Mientras apagaban el fuego, seguían disparando
Luisa Rodríguez se mudó de Casalta a El Paraíso hace cinco años. El pasado 2 de mayo ese apartamento, al que llegó huyendo de la violencia, fue incendiado por bombas lacrimógenas que la Guardia Nacional Bolivariana lanzó directo a su edificio. Ahora duerme junto a dos hijas y su esposo en un ambiente impregnado de cenizas y hollín.
Fotografías: Juan Pablo Bellandi
Una lengua de fuego amarilla y naranja se abalanzó contra el viento este 2 de mayo en las Residencias Victoria. Esa tarde, un grupo de habitantes de esos edificios de la urbanización El Paraíso, en Caracas, manifestaba contra la convocatoria a la Asamblea Constituyente cuando la Guardia Nacional Bolivariana, cuya Comandancia General queda a pocas cuadras, comenzó a lanzarles bombas lacrimógenas.
En principio, las bombas fueron disparadas hacia los estacionamientos de ese conjunto residencial, incendiando dos vehículos que se encontraban allí, pero luego comenzaron a dispararlas directamente hacia los edificios, una de las cuales entró por una ventana del apartamento de Luisa Rodríguez, ubicado en el tercer piso, provocando un incendio que, por fortuna, logró ser controlado.
Cuatro semanas después, dentro de esas paredes aún huele a químicos y a grasa. Como si una capa invisible de aceite flotara en el aire, adhiriéndose a la piel. Todo se impregna con el olor a ahumado y un manto fúnebre cubre el apartamento. Luisa lo recorre y muestra lo que quedó de dos de las cuatro habitaciones y uno de los dos baños. Hay corotos desperdigados, cajas arrumadas, libros mojados… El balcón y otras dos ventanas están sellados con huacales de madera y cartón que sustituyeron los vidrios. En el cuarto de su nieta Angelina, que uno podría imaginar pintado de rosa infantil, con juguetes y bicicletas, ahora todo es tizne. Al rozarlas, las paredes parecen talco o papelillo.
Ana, una de sus hijas, limpia esas paredes con un trapo embadurnado de producto desengrasante. Astrid, su hermana, reposa en un sofá vinotinto los cinco meses de embarazo de Samuel, el niño que vendrá. Mateo, el perro, corretea entre sus piernas.
—De mis 55 años de vida, llevaba 30 viviendo en Casalta. Hace 5 me vine para El Paraíso. Mi mamá siempre me había pedido que me mudara y, cuando ella falleció, de algún modo la complací. El dolor no me dejaba vivir en aquel apartamento que ambas compartíamos, por lo que me vine con mis dos hijas, mi esposo y mi perro a este edificio. Pero es muy triste que lo que te ha costado una vida de esfuerzo, te lo quiten en un minuto.
Luisa es jubilada del Seniat. Su rostro se ve ajado. Luce agotada. Es delgada y tiene el cabello fino y largo, con vestigios de tinte rubio. De pronto llora y al rato estornuda. Siente rabia por todos los tuits en los que acusaron a su familia de haber lanzado, desde ahí, bombas molotov contra los guardias nacionales.
—La tarde del 2 de mayo fuimos a la Plaza Madariaga para hacer unas compras y regresamos. Estábamos aquí en la sala, hablando, cuando escuchamos la manifestación afuera. Se oía mucho escándalo. Nos asomamos y vimos que estaba la guardia enfrente de las residencias, justo en ese puente que comunica con el Distribuidor Baralt. Enseguida comenzó el desastre. Empezaron a disparar bombas y los vidrios comenzaron a caer. Disparaban hacia la parte de arriba de los edificios. Nunca entendí por qué.
Faltando poco para las tres de la tarde, Luisa sintió un impacto en una de las ventanas y le dijo a su esposo que fuera a mirar. Días antes, el 19 de abril, ya le habían quebrado uno de los cristales de su cuarto durante otra protesta antigubernamental.
Cuando el esposo abrió la puerta del cuarto principal, entró el humo de la calle hacia la casa. Todos empezaron a llorar. No podían respirar. Decidieron irse a la planta baja del edificio. No se les ocurrió revisar la otra habitación, la pequeña, donde a veces se queda a dormir Angelina, la nieta de nueve años.
Tenían 15 minutos abajo cuando una vecina le dijo que de su casa salía un humo negro y denso, tras lo cual ella volvió a pedirle al esposo que echara un ojo. El esposo subió y ya había un bombero parado en la puerta. Venía del sótano, donde había logrado sofocar el incendio de dos carros, cuando comenzó a escuchar los gritos: “¡Se quemó un apartamento, se quemó un apartamento!”. El bombero subió. No pudo abrir la habitación de Angelina. Lo hizo el esposo de Luisa.
Ahora, sentada sobre una silla alta, como las de la barra de un bar, no se explica cómo hizo su marido, en medio del humo y las llamas, para llegar hasta la vivienda.
El incendio duró 30 minutos. Apagar las llamas, otros 60. Sacar el agua de la vivienda, ocho horas, desde las cuatro de la tarde hasta las doce de la noche. Desde afuera, los bomberos lanzaban agua con una manguera, mientras adentro se ayudaban con tobos plásticos. Al final, las dos hijas mayores, Angélica y Astrid, junto a Luisa y su esposo, escurrieron litros y litros de agua a punta de coleto.
