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Mi forma de hacer el mundo mejor

Ene 21, 2023

Terapeuta ocupacional, salió de Venezuela rumbo a Perú con la expectativa de hacerse un espacio para ejercer su profesión allá. Después de no pocos tropiezos, Erika Lezama llegó al que pensó que sería el trabajo de sus sueños, un centro terapéutico para niños ubicado en la zona más exclusiva de Lima. Allí, entre sinsabores, se dio cuenta de la profesional que quería ser. 

ILUSTRACIONES: CELINA GUERRA

No podía creer que me hubieran llamado para trabajar en Acuarela. Este centro terapéutico estaba ubicado en Miraflores, la zona más exclusiva de Lima, la ciudad en la que yo estaba tratando de establecerme. Era a unos diez minutos de mi casa. Las instalaciones de Acuarela eran fabulosas, muy modernas. Había una pared de vidrio que separaba los salones de la sala de espera, de modo que los papás podían ver qué hacían los niños. El salón donde yo trabajaría era muy espacioso (una gran ventaja frente a los otros centros, diminutos, en los que había trabajado). Había un espejo que ocupaba toda la pared. Según me contaron, habían cumplido un protocolo minucioso para que pudiera estar ahí, pues la municipalidad era muy estricta con cualquier elemento que se pusiera en un centro en el que atendían a niños.

Poco después, en mi primer día formal de trabajo, me explicaron cómo era la dinámica del lugar, y me contaron que allí había muchos profesionales dedicados a atender a los pequeños: un terapeuta de lenguaje, una maestra de arte, un psicopedagogo, un psicólogo, dos maestras. Yo, que soy terapeuta ocupacional, me incorporaría a ese equipo. Los terapeutas ocupacionales somos necesarios en un centro como este. Tratamos a niños que tienen o no diagnósticos que limitan sus funciones. Me explicaron también que, para trabajar distintas destrezas, uno o dos días a la semana hacían actividades diferentes con los niños. Cosas como ir a una tienda a comprar algo o cocinar en el mismo centro.

Me fui ese primer día “feliz como una lombriz”. Creo que cualquiera en la calle lo hubiera notado. Porque sé todo lo que se puede lograr cuando trabajamos con un equipo multidisciplinario, y porque además recibiría una excelente remuneración. 

Había tenido tantos tropiezos para llegar ahí, que por fin sentí que las cosas se iban a enderezar.

En 2017, después de mucho análisis, decidí migrar a Lima junto a mi novio. En ese momento, yo tenía un trabajo como terapeuta en Caracas, pero mi sueldo apenas me permitía comprar artículos de aseo personal para mi casa y pagar mis pasajes. Tenía pocos pacientes. Lo que realmente me desconcertaba era que más tiempo invertía tratando de llegar al consultorio que atendiendo a los pequeños. El bus que debía tomar para llegar ahí tardaba horas, muchas horas, en pasar. 

En verdad no me quería ir de mi país. Pero también estaba cansada de esos días tan desesperanzadores. Por ello, cuando a mi novio le surgió una oportunidad de empleo en Lima, comenzamos a idear el viaje. Y aunque esa posibilidad no prosperó, continuamos con nuestro plan de marcharnos. 

Salí de Venezuela en noviembre de 2017. Lloré desde que el bus arrancó hasta que me quedé dormida no sé cuántas horas después. Dejar a mis padres, a mi hermano… ni siquiera había recibido mi título universitario. Pero en medio de eso que para mí fue un trance, me aferré a una idea: trabajar duro y volver para mi acto de grado en la Universidad Central de Venezuela, que sería en julio de 2018.

Al llegar a Lima, tenía la meta de conseguir un empleo en mi área. Sabía que era difícil, y por ello estaba abierta a la posibilidad de hacer otras cosas que me permitieran recomenzar. Al siguiente día de mi llegada, sin descansar (porque sentía que no tenía tiempo para ello), comencé la búsqueda de empleo: entregué muchos currículos sin saber cómo funcionaba nada en ese país, sin saber ni siquiera una dirección.

