Muchos nos sostienen en sus brazos
A pocas semanas de graduarse de médica, y después de meses de exámenes y diagnósticos errados, Oneidys Vizcaya supo que tenía cáncer. Durante su convalecencia, conoció a María Angelina Castillo, también paciente oncológica, y se hicieron amigas. Esta es la historia de dos sobrevivientes, contada por una de ellas.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
En la Plaza Cubierta de la Universidad Central de Venezuela, una voz pronuncia el nombre de Oneidys Vizcaya. Entonces ella, morena de ojos redondos, emerge de entre una masa de personas con togas y birretes, y camina hacia el podio. Sonríe, como lo ha hecho otras tantas veces. Mientras recibe su título, escucha aplausos, muchos aplausos: es realmente una ovación. Hay, en el público, gente emocionada que llora. Hoy Oneidys Vizcaya no es un diagnóstico, es una joven que se está graduando de médica. No hay triunfos sencillos. Ella lo sabe. Tuvo que pasar por mucho para poder estar allí.
Llevaba 7 años en la carrera de medicina cuando, faltando 10 semanas para graduarse, le diagnosticaron un linfoma de Hodgkin, un tipo de cáncer en la sangre que afecta los ganglios linfáticos, la médula y el bazo.
—¿Cómo tú me vas a decir eso si lo que yo tengo son 25 años? —preguntó ante el diagnóstico—. ¿Cómo se lo digo a mi mamá?
Si en esa aciaga hora ella no salió corriendo a la nada, a ese lugar impreciso donde se quiere correr tras las malas noticias, fue por su mamá.
La conocí, no sé si por casualidad, así como se conocen a esas personas que un día llegan para compartir su historia. Un ser querido en común nos presentó. Ambas teníamos cáncer y cada una lo vivía a su manera, pero sabiendo que el proceso nos estaba transformando. Cuando la vida te muestra tu lado más frágil, hay algo que irremediablemente queda roto, pero también algo se reconstruye desde un nuevo lugar. Algo que no sabíamos que teníamos.
Y lo supimos después. A ella la diagnosticaron en noviembre de 2021, tras un año de exámenes, medicamentos, tratamientos fallidos, análisis. Antes del cáncer, le dijeron que tenía dermatitis, estrés, ansiedad, enfermedades autoinmunes. Fue una tomografía abdominal la que comenzó a dar luces de lo que en verdad estaba ocurriendo en su interior. Así conoció como paciente, ya no como alumna de la Escuela Luis Razetti, el otro lado de la palabra cáncer. Una palabra que, cuando se pronuncia, baja lenta y fríamente por la espina dorsal, atravesándolo todo. Hasta la memoria. Cuando se hizo real, todo conocimiento médico se borró de su cabeza. Todo lo que podía haber aprendido de síntomas, estadísticas, casos, teorías, estadios. Todo se hizo líquido blanco en su mente.
“La radióloga dice que es algo malo”, alcanzó a contarle a su mamá tras la tomografía. “Quédate tranquila. Sea lo que sea, vamos a poder con eso”, le respondió ella. Cansada, en su cuerpo se acumulaban demasiados meses de dolor. Esperó el esquema de tratamiento que le indicarían los médicos: sabía que se avecinaban hospitalizaciones, intervenciones quirúrgicas, muchos químicos en sus venas. Y pensar que todo había comenzado con una piquiña en la piel.
Graciosa, mordaz, alegre. Oneidys habla mucho. Por eso es tan pesado el silencio en el que cae cuando algo le preocupa, cuando sabe que algo no está bien, como no lo estuvieron esos primeros síntomas que sintió a comienzos de agosto del año 2020. Una comezón invadió su cuerpo: todo le picaba. Su piel se llenaba de pepas rojas, de marcas, de roturas, de sangre. El peor momento solían ser las noches. No paraba de rascarse durante las madrugadas. Y no lograba conciliar el sueño.
Para mí las noches también eran difíciles. Esa soledad, ese silencio, esa sensación de no aguantar hasta el día siguiente. En esas horas solía cuestionarme tanto. A inicios de 2021, Oneidys decidió ir al dermatólogo por sus molestias de la piel. Le dijeron que lo suyo era una dermatitis atópica y acné: antialérgicos, cremas y a la casa. En ese momento ella estaba terminando el 5to año de medicina, cursaba las materias online, por la pandemia de covid-19. Pronto debía arrancar el internado rotatorio de pregrado, y con esto la etapa final de la carrera en el Hospital General Doctor Miguel Pérez Carreño. Allí debía pasar por los servicios de cirugía, obstetricia, emergencia, traumatología y hematología. En medio de sus obligaciones estudiantiles, el dolor y las molestias en su cuerpo comenzaron a incrementarse. Las cremas que le había mandado la dermatóloga no estaban funcionando. Seguía rascándose, rompiéndose, sangrando.