Y a pesar del humo, esa noche durmieron allí.
—Del cuarto de mi nieta no quedó nada. Allí había un sofá cama, que era donde ella dormía cuando venía a visitarnos; dos aires acondicionados recién comprados, un horno eléctrico, la ropa de la niña, todos sus juguetes y una bicicleta Barbie. Del cuarto de Astrid se ahumaron casi todos los libros de medicina, porque ella es estudiante de segundo año de esa carrera en la Escuela José María Vargas, de la Universidad Central de Venezuela. Se le quemaron los equipos de otorrinolaringología, se le dañó la cama, la ropa, los zapatos, las sábanas, los cubrecamas, las almohadas, el estetoscopio, un Blu Ray, un televisor y 400 pañales que ya le habíamos comprado a Samuel, su futuro bebé. Además se dañó por completo el cableado eléctrico y el teléfono. La candela destruyó todo.
Luisa señala decenas de cartuchos plásticos de bombas lacrimógenas, que cayeron sobre un techito debajo del balcón de su casa. El esposo saca, a su vez, una bolsa plástica con más estuches de bombas vacías. Y Astrid cuenta que, debido al estrés y a la angustia que ha padecido durante los últimos días, se le produjo un hematoma entre el corión, la membrana que rodea al embrión de su niño, y la pared uterina. Ahora debe guardar reposo absoluto. Siente malestar en la pelvis y en las caderas. Tuvo una amenaza de aborto.
—Si ese hematoma busca salir, se llevará por delante todo lo que esté a su paso. Es como tener la menstruación.
Luisa la escucha e interviene:
—Esto es un delito de lesa humanidad, pues se atentó contra un ser que ni siquiera ha nacido. La verdad estoy muy triste por todo lo que ha pasado. La Constitución Nacional Bolivariana garantiza el derecho a la protesta, así que el gobierno no debería molestarse por eso. En mi caso, yo quiero que el mundo sepa que ni siquiera estaba protestando. Nunca en mi vida he participado en ninguna protesta contra nada ni contra nadie. Trabajé 32 años para el Estado, primero en el Ministerio de Hacienda y luego en el Seniat. Soy una persona jubilada. Primero, no me iba a poner a apoyar a nadie para que hiciera bombas molotov y, segundo, creo que la violencia es el arma de los que no tienen razón. Por internet dijeron que a lo mejor aquí había una cantidad de gasolina dentro del apartamento. No es cierto. Por el contrario, mientras los bomberos apagaban el fuego, la Guardia Nacional seguía lanzando bombas lacrimógenas. Ellos seguían disparando.
A un mes del incendio, ningún ente oficial había venido a verlos. Solo la Fiscalía Novena de Caracas les indicó que es la encargada del caso. Y los ataques no han cesado. Nada más en la semana del 15 de mayo reprimieron tres protestas en El Paraíso. El martes, el jueves y el domingo. Este último día, a las 4:40 de la madrugada, Luisa oyó pitos y gritos. Y los guardias se ensañaron con más tiros y más bombas lacrimógenas. En su casa se lanzan al suelo cuando escuchan los disparos y cubren su cara con una solución de agua con bicarbonato para evitar la asfixia.
El pasado 7 de junio, volvieron las protestas. Y la represión fue más violenta aún.
—Escuché que de pronto sonaba raaaaaaan. Estaban arrastrando un portón del estacionamiento para llevárselo. Era una camioneta azul y el portón lo llevaba una grúa.
En esa ocasión dañaron las entradas y todo lo que vieron a su paso: las puertas, los intercomunicadores, las cámaras de la planta baja y hasta los postes de la placita.
Luego de esa incursión, los vecinos de las Residencias Victoria deben hacer guardias día y noche en la entrada de los edificios. Temen que los cuerpos de seguridad del Estado, o los grupos de civiles armados que defienden al Gobierno, entren y les rompan los vehículos, como ya ha ocurrido en otros sectores de Caracas y el interior del país.
Luisa muestra una carpeta con un listado de periodistas y personajes conocidos que han ido a verla. Pero ella quiere más que visitas. Espera una ayuda tangible. No la reconforta que vayan a tomarse fotos con su desgracia. Los habitantes de los tres edificios que conforman las Residencias Victoria necesitan reunir el dinero para comprar un nuevo portón para el estacionamiento. Están pidiendo 10 mil bolívares de colaboración por apartamento. Su familia no los tiene. Su prioridad ahora es comprar comida. “No tenemos ni para el jabón de lavar la ropa que nos quedó ahumada”.
En la entrada del apartamento hay una Biblia. No se quemó. Luisa es católica practicante y no se permite dudar.
–Si el fuego hubiese llegado a mi cuarto, se quema todo el apartamento. La mano de Dios está aquí. Él nos demostró que existe y que no nos abandona nunca. Después de todo esto vendrán cosas buenas. El bebé, para empezar.
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Dalila Itriago
Caraqueña. Periodista egresada de la UCV, donde ahora estudio Letras. Quiero ser narradora. Fui reportera de Ciudad en El Nacional. Allí aprendí a guapear el miedo y el frenesí de Caracas. Me declaro freelance empedernida y estoy decidida a escribir sobre el país más noble del mundo: Venezuela.
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