Y para mi sorpresa, esa misma semana me llamaron de un centro terapéutico. El día que fui a la entrevista regresé a casa con un uniforme que me dieron: me lo puse y le mandé una foto a mi familia en Venezuela como una forma de decirles que había comenzado esta nueva vida con buen pie: mi mamá lloró de alegría.

Tres días después de haber llegado, con ganas de comerme al mundo, arranqué a trabajar: me emocioné mucho y no era para menos. Era migrante, recién llegada, y estaba pudiendo ejercer mi profesión. ¿Qué más le podía pedir a la vida?

Después caí en cuenta de que sí, que podía esperar más. El centro era demasiado lejos (en Lima todo queda lejos), en un distrito desangelado y por ser venezolana me pagarían poco, menos que a los demás. Pero eso era lo que tenía. Y no lo iba a desaprovechar. Y estaba agradecida. Por algo se empieza.

Dos meses después, cuando creía que estaba entendiendo todo, y que me estaba adaptando, me dieron dos noticias. Una, que mi acto de grado sería en un mes. Lo habían adelantado. Me hacía mucha ilusión asistir. Para muchos era una tontería, un capricho, algo a lo que debía renunciar si había tomado la decisión de salir del país.

Pero para mí no lo era. 

Era la oportunidad de abrazar a mi familia, que tanta falta me hacía. 

Era una forma de regalarles un momento de felicidad a mi gente, que tanta falta les hacía. 

Porque la otra noticia que recibí fue que mi mamá había recaído por un cáncer que pensábamos que estaba erradicado por completo luego de que la operaran en febrero de 2017, meses antes de mi migración. Ahora iba a requerir quimio y radioterapia. Ahora más que nunca quería estar cerca de los míos. Y más en un momento tan especial.

En fin, logré organizarme para ir. Aunque siempre había viajado sola o con amigos periodos de tiempo más o menos largos, y aunque solo había dejado de ver a mi familia por cuatro meses, ese reencuentro fue increíble: sentí un amor indescriptible. Pensé en ese refrán que dice: “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde”.

Fue una semana memorable. Salimos en familia, estuve en mi graduación. En el Aula Magna, como tanto soñé. Allí, donde años antes también se había graduado de periodista mi hermano. No hubo una gran fiesta, no quise y no la extrañé: fue una celebración íntima, sentida, bella. Salimos a almorzar y luego estuvimos en familia en casa.

Eso era todo lo que me hacía feliz.

Y después de esos días llenos de amor, con la fuerza que produce el saberse amado, regresé, de nuevo, a Lima.

Se suponía que tendría trabajo, pero no fue así: cuando llegué, estaba otra persona en mi puesto. Sin lamentaciones, comencé de nuevo a buscar empleo. Y conseguí un cargo en un centro terapéutico. Pero de nuevo, cuando estaba adaptándome, un mes después de mi acto de grado, mi mamá falleció. 

En medio de un dolor que me demolió por dentro, sentí algo de alivio cuando unos amigos me prestaron dinero para que, una vez más, regresara a Venezuela a despedir a mi mamá. Estuve en el funeral. La vida está llena de paradojas: las mismas personas que me habían abrazado por mi acto de grado semanas atrás, ahora me abrazaban dándome el pésame.

Luego de un mes, más confundida que nunca, más perdida que nunca, desmotivada y triste, volví una vez más a Lima, “la gris”, como le dicen.

Gris, como me sentía yo.

Una amiga que estaba en Ecuador me recomendó en un trabajo de promotora de ventas de unas básculas: tenía que ser personal de salud para estar ahí, y por eso me recomendó. Era una empresa alemana muy importante llamada SECA. Comencé a trabajar con ellos porque, claro, ninguno de los centros anteriores podía esperarme a que yo resolviera mis asuntos familiares. Este empleo no me agradaba, pero me daba un poco de estabilidad en medio de la tormenta.

