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La llevo en un solo pie

Jun 27, 2019

En un terreno ubicado entre el aeropuerto internacional José Antonio Anzoátegui, un importante complejo turístico y el criogénico de Jose se encuentra un caserío llamado Las Bateas de Maurica, conocido por todos como La Ciudad de los Mochos. Allí, en esa estampa del fracaso, vive Germán junto a su mujer y sus 12 hijos, en una casa sin puertas ni ventanas. El fotógrafo Samir Aponte ha estado visitando ese lugar del oriente venezolano durante tres años para hacer un registro de sus vidas.

Fotografías: Samir Aponte

 

A pocos kilómetros de la capital del estado Anzoátegui se encuentra la bahía de Barcelona, que es un escenario de extraordinarios atardeceres surcados por diversas especies de aves, como garzas, corocoras y gaviotas.

Pero a escasos metros de este apacible paisaje, colindando entre el aeropuerto internacional José Antonio Anzoátegui y el complejo turístico más importante de Barcelona, y teniendo como fondo el criogénico de Jose, una de las principales refinerías del país, está asentada una comunidad de unas 60 familias y unos 100 niños, cuyo nombre oficial es Las Bateas de Maurica, pero que todo el mundo conoce como La Ciudad de los Mochos.

Las Bateas de Maurica data de hace 40 años, cuando un grupo de familias invadió ese terreno para erigir allí sus precarias viviendas. Un horizonte despojado de todo sentido de bienestar. Una comunidad, más que a la orilla de una autopista, a la orilla de la vida. Un mundo a la vista de todos y al margen de todo.

Quien pasa por ahí prefiere no ver ese paisaje de ruina. Dicen que no se debe entrar, que es peligroso. Sin embargo yo fui. No una, sino varias veces. De hecho, lo he estado haciendo durante los últimos tres años, retratando su vida cotidiana. Y una vez dentro descubres que es menos peligrosa, pero mucho más miserable de lo que se ve desde lejos.

 

Allí conocí a Germán, un hombre de 42 años que, junto a su mujer, vive con sus 12 hijos, entre niños y adolescentes, además del que viene en camino.

Como todas las casas del sector, la de Germán está en ruinas. Las paredes de bloques, al igual que el techo de zinc, muestran los embates de la humedad y el salitre, que se lo va comiendo todo día a día. En su casa no hay puertas ni ventanas que resguarden la intimidad del hogar. “Aquí no tenemos ningún tipo de privacidad. Yo duermo en chinchorro en la sala y mi mujer en el cuarto con los 12 muchachos”.

 

Los servicios públicos no existen en Las Bateas de Maurica. “Lo único que tenemos es electricidad y eso porque nos pegamos de los postes de la autopista. No tenemos agua potable. Cuando nos dan ganas de ir al baño caminamos hacia el terreno inmenso que nos rodea para hacer nuestras necesidades. Para bañarnos nos dirigimos al canal que desemboca en la playa”, dice Germán.

Ese canal que menciona sirve de alivio al río Neverí, de aguas limpias, aunque también en su cauce hay descargas de aguas servidas.

Germán tiene una limitación física. Pero a pesar de eso, y de su condición socioeconómica y cultural, sale todos los días a ver cómo consigue el pan para alimentar a sus hijos.

“Todos los días es una lucha para poder sobrevivir. Pararme todas las mañanas de mi chinchorro y escuchar a los niños llorar porque tienen hambre es desesperante”, dice. “Ahí es cuando empieza mi faena de salir de mi hogar y entrar a la selva de cemento. Ver qué hacer y recorrer cada espacio y cada lugar viendo qué consigo es terrible. Pasar por las ventas de verduras y agarrar los recortes que desechan los vendedores es un toma y dame entre los que estamos en la misma situación. Hurgar en la basura de un frigorífico es cuestión de suerte, porque no todo el tiempo uno se consigue huesos con algo de pellejo. Ya estoy harto de esta situación, pero no me queda de otra”.

Germán asegura que cuando algunos hermanos cristianos evangélicos visitan la comunidad, les pide que lo vengan a buscar. “Quiero un cambio para mi vida. Quisiera predicar la palabra de Dios”.

Sin embargo, no le resulta fácil seguir la senda de la virtud. “Cuando nació Hernancito hice cosas para poder sacarlo del centro de salud”. Lo tenían internado en el Hospital Universitario Doctor Luis Razetti de Barcelona, porque nació con una infección respiratoria y le faltaba un antibiótico para administrárselo y poder llevárselo a casa. “Robé a una señora. Sé que lo que hice no fue bueno, pero logré que le pusieran el tratamiento al niño”.

—Mi vida la llevo en un solo pie, sin rumbo, sin planificación y sin un norte.

Otras entregas:

Todos vivimos este infierno

Quieren que vuelva con ellos a Barranquilla


Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 16 estados de Venezuela.

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Caraqueño de nacimiento y oriental de corazón. Soy técnico superior universitario en diseño gráfico. Actualmente trabajo como reportero gráfico del diario El Tiempo y como creativo visual de la Organización Marinos de Anzoátegui.

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