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Lo volvería a hacer las veces que fueran necesarias

Feb 14, 2021

La Federación de Psicólogos de Venezuela puso en marcha un programa para ofrecer gratuitamente contención emocional a las personas que se sentían desbordadas frente a la pandemia de covid-19. Como había hecho en el pasado con otros voluntariados, Román González se sumó a la iniciativa. Es el único psicólogo que atiende las solicitudes provenientes de los estados Anzoátegui, Sucre y Monagas.

Fotografías: Álbum Familiar

—Hola. Feliz noche. Soy el psicólogo Román González, de la Federación de Psicólogos, es la hora de nuestra consulta.

Así comenzó una nueva llamada.

Román González siempre ha tenido facilidad para recordar momentos, detalles, anécdotas, imágenes. Pero en este instante, como hace cada vez que está en consulta, toma nota de lo que le va contando su paciente, al otro lado de la línea, para que no se le escape nada. En esa libreta que tiene en la mano quedan asentados problemas, angustias, preocupaciones, desesperanzas, rabias, tristezas, duelos. Esa libreta se ha convertido en una caja de resonancia de la crisis venezolana. Acaso la bitácora de una salud mental cada vez más deteriorada.

Román escucha en silencio. Cuando lo considera oportuno, toma la palabra: hace preguntas, ofrece perspectivas.

Se termina la llamada al cabo de un rato, y cierra la libreta. 

Es una noche calurosa de enero de 2021. Román se levanta del sillón, respira profundo y camina hacia su habitación. Conversa un rato con su esposa Nohemí. Después toma un libro y lee algunas páginas. La lectura lo ayuda a dejar a un lado los problemas. Los suyos y los ajenos. Son esas historias las que le permiten dormir tranquilo.

Con la llegada de la pandemia de covid-19, en el país se produjo un desorden psicosocial mayor al que ya existía: depresión, angustia, ansiedad… todo lo que produce la incertidumbre, se incrementó. La Federación de Psicólogos de Venezuela puso en marcha el Programa de Psicólogos Voluntarios para ofrecer contención emocional a las personas que se sentían desbordadas frente a la nueva circunstancia, pero que no tenían cómo pagar una consulta. Porque en los hospitales públicos escasamente ofrecen atención psicológica gratuita. Las listas de espera suelen ser de meses.

Y la mente no puede esperar.

Para optar por esas sesiones del voluntariado, el solicitante debe llenar un documento en línea con sus datos personales y el motivo de la consulta. Según lo que apunte en ese formato, quienes lo reciben determinan qué tan urgente requiere esa persona la atención, y el Colegio asigna el caso a alguno de los 12 psicólogos voluntarios.

Román González es uno de ellos.

Pasar consultas a través de llamadas o videollamadas fue algo nuevo para él porque siempre ha atendido de forma presencial a sus pacientes, en su propia casa, de hecho, donde hace un tiempo acondicionó un lugar como consultorio.

Los primeros cinco casos que le asignaron tuvieron un denominador común: eran personas con ideación suicida. Los pacientes vieron en Román alguien con quien desahogarse. Le contaron sobre la soledad, el cambio repentino de las rutinas, cómo los afectaba el permanecer tanto tiempo en casa, la falta de empleo y los despidos masivos, el miedo a enfermarse o empeorar de algún problema de salud crónico, la preocupación por no contar con los recursos económicos para sobrevivir.

A él nada de eso le extrañaba.

Porque la pandemia de covid-19 solo acentuó lo que ya venía mal en Venezuela. Román los escuchó con atención. El objetivo de estas sesiones es ofrecer contención: sugerirles a los pacientes formas de superar, por sus propios medios, lo que los desestabiliza. Se trata, pues, de ayudarlos a tomar el control, aunque los obstáculos sigan allí. Las terapias funcionan como si fuera un espejo, el psicólogo le muestra a esa persona lo que es capaz de hacer y no está considerando.

Inicialmente, estaba establecido que luego de la quinta sesión debían dar por finalizada la terapia de contención. Pero en algunos casos Román no se ha atrevido a despacharlos en la última cita: los ha atendido hasta siete veces, porque en la interacción con ellos entendió que necesitaban un acompañamiento más amplio y no tenían cómo pagar una consulta privada. La más económica cuesta 10 dólares cuando el sueldo mínimo es de apenas 1 o 2 dólares.

No quería dejarlos extraviados.

Extraviados y, muchas veces, solos.

Para él, ese es el sentido de ser voluntario: acompañar, formar parte de la evolución de alguien que no se siente en paz. Eso es ayudar. Y eso lo supo mucho antes de la pandemia. Mucho antes, incluso, de ser psicólogo.

Román creció en la avenida El Rosario de Los Chorros, una urbanización del noreste de Caracas. Allí muchas veces durante su infancia vio a su madre darle de comer a quienes no tenían nada. Su casa era un lugar de encuentro, el sitio donde se recibía el año nuevo y a donde se podía acudir por ayuda.

Un día de 1976, comenzó a llover a cántaros en Caracas. Pasaban las horas y nada que escampaba. De pronto, desde el Ávila comenzaron a desparramarse ríos de barro arrastrando a su paso piedras, troncos, carros, puertas… y gente. Muchas personas perdieron sus viviendas. Román, sus hermanos y su madre, colaboraron con ellos. Convirtieron su casa en un refugio y albergaron a 30 damnificados a quienes les dieron alimento y cobijo.