En su cabeza se mezclaban el cansancio y la emoción por continuar una carrera por la que se había esforzado tanto. Siempre le gustó la medicina. A los 16 años, hizo su labor social de bachillerato en el área de lactancia materna del Hospital J.M. de los Ríos. En 2014 ingresó a la Universidad Central de Venezuela y se involucró en actividades como la Sociedad Científica de Estudiantes de Medicina, el Comité Permanente de Atención Integral en Salud, el grupo de extensión Salud Sin Límites y formó parte del Campamento Universitario Multidisciplinario de Investigación y Servicio, y participaba en jornadas de salud en muchos pueblos del país.
Cuando conversamos, nos dimos cuenta de que ambas tuvimos muy claro la profesión que queríamos escoger. Nos dimos cuenta de que ambas nos reíamos muchísimo. No logramos determinar cuál de las dos hablaba más, atropellándonos siempre en las anécdotas, claras en la importancia de abrirse sobre la enfermedad, sin tapujos: decir cáncer sin eufemismos. Sensibilizar a otros sobre el diagnóstico temprano, sobre vencer el miedo de acostarse en una camilla para un análisis clínico, puesta la batica azul con la abertura hacia atrás, como tantas veces nos habían dicho.
El hospital para Oneidys tuvo dos caras. Fue el lugar donde la pincharon y donde pinchó a otros. Donde la metieron en quirófano, intubada, y donde presenció las cirugías de los demás. Era al mismo tiempo médico y paciente. Pero de una u otra forma, fue su lugar de escape. Al trabajar, las guardias se convirtieron en la parte más dura, porque para calmar los dolores en la piel tenía que ducharse constantemente. ¿Agua corriente? En el hospital no había agua corriente, solo aquella que lograban almacenar en tobos en los baños. “Te llenas de humanidad, te vuelves más empático y entiendes muchas cosas. Sí, el paciente quiere un diagnóstico; pero también quiere que alguien lo escuche. Estar en esta posición te permite darte cuenta del médico que no quieres ser y de lo que deberías hacer para ayudar al paciente”, me dijo una vez.
Tras abandonar los tratamientos dermatológicos optó, a mediados de 2021, por una segunda opinión: decidió ir a un inmunólogo. Comenzaron a aplicarle “bombas” de esteroides endovenosos que le aliviaron los síntomas, pero solo momentáneamente. Aquello lo que hacía era esconder la verdadera enfermedad, que seguía expandiéndose en su cuerpo. Siguieron más fases de medicamentos, nuevos análisis, más exámenes. Nada funcionaba, lo comprobó en sus resultados de laboratorio: “Salió todo pa’ los perros. Todo lo que podía estar mal estaba mal”, dijo una vez al ver el resultado de sus análisis. Se volvieron a encender las alarmas.
Descansaba la angustia en sus amigos, en sus compañeros de guardia, en sus padres. Los profesores no entendían lo que le sucedía. Oneidys se preguntaba constantemente qué podía haber dentro de ella. Nada parecía corresponderse con lo aprendido en tantas horas de clase.
“¿Cómo resistía?”, se preguntaría después, al llegar a un diagnóstico certero.
“Soy muy dura conmigo misma. Una persona autosuficiente, me gusta tener todo controlado, no me gusta pedir ayuda porque no me gusta molestar. Entonces, dar tu brazo a torcer es heavy. Es una lucha constante con tu cabeza: no estás estorbando, la gente lo hace porque te quiere ayudar”.
La vida privada de Oneidys cambió. Se cohibió de hacer muchas cosas. No quería que le preguntaran por las lesiones en su piel. Ya no quería salir de fiestas. “Y yo pensaba: cómo le digo a esta gente que me quiero ir a mi casa si apenas está comenzando la hora loca. Era duro, porque me fui transformando en otra persona, fui perdiendo lo que yo era”. Pero en el trabajo continuaba como una maquinita. Le encantaba atender partos. Le resultaba fascinante traer vidas al mundo, y por eso ya pensaba en dedicarse a la ginecobstetricia.
Por fuera, seguía exigiéndose igual.
Por dentro se resquebrajaba.