Más adelante, comencé a tener contactos. Conocí a un terapeuta que seguía en Facebook. Como veía que hacía un buen trabajo, tuve la osadía de escribirle para pedirle empleo: tuvimos varios encuentros y me orientó un poco más. Así fue que pude incorporarme de nuevo a mi campo de trabajo. Llegué a un centro terapéutico que quedaba a casi dos horas de mi casa. Con la expectativa de encontrar algo más cerca, seguí repartiendo muchas hojas de vida. Y así fue que llegué al que creí que sería el trabajo de mis sueños, el de Miraflores, del que aquel primer día de trabajo salí emocionada y deslumbrada.

Al segundo día que asistí a este centro, me dijeron que debía ver a todos los niños juntos. Eran unos 12 niños, con distintas edades y diagnósticos. Les expliqué a los encargados cómo trabajaba, qué métodos implementaba. Les insistí en que, con demasiados niños comprometidos juntos, no podía atender todas sus necesidades de la mejor manera. Pero no les pareció buena idea. Entonces resolvimos atenderlos a todos en dos sesiones: primero los pequeños y luego los grandes. 

Este encuentro fue difícil. Las primeras sesiones siempre deben hacerse de forma individualizada para que la evaluación sea más precisa. Sin embargo, para la institución no era una prioridad evaluar a los niños. Les volví a explicar que, si no evaluábamos correctamente, no íbamos a poder percatarnos de los avances. Entonces, dada mi insistencia, me permitieron hacer las evaluaciones individualizadas.

Con el paso del tiempo, observé situaciones que comenzaron a desmotivarme. Yo podía ver cómo las maestras veían y comentaban telenovelas, programas de farándula; a veces les gritaban a los niños; los días que íbamos de compras con los chicos de lo único que estaban pendientes era de su seguridad: la verdad no encontré lo terapéutico en esas actividades.

Recuerdo que, en una oportunidad, a Sebastián, un niñito gordo, alto, diagnosticado con autismo, y con muchas dificultades, lo golpearon porque se orinó encima. “Eso es para llamar la atención”, dijeron.

Otro día, Mateo, un niño con problemas de conducta, tuvo una crisis. Su forma de abordarlo fue gritarle muy fuerte. Ciertamente, él se calmó, pero no porque se atendió la raíz del problema, sino porque tuvo miedo.

Así, día tras día, me iba cuestionando si de verdad quería continuar ahí. 

¿Podría yo mejorar esa situación? ¿Debía hablar con los papás? ¿Debía continuar o simplemente irme? Muchas preguntas y pocas respuestas pasaban por mi mente. Al final, opté por hacer lo que sabía, de la mejor manera posible, ya que era imposible contactar a los papás. Además, siendo yo una recién llegada, ¿cómo podrían creerme que el centro, ese centro aparentemente de primera, funcionaba así?

Las cosas se fueron complicando más. Teníamos un grupo de WhatsApp donde nos daban comunicados al personal. Un día nos dijeron que debíamos hacer informes, y entregarlos a más tardar al siguiente día, porque había reunión de padres. Como no me dijeron nada a mí directamente, asumí que era para los otros profesionales. Sin embargo, al final de la tarde, me citaron para decirme que faltaban mis informes. 

Esa, para mí, fue la gota que derramó el vaso. “No tengo los informes, ¿cómo te los doy si nunca me pediste que reevaluara a los chicos?”, les dije. Me estaban pidiendo que hiciera informes basados en unas evaluaciones que nunca me permitieron hacer. 

Me escucharon, sí, pero de igual manera me hicieron realizar los informes.

No encontré qué hacer. Resolví usar los informes iniciales (aquellos por los que también tuve que insistir), y a partir de ahí hacer modificaciones con base en lo que recordaba de cada chico. Tuve que dejar atrás los protocolos de evaluación y me sentí terrible: no quería ser una profesional mediocre. No podía atender a unos niños así, como si no importaran.

