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Los soldados llegaron disparando a lo loco

El 16 de mayo de 2017, José Francisco salió de su casa, en San Cristóbal, a comprar un paquete de harina pan. Se encontró con unos amigos y se quedó conversando con ellos, cuando llegaron los efectivos de la Guardia Nacional disparando para disolver unas protestas cercanas. Sin darle tiempo de reaccionar, una bala se incrustó en la espalda de José Francisco, quien se desplomó de inmediato. Tenía 15 años. El escritor y guionista Alberto Barrera Tyzska cuenta aquí su historia

Ilustraciones: Ana Black

A veces la pobreza tiene más balas que palabras.

Nadie sabe muy bien qué pasó, cómo ocurrió todo. Las versiones son desordenadas, llenas de dolorosos silencios, de preguntas y angustias. Algunos no hallan cómo contarlo. Otros ni siquiera desean hablar. La falta de información también es parte de la noticia, la opacidad es una narrativa. Todo forma parte de la misma muerte. Porque eso sí está claro. La ausencia no deja espacio para las dudas. Todos saben que fue un disparo. Un disparo por la espalda. El disparo que mató a José Francisco.

Tenía 15 años y había salido de su casa a comprar un paquete de harina pan. Es una rutina inocente, simple, cotidiana. Estela, su madre, lo mandó a conseguir harina para hacer arepas. Salió a buscar nuestro pan. José Francisco Guerrero era un muchacho tranquilo, de su casa. Nunca fue particularmente problemático ni conflictivo. Tenía un hermano morocho, Hanrri. Estaban unidos pero eran distintos, no vivían en la misma casa. Sus padres estaban separados y José Francisco vivía con Estela. “A él siempre le gusta estar conmigo. Con más nadie”, dice ella, aún nombrándolo en presente. Cada vez que recuerda aquella tarde, algo vuelve a crujir dentro de su cuerpo. Todavía tiembla. Se culpa.

Ocurrió a mediados de mayo de 2017. En esos días se habían realizado muchas protestas, todo el país estaba revuelto. San Cristóbal no era la excepción. Tampoco en Sabaneta, pequeño asentamiento situado a 4,5 km de la ciudad. En todo el estado Táchira el malestar era creciente, las manifestaciones se multiplicaban. Una extraña inquietud podía leerse en el aire. Había muchos rumores de saqueos. Pocos días antes, el ministro de la Defensa, el general Vladimir Padrino López, había anunciado oficialmente el envío de 2.600 militares a la región para reprimir las protestas e imponer el orden.

Ocurrió el 16 de mayo. Dicen que José Francisco estaba en la calle, hablando con unos amigos, cuando se armó un desorden y llegó la Guardia Nacional. Dicen que los muchachos se encontraban en una esquina, conversando, gastando el tiempo, cuando de pronto se oyó un ruido, un bullicio acercándose. Dicen que apareció un grupo de personas corriendo, gritando. Que a lo lejos se oyeron algunas detonaciones. Dicen que todos los que estaban ahí reaccionaron de distinta manera: unos salieron corriendo de inmediato, otros se agazaparon o se echaron al suelo, otros más quedaron paralizados por el susto y el desconcierto durante unos segundos, luego también se lanzaron a correr. Dicen que primero pasó la gente espantada, huyendo; que detrás venía la Guardia Nacional. Dicen que los muchachos quedaron de repente atrapados entre dos bandos. Dicen que los soldados llegaron “disparando a lo loco”. José Francisco ya había empezado a tratar de escapar cuando una bala se encajó en su espalda. Dicen que el muchacho se derrumbó de inmediato.

La  familia insiste en resaltar que él jamás tuvo relación con las protestas. No le interesaban las marchas. “Nunca participó en eso —repite su madre—. A él no le gustaba eso. A él lo único que le gustaba era jugar fútbol”. Siempre fue un muchacho calmado, tranquilo. Por motivos económicos, cuando tenía 10 años lo mandaron a Maracay, a casa de una tía. Allá estudió pero nunca terminó de sentirse cómodo. Cuando regresó a San Cristóbal no tenía cupo en el liceo y decidió quedarse con su madre, ayudándola económicamente. Decía que después estudiaría. Comenzó a trabajar para un vecino que distribuía mercancía a pequeños comerciantes.

Cuando no estaba trabajando, se la pasaba en la cancha, con sus amigos, pateando una pelota, jugando fútbol.

Una hermana lo define con un diminutivo entrañable: “Él era muy noblecito”. El adjetivo «noble» es escaso en el país. Es una sorpresa en mitad de esta noticia. Una definición que contrasta con la retórica oficial que justificó la represión militar, señalando que las manifestaciones no eran manifestaciones, que solo eran “un accionar subversivo para desestabilizar al gobierno (…) insurgencia armada”. Ese es en el fondo el argumento que está detrás de todos los disparos. Detrás del disparo que derribó a José Francisco Guerrero. Era muy lindo —insiste su hermana—. Prefería ayudar a los demás antes que quedarse sin hacer nada”.

La bala entró por la espalda y salió por el abdomen. José Francisco debió sentir un calor repentino, una llama cruzando la mitad de su cuerpo. Luego, se descolgó. “La columna, de aquí para abajo, se le movía como gelatina”. Para un joven cuya pasión vital es el fútbol, debió ser aterradora la experiencia de no sentir las piernas, de observar ese mareo sin control debajo de la cintura.  Más que caerse, se hundió en un vacío, en el vacío de su propio cuerpo.