Veía fotos viejas y notaba los cambios en ella: estaba más demacrada, tenía 12 kilos menos. “Recuerdo a la One de pelo largo y me da un dolor que no tienes idea. Siento mucha compasión por ella, por todo lo que tuvo que pasar. En ese momento era muy vulnerable”, me dijo un día.
Un diagnóstico de cáncer es como un naufragio.
De repente todo se revienta y comienza a hundirse en unas aguas demasiado agitadas, mientras cada quien se aferra a los restos que mejor lo sostienen. Mientras cada quien da forma a su tristeza. Así lo experimenté yo. “Lo único que hacía era llorar”, me cuenta Oneidys. Estaba por terminar 2021, con sus diagnósticos errados. La tomografía abdominal finalmente había dado las luces que todos necesitaban. Entonces los médicos establecieron un esquema: por su estado físico tan deteriorado, debían ingresarla para estabilizarla, y después explorar en sus órganos. En su casa, armó el morral con lo necesario. Metió pocas cosas: hojas en blanco, unos mandalas, unos colores, el celular, el cargador y unos zarcillos, aunque su cuerpo en realidad ya no los soportaba.
Dispusieron para ella y su mamá una habitación semiprivada en el Hospital Universitario de Caracas. Ingresó un lunes. Entraría a quirófano el miércoles para tomar una muestra de la masa que había mostrado la tomografía, a la que le harían la biopsia correspondiente. El viernes volvería a casa.
En el cuarto asignado, un revoloteo de mosquitos y moscas la horrorizó. “Comenzó Cristo a padecer”, dijo. Pero sus amigos armaron todo un escuadrón de ayuda. No la dejaron sola ni un solo momento, le llevaron comida y hasta se turnaron una raqueta eléctrica para matar a los insectos voladores. Pero en medio del ajetreo, ella solo pensaba que aún debía terminar el internado rotatorio, no podía perdérselo porque entonces no la dejarían graduarse. Su mente era un caos.
La primera pregunta que salió de su boca fue: “¿Se me va a caer el cabello?”.
La masa tumoral que tenía en el tórax había crecido más, y unos ganglios comenzaron a ejercer presión en su pecho, lo que le generaba mucha tos. Para la operación, sus amigos y familiares se encargaron de conseguir los implementos quirúrgicos necesarios. Pero la muestra que tomaron en quirófano resultó infructuosa: no tomaron el tejido correcto, ni era la cantidad suficiente para los estudios. Así que tuvieron que repetir el procedimiento.
Oneidys entró a quirófano otras tres veces más antes de sacar la muestra que permitiese aclarar el diagnóstico. Ella solo quería irse a su casa y finalizar la carrera. Esa era una meta que le daba las fuerzas para afrontar su realidad y no iba a permitirse perderla.
Debió quedarse un mes hospitalizada. En su habitación no había baño ni agua. Ella y su mamá improvisaron uno, en un rincón, con un tobo. Sus amigos pasaban casi de contrabando ventiladores, cachitos, panquecas, que ella compartía con los pacientes a quienes sus familiares no habían podido llevarle nada. Un día, escuchó a una señora decir que llevaba dos días sin comer. Con ella compartió frutas y unas arepas.
Muchas veces, en momentos como ese que me cuenta Oneidys, pienso en estas palabras de Ernesto Sábato: “Y si hemos llegado a la edad que tenemos es porque otros nos han ido salvando la vida, incesantemente”. Yo también lo sé. Son instantes así los que te cambian las certezas. Y si hay algo que enseñan es que, así como existen los grandes dolores, también recibimos poderosísimas muestras de amor.
No todo se pierde siempre. No todo se pierde para siempre.
El resultado de la biopsia llegó el 29 de diciembre de 2021. Y con él una segunda noticia: Oneidys y su papá habían dado positivo para covid-19. “¡Tú me tienes que estar jodiendo!”. La hospitalizaron en casa y, gracias a las vacunas que se habían puesto, no tuvo mayor complicación. Aunque sí padeció una tos más insistente y se le hincharon las piernas. Finalmente, en el 1er trimestre de 2022 comenzó la quimioterapia y sintió que ahora las cosas sí se empezaban a enderezar. “Fui a Farmatodo con mis papás a comprar medicamentos y estaba muy excitada, quería decirle a la gente: acabo de tener mi quimioterapia y miren cómo estoy. ¡Ustedes van a poder con todo! Échenle bolas. No va a pasar nada”.
Pero aún hacía falta algo. En una de las primeras consultas con su hematóloga, además de querer detalles sobre el tipo de tratamiento, los costos y la duración, necesitaba hacer la pregunta más importante: “¿Me van a dejar terminar la carrera?”. Después de un silencio, solo obtuvo como respuesta: “Ahora las cosas van a cambiar”.