Después de ese episodio, continué mi trabajo, desde luego que inconforme pero a la vez con mucha satisfacción, ya que me hacía muy feliz ver que los chicos disfrutaban de mis sesiones, de hacer un trabajo con el que sé que mejorarían sus habilidades. Para mí, ayudar a los niños a incorporarse a la vida de la mejor manera, contribuir a que exploten sus habilidades es una forma de cambiar el mundo: por eso amo este trabajo.

Claro, los avances no eran los que me hubieran gustado. La mayoría de los niños estaban muy comprometidos y se hubieran beneficiado mucho más si hubiesen iniciado con una terapia individual y luego con una grupal. Pero era lo que permitía la institución. Y yo hacía todo lo que podía.

Así, entre frustraciones diarias, llegó diciembre de 2019.

Nos citaron para un compartir en el que, nos dijeron, no darían una noticia importante. Esa noticia era que el centro cerraría sus puertas. La razón era que las socias querían expandir sus horizontes. Yo creo que es que nunca les interesó que el centro funcionara adecuadamente. Pero dentro de mí lo celebré: deseaba, con todo mi corazón, que cada niño encontrara el lugar que merecía.

Tiempo después, me contactó la mamá de una de las niñas que atendí en el centro. No tenía idea de cómo consiguió mi contacto, pero cuando respondí, me dijo que quería que continuara atendiendo a su hija, Clara, Clarita, como le decía de cariño, una adolescente muy dulce también diagnosticada con autismo. Recuerdo que para traerla a la realidad usábamos burbujas, y a partir de ahí comenzaba a reconectarse. Aunque le costaba trabajar en grupos, después de esta clase de actividades podía incorporarse. Necesitaba ayuda: tenía 14 años y no era independiente, requería apoyo para hacer la mayoría de sus actividades. Con ella pude trabajar de la forma que creí más conveniente, respetando los protocolos de evaluación. En la entrevista, su mamá me comentó que ella había estado en terapia desde muy pequeña, y que solo quería que Clara no perdiera las pocas habilidades que tenía.

Comenzamos las terapias a domicilio. Ella me esperaba siempre a las 9:00 de la mañana, muy puntual, en el parque de la residencia en la que vivía, con una botella de agua, y su pañito con el que se limpiaba el sudor. Cuando me veía, su cara se iluminaba y hacía unos movimientos estereotipados (son movimientos repetitivos sin ningún propósito o sentido que más adelante también trabajamos en terapia) para expresar su alegría.

Luego de unos meses, Clarita no solo mantuvo sus habilidades, sino que aprendió a hacer cosas elementales que hasta su madre pensó que jamás haría. Amarrarse los zapatos fue una de ellas. Poco a poco, intentaba comunicarse más, me hablaba de amigos y veía en mí a una amiga, cosa que era signo de que sus habilidades sociales aumentaron. Incluso, podía resolver algunos problemas sencillos, pero el gran logro fue que pudo mejorar su coordinación y equilibrio: pudo usar la bicicleta que hace un tiempo su mamá le había comprado sin esperanzas de que lograra usarla. Logró saltar la cuerda, arreglar su cama, colaborar en la cocina lavando y cortando los vegetales. Eso entre otros avances.

Finalmente, estuvo de alta, y yo fui feliz.

Después de cuatro años en Perú, regresé con mi pareja a Venezuela. Este recorrido, todos estos vaivenes, me mostraron la profesional que quiero ser. Allá pude afianzar mi vocación. Y estoy aquí, en mi país, para poner mis servicios a la orden de cada niño. A través de mi cuenta en Instagram @aprendejugando.to, promociono una atención adecuada para los pequeños. Es, insisto, mi forma de hacer un mundo mejor.

No conozco otra.

el aula e-nosEsta historia fue producida en el curso Medicina narrativa: los cuerpos también cuentan historias, dictado a profesionales de la salud en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.

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Creo que los niños pueden aprender jugando. Y creo que ayudarlos a incorporarse a la vida es una forma de cambiar el mundo. Soy trabajadora social y terapeuta ocupacional, egresada de la Universidad Central de Venezuela. Me he dedicado al área pediátrica en Venezuela y Perú.

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