Román tenía 18 años. A partir de esa experiencia se alojó en él un pensamiento: quería ayudar a quien lo necesitaba. Sintió que la psicología era el camino. Ese mismo año comenzó a estudiar la carrera en la Universidad Central de Venezuela. Formó parte de grupos de voluntariado siendo estudiante y se interesó por el manejo de crisis y catástrofes.

Luego de graduarse, comenzó a trabajar como secretario ejecutivo de la comisión de drogas de la presidencia y se hizo técnico especializado en prevención. Y tiempo después, por motivos de trabajo, se mudó a Anzoátegui.

Román vivía en San Tomé, una pequeña ciudad del sur de Anozátegui, cuando vio por televisión la tragedia que estaba ocurriendo en Vargas. Era diciembre de 1999. Las imágenes le recordaban la historia que había vivido siendo más joven en Caracas.

Ese día, voluntariamente, se fue al aeropuerto con un bolso al hombro. Sentía que no podía quedarse sin hacer nada. Media hora después de montarse en el avión aterrizó en la base aérea de Maracay. Protección Civil lo llevó a Maiquetía: al llegar encontró un desastre, damnificados, tristeza. Mucha tristeza.

Llamó a la Escuela de Psicología, pero nadie respondió, así que se fue a la universidad. Antes de mudarse, él y otros compañeros habían planeado hacer un voluntariado, y se imaginó que por la tragedia que estaba ocurriendo ellos estaban allá, activos. No se equivocó. Al llegar, los vio y tuvo la sensación de que habían estado esperándolo. Era como si supieran que iba a llegar en cualquier momento.

—¡Román, no sabes cuánto hemos pensado en ti! —le dijeron al verlo.

Él sintió ganas de llorar, pero se contuvo.

Pensaba que le tocaría bañar personas y cambiar pañales. Estaba listo para lo que fuera necesario. Pero por su experiencia, el rector y el vicerrector de la universidad lo nombraron coordinador del refugio del Estadio Universitario de Caracas

En seguida llegó un autobús con damnificados.

Les indicó dónde estarían, les dijo qué podían ofrecerles. Necesitaban comer y bañarse. Román sabía que también necesitaban fuerzas, así que sacó de su bolso un fajo de billetes, lo que le habían pagado recientemente en la empresa donde trabajaba, y les pidió a otros colaboradores que con ese dinero compraran vitaminas para repartirlas.  

Allí, acompañando a esas personas en esos días de tanta incertidumbre, volvió a pensar que no se había equivocado al estudiar psicología: sintió que estaba en el lugar correcto, haciendo lo que debía hacer. Y que lo volvería hacer las veces que fueran necesarias.

  

Román es el único psicólogo voluntario de Anzoátegui. Al principio solo atendía pacientes de ese estado, porque la idea de la Federación de Psicólogos era que los especialistas recibieran en su consulta a personas de su misma localidad. Pero en Sucre y Monagas, estados vecinos, no hay Colegio de Psicólogos. Y alguien debía hacerse cargo de las solicitudes provenientes de esos lugares.

La Federación le propuso a Román que los asumiera. Él lo pensó, revisó su agenda y aceptó. Sentía que no podía decir que no, porque sabía que en esos estados hay mucha necesidad. A partir de entonces tuvo que ser riguroso en la organización de su tiempo, porque además de los casos del voluntariado, también debía atender los de su consulta privada, que es la que le genera ingresos.

Román suele atender un total de 12 pacientes al día, pero a veces son más. Trata que la última cita termine a las 7:30 de la noche, pero en ocasiones hay pacientes que se explayan, o que necesitan un poco más de tiempo, y él los escucha.

Ha habido momentos en los que la labor le ha resultado cuesta arriba.

A mediados de noviembre de 2020 le ocurrió. Un día se levantó y no tenía el mismo ánimo de siempre. Se sentía tan mal que pensó que tenía covid-19. Al poco tiempo lo descartó porque no tenía los síntomas de la enfermedad. El malestar era emocional.

Pensaba en su hijo, que estaba en España a punto de irse a Suecia. Pensaba en su hermana, que tiene cáncer. Y pensaba en Romina, su hija, a quien habían asesinado de apenas 4 años en San Tomé en 1994. Se acercaba el 23 de noviembre, el día que ella cumpliría años. Tantos recuerdos con su pequeña vinieron a su mente. La extrañaba, a pesar del tiempo.

Uno de esos días que se sentía desganado, llamó a la Federación y pidió permiso para posponer las dos citas que tenía durante la tarde. Después, se comunicó con los pacientes y les explicó que no estaba del todo bien para atenderlos y fijaron el encuentro para otro momento.

Pasó la tarde con su esposa, regó las plantas que tiene en casa y leyó un poco. En la noche ya se sentía mejor. Recordó que la Federación le había asignado un caso para que comenzara a atenderlo, así que llamó a esa persona. El teléfono repicó un par de veces antes de que le respondieran. 

—Hola. Feliz noche. Te hablo de parte de la Federación de Psicólogos. Tu caso me lo asignaron y quería que programáramos tu cita.

Eran las 7:30 de la noche. Esa hora en la que suele desconectarse estaba hablando con un nuevo paciente.

Esta historia historia forma parte de La Emergencia Silenciosa, un proyecto editorial desarrollado por la red de narradores de La Vida de Nos, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.

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Tengo 22 años, estudio el 8vo semestre de comunicación social en la Universidad Santa María, en el estado Anzoátegui. Me gusta escribir, creo que es una de las cosas que me mantiene atento a la realidad. #SemilleroDeNarradores

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