—Te tengo que hablar claro. Te tengo que cuidar. No te puedo poner a que vayas a una emergencia a revisar pacientes estando inmunosuprimida. Lo que para un niño pueden ser un resfriado, a ti se te puede convertir en neumonía. Y no sabemos cómo vas a responder a las quimioterapias —le dijo la hematóloga.
Mientras le hablaban, Oneidys solo pensaba que no la iban a dejar graduarse.
—Entiendo —le contestó—, y sé que en este momento mi prioridad es vivir, quiero que lo tengas claro. Es muy difícil para mí que tengo 7 años trabajando por eso, tratando de salir bien en mis materias, de ser la mejor, estudiando demasiado, metiéndome en cuanta cosa haya para aprender… y que me digas que a 10 semanas de graduarme me diagnostican un linfoma y no voy a poder graduarme.
La hematóloga comprendió e hicieron un trato. Calendario en mano, Oneidys tenía solo tres semanas para reunirse con las autoridades necesarias y lograr que le aprobaran llevar el tratamiento a la par de los deberes académicos que le faltaban para graduarse. Sus doctoras la apoyaron, bajo una estricta vigilancia de medicamentos y cuidados.
Entonces se reunió con cuanta autoridad debió reunirse en la universidad. Su mamá le compró un mono clínico acorde a su nueva talla para que diera la mejor impresión. “¡Me fui montada, mi amor!”, me contó. Empezó a combinar sus ciclos de quimioterapia, que eran cada 21 días (15 de medicamento y 7 de descanso) con los trámites, las solicitudes de permisos, la rotación hospitalaria y los preparativos para la graduación.
Los primeros ciclos de quimioterapia —me cuenta— le devolvieron la vida. Otros le afectaron un poco más. Pero ella no descuidó su meta, ni su trabajo en el hospital. La ansiedad aumentaba; las ganas también. Lo estaba logrando, aunque no había sido un triunfo sencillo.
A veces pareciera que con el cáncer la vida se detiene. Oneidys me demostró que no siempre tiene que ser así. Aunque yo en ese momento decidí poner en pausa muchas cosas personales, ambas insistimos en seguir viviendo, a pesar del miedo y de las estadísticas, a pesar también del dolor. Fueron muchos los que nos sostuvieron entre sus brazos.
Ahora conversamos y nos reímos de momentos pasados. Anécdotas tenemos por montón. Hay una cosa cómplice que pocos entienden. Y que de alguna manera nos sigue salvando.
“En la graduación yo estaba en una nube. No me lo podía creer. Hubo dos momentos que lo fueron todo para mí esos días: cuando me entregaron la medalla y mi mamá me dijo ‘Hija, lo lograste’. Abrazarme con ella fue una locura. Y luego cuando se acercó mi papá y nos abrazamos los tres fue demasiado importante. Y también el día del título, cuando me tocó caminar por donde ubicaron a los padres, todos se pusieron de pie. Ese momento para mí no tiene padrote. Unos meses atrás pensábamos que no iba a pasar y estaba pasando. La gente creyó mucho más en mí de lo que yo creía”.
Luego de los tres primeros ciclos de quimioterapia, Oneidys se sometió a una tomografía de control: el tumor se había reducido en un 50 por ciento. Finalizó los ciclos restantes el 26 de junio de 2022. A las semanas se realizó un estudio CT/PET, que es una tomografía que combina el análisis metabólico celular y morfológico, y produce imágenes del cuerpo muy detalladas. Salió bien: no hay células cancerígenas en su organismo. Sin embargo, debió seguir los protocolos médicos que indicaron sesiones de radioterapia.
Por ahora, piensa darle descanso a su cuerpo para terminar de sanar. A esa incertidumbre posgraduación del “¿y ahora qué?”, se suman los preparativos para el rural, un servicio social de medicina que deben realizar los graduados en el área de la salud.
Dejó de pensar en el por qué a mí para enfocarse en un para qué a mí, pues cree en los objetivos que la vida le pueda proponer. Por eso luego, además de hacer su posgrado en ginecobstetricia, quiere crear una fundación dedicada a la salud mental de los pacientes.
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María Angelina Castillo Borgo
Me llaman Mima, soy periodista egresada de la Universidad Católica Andrés Bello. La cultura ha sido mi espacio natural a la hora de escribir, aunque de vez en cuando me presto al mundo corporativo. En mis textos hablo del otro; ocasionalmente, sobre mí