Estela estaba inquieta en la casa, esperando. Le extrañaba que su hijo tardara tanto. Imaginó que tal vez se había encontrado con algún conocido y se había quedado hablando en la calle. También pensó que, quizás, José Francisco se había acercado de nuevo a la cancha, a jugar otro rato. Pero al final pudo más la angustia. La angustia siempre se cuela. Siempre gana. Durante todos esos días, los cuentos eran terribles. Gente detenida, gente muerta. Decidió salir a buscarlo. Dio unas vueltas, volvió y vio muchos avisos de llamadas perdidas en su celular. De inmediato, el teléfono volvió a sonar. Fue como otro disparo. Como el eco de un balazo en otro tono, tiritando entre las manos. Y atendió. Y dijo aló. Y entonces escuchó una voz agitada: “¡Comadre! ¡Le mataron al morocho!”.

Los amigos lo instaban a parase, le gritaban que se levantara del suelo, pero José Francisco no pudo hacerlo. Su cadera parecía flotar sobre el pavimento. Finalmente, entre varios lograron montarlo en una moto de un vecino y se lo llevaron. Lo dejaron en La Concordia, una zona comercial de la ciudad. Probablemente no querían llegar al hospital con un herido de bala. Eso de inmediato compromete, establece una sospecha, una posible complicidad. Desde ese lugar, una familia en un automóvil lo trasladó por fin al Hospital Central de San Cristóbal.

Estela llegó corriendo. Al menos así recuerda ese momento. Sin pausas. Corriendo desde Sabaneta hasta el centro médico. 15 kilómetros apurados por la angustia de no saber si su hijo había muerto. “Yo fui sola, a pie. Corría un rato, caminaba otro rato, metía las carreras, me jalaba el pelo, y me decía: ¿Dios mío, por qué? ¿Por qué yo lo mandé? Si yo no lo hubiese mandado, él estuviese con vida”.

Pero la medicina pública en Venezuela no garantiza la vida. Más bien, es otro riesgo, un nuevo riesgo. Otra forma de violencia del Estado en contra de los ciudadanos. José Francisco fue atendido de inmediato pero con las deficiencias del caso. No había suficiente material. Era necesario reconstruirle la arteria aorta pero el médico especialista no apareció.

Así lo cuenta Yolimar: El niño llegó consciente al hospital y lo subieron al pabellón, pero como no había ningún familiar para pedirle el kit quirúrgico, ellos solicitaron el kit al hospital y no se lo dieron. A él lo operaron con lo poco que había en el quirófano. Además solicitaron al doctor especialista para que le reconstruyera la vena, y nunca llegó. Hasta el día siguiente. Cuando José Francisco entró al hospital les dijo a unos enfermeros y doctores que él no se quería morir. Lo repitió varias veces”.

Después de esa intervención, el muchacho no volvió a estar consciente jamás. Empezó la espera y la tortura en los pasillos, la desesperación y la impotencia. “El niño quedó hinchado, entre morado y verde, y botaba baba blanca con amarilla. Prácticamente era como si estuviera muerto”Al día siguiente lo volvieron a intervenir. Con el médico especialista presente, intentaron trabajar sobre la arteria. Pero ya era inútil. José Francisco había perdido mucha sangre. Entró al quirófano a las 10.30 de la mañana. A las 11:00 falleció.

La familia protestó, se quejó. Aseguran que el propio José Francisco, antes del primer ingreso al quirófano, señaló que un guardia nacional le había disparado. Pero sus denuncias fueron devoradas por el naufragio de las declaraciones políticas. Llegaron incluso a acusarlos de recibir dinero de parte de la oposición. Nadie ofreció una respuesta. La familia solo recibió la promesa de una investigación.

Y un cadáver, por supuesto.

“Él no era bochinchero, le gustaba era jugar fútbol, jugaba dos o tres horas en la cancha cuando no estaba trabajando. Él era un niño muy humilde, era un niño que no se metía con nadie. Él quería estudiar y ayudarme, y sacarme de donde estaba viviendo, a él no le gustaba que nadie me humillara. Él quería alquilarme una casa para que yo llegara a ese garaje a trabajar y más nada, no quedarme ahí como hago ahora. Él era el que me llevaba al médico cuando me enfermaba. Cuando viajaba todas las noches me llamaba si yo comía, si yo estaba bien, él era el que estaba pendiente de mí siempre”.

Estela debe recordarlo todo los días. ¿Piensa en él cada vez que coloca una arepa sobre el budare? ¿Siente, aún, cómo queman las lágrimas debajo de los ojos? ¿A qué sabe esa ausencia, ese dolor injusto e irremediable? Ni ella, ni el padre, ni ninguno de los hermanos, pueden todavía recuperarse de esa tarde.

Todavía no saben muy bien qué hacer con esa ausencia. No saben cómo contar ahora esa bala. El único relato que tienen es atroz y espeluznante. Una frase clavada en la lengua, en el mapa, en el futuro: los soldados llegaron disparando a lo loco.

Con investigación de Manuel Roa.


Esta historia forma parte de la serie Eran solo niños, desarrollada en alianza con el Centro Comunitario de Aprendizaje (Cecodap) y el apoyo de El Pitazo


Esta historia está incluida en el libro Semillas a la deriva, la infancia y la adolescencia en un país devastado (edición conjunta de Cecodap y La vida de nos).

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Cuando era niño, cada sábado, mi padre leía poesía en voz alta. Esa experiencia cambió mi vida. Descubrí que las palabras tenían otra dimensión, otras posibilidades. Creo que, desde ese momento hasta hoy, solo he querido ser escritor.

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