicos que pasaban demasiado tiempo solos durante los recreos y también estaba muy presente el tema despectivo de llamarlos “venecos” o “venecas”.

Los talleres se enfocaron justamente en mejorar la convivencia y ofrecer recursos pedagógicos que les permitieran a los docentes aprovechar la diversidad de las aulas para ofrecer enseñanzas más inclusivas y desenmascarar estereotipos. Pero, reconocen, aún han sido insuficientes.

A fines de 2019 había unos 130 mil niños y adolescentes venezolanos sin acceso al colegio en nuestro país, según cálculos de Unicef. La falta de plazas escolares y las trabas cargadas de prejuicio explican en parte estas cifras. Pero también se agregan dificultades como la situación económica de muchos migrantes, jornadas de hasta 14 horas de trabajo sin el apoyo de una red familiar para cuidar a los niños y mudanzas frecuentes para conseguir empleo.

Que un niño no logre ir al colegio puede parecer una preocupación exclusiva de sus padres. Sin embargo, con el paso del tiempo repercutirá en toda su comunidad. “Es un derecho de los niños y también una oportunidad para insertarlos correctamente en nuestra sociedad. Debemos plantar ahí la semilla de la integración o después todo será más difícil”, alerta Ana de Mendoza, representante de Unicef en Perú.

La escuela, después de todo, debería desdibujar las fronteras: mientras nacer de un lado —u otro— de un límite geográfico determina la suerte, las desgracias y buena parte de las posibilidades de las personas; la escuela puede hacer que miles de niños piensen en otro futuro. Y que muchos más pierdan, por fin, el miedo a defender su identidad.

 

 


Este trabajo fue originalmente publicado por Salud con Lupa, de Perú, y es republicado como parte de la Red de Periodismo Humano, integrada por ocho medios latinoamericanos.

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Soy periodista y vivo en Perú. Trabajo como editora adjunta en OjoPúblico. En 2018, gané el II Premio de Periodismo Científico del Mercosur.

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