Madrid, sin boleto de vuelta
Harta de la rutina, la periodista Adriana Herrera renunció a su trabajo de oficina para dedicarse a viajar, escribir y vivir de eso. Desde aquel día de 2010, viajó mucho, ligera y con poco presupuesto. Siempre volvía a Caracas, su ciudad, segura de que era su lugar. Pero en 2019, en medio de un recorrido por Europa, comenzó a imaginarse en Madrid, desde donde, entre lágrimas, escribió este texto para La Vida de Nos.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
Que lo último que uno vea al salir en avión desde Maiquetía sea el mar Caribe es una trampa. Nunca elijo ventanilla y desde mi asiento de pasillo, estiré la mirada —el cuerpo entero— para llevarme esa imagen: el Ávila, las olas rompiéndose en las rocas y el vistazo borroso hacia los edificios y las casas de ladrillos. Allá, del otro lado de la montaña, mi hogar, la esquina en la que crecí. El abrazo de mi madre en fa sostenido, que se parece al tono de las despedidas, de las melodías desencadenadas.
No lloré.
Lloro ahora mientras busco el recuerdo y lo escribo.
Y lloré la noche anterior de aquel instante cuando, al terminar de ver una película con mi madre, nos abrazamos en llanto, mientras yo intentaba grabarme su olor a talco, su voz de bendición de buenos días. Por eso la despedida fue de madrugada y veloz, porque ya habíamos llorado lo suficiente durante la noche previa. Por eso también fue que antes de cerrar la puerta del taxi que me llevaría al aeropuerto, sonreímos y le dije que nos veríamos pronto, sin buscar fechas, sin lanzar predicciones al aire. Pronto.
Uno de esos días pasmosos de cuarentena, mi madre estaba limpiando su habitación cuando yo aparecí como una ráfaga, la abracé y le dije que no era feliz. Soltó la escoba y lloró conmigo sin entender de dónde venía la sentencia. Me miró con angustia, como preguntándose si me habían hecho algo, sin saber cómo moverse más allá del instinto del abrazo, y volví a decirle: “No soy feliz aquí, me quiero ir”.
Y entonces lo entendió de inmediato. No era el país. Aquí, ese aquí, era la casa; los patrones repetidos de los que quería soltarme. Aquí era la rutina llevándole la contraria a mi curiosidad de viajera. Aquí era la culpa de no haberme ido antes para no dejarla sola. Irme parecía un capricho, pero en verdad era otro mapa asomándose a mis posibilidades, la intención de hacer todas las apuestas, de empezar otra vez, de ser más yo.
Mi madre lloró conmigo como quien ya comenzaba a despedirse y desde ese momento ejercimos el presente como el regalo más absoluto.
“Ve a ser feliz”, me dijo.
Y ahora, a distancia, nos procuramos la alegría de ese verbo irregular: ser.
Somos.
Y de tanto en tanto, seguimos llorando, claro.
Estoy en Madrid. Llegué los primeros días de febrero de 2022, con una maleta de 23 kilos, un carry on y un morral con lo indispensable: mi computadora, mi cámara fotográfica, varias libretas y creyones. He viajado sola durante 12 años y he aprendido a deslastrarme de lo material, a combinar 6 franelas con un mismo bluyín, a tener solo un par de zapatos.
Me costó, eso sí, elegir qué libros empacar. Si mi maleta iba a pesar, sería solo por exceso de palabras. Es que esa biblioteca que migró conmigo intenta recordarme cómo me he ido construyendo; resguarda mis anhelos. Dentro de cada libro hay, en desorden, algunas fotos con mis amigos, retazos sueltos de mi infancia: leo sobre el viaje y la escritura y desde esas páginas tejo mis propias historias.
A veces, acierto.
En junio de 2019 estuve tres semanas en Madrid, después de haber viajado dos meses por algunas ciudades de Europa del Este. Antes de la pausa pandémica, ejercía con naturalidad la razón que, nueve años antes de ese momento, me impulsó a renunciar a mi trabajo de oficina: quería viajar, escribir y vivir de eso. Durante todo ese tiempo, viajé mucho, casi siempre sola, con poco presupuesto. Me empeñé en recorrer el Caribe venezolano y en dejarme atravesar por inviernos y primaveras en ciudades lejanas. El viaje se convirtió en mi rutina inalterable y aprendí a contar los días desde mapas distintos al mío, a dejar que todas las semanas se sintieran domingo, a ir lento, a escuchar más, observar más.
Pero nunca quise quedarme a vivir en otro lugar que no fuese Caracas, mi ciudad.
Nunca, hasta ese final de viaje de 2019 cuando algo cambió.
Ya había estado en otras ocasiones en Madrid, ya nos sabíamos cercanas. Y lo que pasó en ese periplo antes de volver a casa fue que supe reconocerme en una ciudad que no era la mía. Que esa revelación del yo me brotó desde adentro y me vi más alta, más firme, caminando más ligero. Entendí que no se trataba de no querer estar en Caracas, sino de lo mucho que necesitaba estar aquí. Lo supe mientras iba mirando por la ventana en un autobús y lo dije en voz alta. Lo lancé al aire y lo sentí cierto.
