Los 12 días de Ángela en Ciudad de México
No todos los venezolanos que compran un boleto de avión para iniciar una nueva vida en México logran, efectivamente, entrar a ese país. El número de personas que han sido rechazadas por las autoridades migratorias en el aeropuerto ha crecido significativamente en los últimos tres años. La de Ángela es una de esas historias.
Ilustraciones: Walther Sorg
El avión que trasladó a Ángela desde el Aeropuerto Internacional de Maiquetía hasta el Aeropuerto Benito Juárez aterrizó a las 6:00 de la mañana un día de noviembre de 2014. Llegó justo al amanecer y, como todos los pasajeros, ella caminó por el pasillo que conducía a migración, donde la esperaban decenas de taquillas con funcionarios encargados de revisar el pasaporte, poner un sello húmedo con fecha de entrada y permitir el ingreso a México.
Ángela estaba nerviosa, como lo estaría cualquiera que está a punto de iniciar una nueva vida en otro país: había renunciado a su trabajo, juntado todos sus ahorros y se había despedido de su familia para construir un nuevo hogar en México. En sus manos llevaba el pasaporte. Una de sus hojas tenía la visa de trabajo sellada por la Embajada de México en Venezuela, la cual le daría derecho a obtener un carnet de residencia temporal con permiso para trabajar.
Cuando finalmente llegó su turno, le entregó el documento a una oficial del Instituto Nacional de Migración. Ángela llevaba un jean, suéter, botas para el frío del venidero invierno mexicano, el cabello largo y suelto, y toda la disposición para comenzar de cero. La funcionaria, sin embargo, se quedó viendo unos segundos su visa de trabajo, y se retiró unos minutos a donde ella no podía verla. Su natural ansiedad se transformó en un gran susto.
—Acompáñeme, señorita —le dijo, al volver a la taquilla.
—¿Qué está pasando? —preguntó Ángela. Pero no hubo respuesta. Siguió en silencio a la mujer, a través de un pasillo que llevaba a un cuarto en el que había personas en colchonetas, durmiendo en el suelo, y otros agentes de migración.
—¿Qué van a hacer conmigo? ¿Qué está pasando? —insistió, ya francamente desesperada.
—Hay un problema con su oferta de trabajo —le dijo otro funcionario—. La dirección fiscal de la empresa no coincide con la que tenemos registrada.
Ángela comenzó a sudar frío, sin saber qué decir.
—La vamos a tener que regresar a su país en el próximo vuelo.
Ella no entendió. No podía entender lo que estaba pasando.
Y lo que estaba pasando era que México rechazaba su ingreso al país y, como resolución de su caso, sería deportada.
Aunque cada día más venezolanos deciden iniciar una nueva vida en México, no todos los que compran un boleto de avión logran, efectivamente, entrar a ese país. El número de personas rechazadas por las autoridades migratorias en el Aeropuerto Benito Juárez, en Ciudad de México, ha venido incrementándose significativamente año a año: 55 en 2014; 67 en 2015; y 120 en 2016. Hasta julio de 2017, iban 52 personas, según el registro que publica regularmente la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de Gobernación.
La venezolana fue, en 2016, la cuarta nacionalidad del continente suramericano con mayores inadmisiones después de Ecuador, Colombia y Brasil. Las autoridades dicen que han endurecido los controles porque detectan que algunos vienen con cuestionables permisos de trabajo, o con intenciones de quedarse a vivir de forma ilegal huyendo de la crisis. Sin embargo, los que llegan por razones de turismo, o con permisos verificables, pueden correr la misma suerte.
En aquel cuartico adonde condujeron a Ángela había otras personas de diferentes nacionalidades: todos serían deportados. Ella veía a su alrededor y se sentía desamparada. Lloraba incesantemente, solicitando que le permitieran hacer una llamada telefónica, pero estas estaban terminantemente prohibidas.
En un descuido de los oficiales, Ángela escondió su celular bajo la manga del suéter que llevaba puesto, pidió permiso para ir al baño, y activó la línea con roaming internacional. Así logró intercambiar algunos mensajes con su hermano, quien desde Venezuela contactó al abogado de la empresa que había hecho la oferta de trabajo.
Al día siguiente, Ángela logró verlo. El abogado se presentó en la oficina de migración y consiguió demostrar que toda la documentación de la compañía estaba al día, incluyendo la cuestionada dirección por la que ella había caído en aquel limbo. Y le hizo una propuesta: si introducía un recurso de amparo, su caso sería reconsiderado por las autoridades de migración, y de ser favorable, podría entrar a México. El proceso, en teoría, duraría escasos tres días. Y mientras tanto, ella sería trasladada a una estación migratoria, bajo el comando del Instituto Nacional de Migración, donde permanecen provisionalmente todos los extranjeros en situación irregular.
La desesperación, la incertidumbre de no saber qué hacer y el recuerdo de todos los sacrificios que hizo para llegar hasta este punto, hicieron que la oferta del abogado pareciera interesante. Entonces, la aceptó.
Los oficiales la condujeron hasta el vehículo en donde la trasladarían a la Estación Migratoria Iztapalapa, conocida como Las Agujas, en una de las 16 demarcaciones territoriales que dividen a la Ciudad de México, donde los homicidios, atracos y feminicidios son más que habituales.
En el camino, todos iban conversando. A Ángela le decían que la estación era algo parecido a un albergue. Sin embargo, ella preguntaba y volvía a preguntar si era una cárcel a donde la llevaban.
—No —le contestaba el funcionario que la acompañaba—. No es una cárcel.
Finalmente, el vehículo se detuvo. Al poner los pies en el pavimento, Ángela se paró enfrente del portón y concluyó:
—Es una cárcel.