Por eso estoy aquí, en Madrid.
Casi tres años después de entenderlo.
Casi dos años después de darme cuenta de que no era feliz.
Soy cáncer con el ascendente en aries. Mi astróloga dice que esa combinación me hace cargar con un saco de temple y culpa. Culpa en todos sus matices. Sentirla por mucho tiempo es agotador. Liberarse de ella, mucho más. Aprendí a meditar en medio de la pandemia y lo sigo haciendo cada día y ese acto hacia mí me ha enseñado a ser paciente con el desapego, a calmar la ira por duelos que llevo encima, a ser más coherente entre acto y palabra. A ir más lento, si es que puedo aún más. A ser más yo.
Meditar me hizo entender que lo que menos quería hacer al llegar a Madrid era viajar. No lo sabía cuando me subí al avión para cruzar un océano entero. Lo supe aquí, después de varios insomnios, de rabietas repentinas, de caer en la falsa exigencia de que tenía que contar todo lo que veía, de moverme más, de subir a trenes o varios aviones y alcanzar otras ciudades. Apareció la culpa como una bofetada, claro. Se suponía que mi esencia viajera respondería al movimiento de forma natural y aún más después de dos años de no viaje, de fronteras cerradas. Pero no.
Solo cuando me di cuenta, comencé a entender que había llegado a Madrid. Que había decidido hacer un viaje largo, sin boleto de vuelta y por el tiempo que fuese necesario. No sentía que estaba migrando y, mientras escribo esto, esa sigue siendo una palabra que se me resiste. Sí es cierto que puedo mirar el viaje —este viaje— con otra perspectiva, y que esa visión de lejanía me hace entender cómo es que salimos a forjarnos otros caminos, cómo es que somos tantos desdibujando mapas y haciendo los propios en ciudades distantes. “Es un viaje largo”, le dije a mi madre. Me lo dije a mí y viajé ligero.
Tengo una planta de zábila en el balcón. Me regalaron el retoño cuando tenía menos de un mes de haber llegado a Madrid. Le canto boleros y la riego por instinto, mientras voy entendiendo los cambios de estación. Hay dos pinos inmensos que son mi paisaje al asomarme y un edificio lleno de ventanas que escudriño a diario. Hay urracas, cotorras y otros pájaros que no alcanzo a adivinarles los nombres todavía. Retomé la lectura y lloro mucho mientras leo. Es muy mío llorar si algo me conmueve. Escribo con más insistencia. Analisse, mi amiga de la vida y compañera de piso, llena todos los espacios de la casa con su voz, cantando, y no hay mejor sincronía posible entre su melodía y mis palabras. Nado tres veces a la semana y ahora que se está comenzando a sentir el calor del verano, me doy cuenta de que la cerveza fría no me refresca tanto como pensaba y que si no tomo mucha agua me hincho. En el Caribe no nos preocupamos por eso y bromeo diciendo que así somos los del sur.
Aún no me he aprendido los nombres de las paradas del bus antes de llegar a casa, pero les adivino el ritmo y sé siempre donde tengo que bajarme. Hace poco supe que en todo Madrid solo hay dos barrios con nombre de mujer: Malasaña y La Latina. A veces le explico direcciones a alguien más y siento que tengo un año aquí en vez de cuatro meses. Fregona, móvil, banana, portal, vale y ordenador son palabras que tuve que incorporar rápido en mi verbo, porque no sabía que las iba a usar tanto. Aún no voy corriendo para llegar rápido a ningún lado, ni me quejo de nada mientras escucho como por aquí se quejan de todo, por todo. Camino repitiendo los nombres de las calles en voz alta, casi siempre llevo las manos en los bolsillos; silbo, canto y cuando atardece, me río. Me da por reírme y agradecer la decisión de estar aquí.
Hace dos días, revisando una de mis libretas de viaje, encontré algunos párrafos que le escribí a Madrid hace algún tiempo y este me resonó en el alma: “Voy a llegar el día en que los árboles no estén tan desnudos. Será primavera y hará frío, pero encontraré el abrazo justo, el sabor del vino tinto, el calor de la risa y las lágrimas acumuladas de tanta distancia. ¿Me esperas, Madrid? ¿Me esperas hasta que podamos vernos lejos de tu invierno? Lejos de tu melancolía. Llegaré con mi bufanda de colores, con los mismos zapatos viejos y gastados que ya conocen tus aceras y nos sentaremos a conversar para no seguir perdiendo el tiempo, para que no se nos vaya más”.
Ya lo sabía.
Siempre lo supe.
Sí, que lo último que uno vea al salir en avión desde Maiquetía sea el mar Caribe es una trampa. El día que vuelva, cuando sea, pediré viajar al lado de la ventanilla, para aterrizar directo en los recuerdos, en el abrazo de mi madre, en todo lo que fui para poder estar hoy aquí. Madrid.
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Adriana Herrera
Soy periodista de viajes. Busco historias e insisto en encontrar belleza en las palabras. Viajo sola desde hace 12 años y llevo el Caribe por dentro, pero también me seducen los inviernos y primaveras en otras ciudades. Vivo en Madrid.