En el techo había funcionarios de custodia con capuchas y armas largas. En la puerta, otros agentes le ordenaron dejar en bolsas de plástico todas sus pertenencias personales: desodorante, Ipad, 500 dólares en efectivo, audífonos y dos celulares. Lo único que le permitieron ingresar fue sus cigarrillos.
Dos mujeres policías la buscaron en la puerta, la guiaron por un pasillo y le pidieron que se recostara contra la pared. Revisaron todo su cuerpo, hasta sus senos. De allí, la hicieron traspasar el portón que conducía al interior de la estación.
Al entrar, Ángela miró a su alrededor: en un patio había mujeres sentadas en el piso, ancianas, embarazadas, otras con niños correteando… Ella era el centro de atención: todas veían llegar a la nueva.
Lo primero que quiso hacer, presa del temor y los nervios, fue prender un cigarrillo. Pidió un encendedor y una mujer se lo prestó. Ese acercamiento le sirvió para hacer preguntas: ¿Qué es esto? ¿Por qué estás aquí? La otra mujer era salvadoreña. Las autoridades la habían encontrado en las calles de Ciudad de México y llevaba cuatro meses esperando que la dejaran entrar al país.
“La gente que cae aquí, generalmente, es la que quiere cruzar la frontera”, le dijeron.
En aquel lugar, ella era la única venezolana.
Ángela amarró su cabello en una cola de caballo que no volvió a soltar durante los 12 días que estuvo ahí, porque había piojos. Todas sus solicitudes para hacer llamadas telefónicas fueron rechazadas. Y aunque su mayor deseo era largarse de ahí, no le quedó otra alternativa que esperar. Mientras tanto, aprendió a sobrevivir.
Había que formarse frente a la cocina para que le sirvieran una porción de arroz, frijoles, huevos y tortillas, el mismo menú para las tres comidas. Las habitaciones eran compartidas, con literas y colchonetas. Los baños no tenían puertas. En un kiosco se podían comprar golosinas, papas fritas y refrescos.
Con el paso de los días, también se dio cuenta de que no podría sobrevivir si no se relacionaba con las demás, así que se hizo amiga de un grupo de cubanas que ya tenían una semana ahí. En la habitación donde dormían sobraba una cama y Ángela se mudó con ellas. Las habían capturado en Ciudad de México, pero venían desde Ecuador, país con el que Cuba tiene un convenio muy bien aprovechado por muchos cubanos en busca de una manera de escapar de la isla. El sueño de todas era parecido al de Ángela: encontrar un mejor futuro que ese que le brindaba su país. Pero, en el caso de ellas, su meta era llegar a Miami para reunirse con sus familiares.
Por esos días, Ángela escuchó todos sus cuentos. Las cubanas decían que habían atravesado selvas, montañas, ríos, en su intento de llegar a Miami. Se habían quejado con las autoridades de la estación migratoria por la comida, y lograron que les dieran una dieta especial, a base de cereales, cambures, patilla y lechosa. Ángela hizo lo mismo y consiguió que le modificaran sus alimentos. Aun así, rebajó 6 kilos en 12 días.
Mientras estuvo ahí, solo se bañó dos veces. Casi no dormía y sus ojeras eran el reflejo de un cansancio que ella creía no merecer.
Un día, un funcionario le dijo que tenía una llamada, que le permitirían recibir. Al tomar el teléfono, Ángela oyó la voz de su papá y eso le provocó un irrefrenable deseo de gritar. Con una voz desesperada que todos podían escuchar, le dijo que estaba en una cárcel de mujeres, que la sacara de ahí, que nadie le había hecho nada malo, pero que quería irse. Él la calmó, y le dijo que le pediría al abogado que buscara la forma de revertir el trámite de amparo solicitado.
Y así se hizo.
Con la renuncia al amparo para intentar ingresar a México, el proceso de regreso de Ángela a Venezuela comenzó a encaminarse. Y unas noches después de aquella llamada, mientras dormía, unos funcionarios llegaron hasta su habitación.
—Recoge tus cosas. Ya te vas a tu país.
Le devolvieron todas las pertenencias que había dejado en la entrada de la estación migratoria. Recogió todo, les deseó suerte a las cubanas y caminó en busca de la salida. Algunos de los custodios se alegraron por ella y hasta la felicitaron porque iba a regresar a Venezuela.
Escoltada por varios funcionarios, volvió al aeropuerto donde comenzó todo y llegó a la taquilla de la aerolínea, en donde le dieron la mala noticia: no podría subir al avión. Aunque su vuelo estaba pautado desde el inicio de su viaje para ese día, Aeroméxico había cancelado su boleto.
Tuvo que regresar a la estación migratoria y pasó la noche llorando.
Cuatro días después, un funcionario volvió a buscarla para decirle que, ahora sí, estaba lista para irse. Se despidió nuevamente e intercambió las cuentas de Facebook con algunas de las cubanas. Y no volvió. Horas después, tras un viaje que se le hizo largo, el más largo de su vida, sus padres estaban recibiéndola en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía.
Al mes de haber regresado a Venezuela, consiguió trabajo en una agencia de publicidad. Tiempo después supo que las cubanas habían salido de la estación migratoria y siguieron su camino hacia Estados Unidos. Una le contó que todas habían llegado a Miami. Ángela se alegró por ellas, que sí lograron su objetivo de iniciar otra vida en un nuevo país. Ella no pudo, pero siente que ahora valora a Venezuela como nunca lo había hecho.
Esta historia forma parte del libro Días salvajes, 15 historias reales para comprender el colapso de Venezuela (Ediciones Puntocero), primer volumen colectivo de La vida de nos.
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Ileana García Mora
Periodista y cronista venezolana radicada en Ciudad de México, con experiencia en investigación, redacción y edición de textos para medios de comunicación en Venezuela y México.