Lo único que sobrevivió fue un ejemplar
Pionero en Venezuela en el uso de la inmunohistoquímica —método que permite diagnósticos patológicos más precisos—, el doctor Jorge García Tamayo se dedicó, por seis décadas, a la investigación y a la docencia. Un día invitó a Elsie Picott, entonces residente del posgrado de anatomía patológica, a desarrollar una investigación a su lado. Desde entonces, ella lo considera su mentor. Dos décadas después, de tanto en tanto le pide consejos. Y él responde, aunque ahora esté muy lejos.
ILUSTRACIONES: ROBERT DUGARTE
La primera clase de ultraestructura celular que recibí en el posgrado de anatomía patológica me la dio el doctor Jorge García Tamayo. Era un hombre con muy buena fama. Había dirigido el Instituto de Anatomía Patológica (IAP), lideraba los estudios superiores en microscopía electrónica y era pionero en Venezuela en el uso del método de la inmunohistoquímica. Y no solo se destacaba como académico e investigador, sino que además era escritor y artista plástico. Sí, era una eminencia.
Después de aquella clase, esperé que mis compañeros lo saludaran, y luego me le acerqué.
—Buenas tardes, doctor García —le dije, con la voz firme y clara, mientras estiraba mi brazo para estrechar su mano—, mi nombre es Elsie Picott y soy residente de 3er año del posgrado con sede en el Hospital Militar Carlos Arvelo… Quería decirle que me encantó su clase.
Me miró mientras apretaba mi mano y sonrió.
—Mucho gusto, doctora Picott.
No volvimos a hablar hasta la siguiente clase. Sorpresivamente, al terminar, me abordó en el pasillo.
—Doctora Picott, ¿estaría interesada en llevar a cabo un trabajo de investigación conmigo? —me preguntó.
¿Por qué? ¿Por qué quería que yo trabajara codo a codo con él? Me sentí afortunada. El doctor García no se llevaba bien con quien en ese momento dirigía el IAP, un hombre al que los estudiantes del posgrado adscrito a ese instituto le profesaban cierta lealtad. Que no era mi caso. Si bien pertenecía al posgrado de anatomía patológica de la Universidad Central de Venezuela (UCV), mi sede era el Hospital Militar Doctor Carlos Arvelo. Es decir, era una suerte de “agente libre”. Quizá por eso él pensó que era la mejor opción para trabajar a su lado. Y tal vez fue por eso que aquel día me abordó en el pasillo.
Existían miles de razones —académicas, familiares, personales— para negarme. Me encontraba en el último año del posgrado y debía concluir los informes pendientes de las autopsias que había hecho (que eran requisitos para graduarme); tenía que estudiar para muchos exámenes y ajustar detalles de mi tesis de grado. Además, en aquel entonces yo estaba en Caracas de paso: debía volver cuanto antes a Valencia, estado Carabobo, donde me esperaba mi entonces esposo, quien se había dedicado a cuidar a nuestro pequeño hijo de 4 años mientras yo estudiaba. Cuando apareció la oportunidad de hacer el posgrado que siempre soñé, él accedió a que me mudara a la casa de mis padres, en San Antonio de los Altos, estado Miranda, a 45 minutos de Caracas, durante los tres años de la especialización. Sin prórrogas: al terminar, debía volver a nuestro hogar. Tanto él, como mi pequeño, me necesitaban cerca. Desde luego, ese era un obstáculo para aceptar cualquier trabajo, porque corría el riesgo de distraerme, de enfocarme en otras cosas y, por lo tanto, que mi plan se desmoronara.
Además, miedo de no estar a la altura de las expectativas del doctor.
Lo pensé mucho. No quería decir que no. Esa propuesta me resultó demasiado halagadora. Mi corazón me gritaba que una oportunidad como esa, en la que podría aprender de uno de los grandes de la patología venezolana, no volvería a presentárseme.
Dije que sí.
Emocionada, le pregunté al doctor si en la investigación podía participar también una residente de 2do año del posgrado, una amiga oriunda de Barinas que era excelente estudiante. Me parecía que ella, al igual que yo, sabría aprovechar este trabajo, y tenía la certeza de que nos podríamos ayudar mutuamente en el proceso.
Para mi fortuna, al doctor le pareció una idea estupenda.
Ese fue mi punto de partida en el campo de la inmunohistoquímica: arranqué esta carrera mientras comenzaba el siglo XXI.
La anatomía patológica es la rama de la medicina que estudia los efectos que producen las enfermedades en los órganos. Para ello, los patólogos analizamos las células y los tejidos a través del microscopio. Para poder ver los tejidos, debemos colorearlos: sí, existen colorantes que tiñen las células. Para el núcleo se usa la hematoxilina y para el citoplasma la eosina. También hay otras pruebas complementarias, como la histoquímica, que permite la identificación de células y elementos de los tejidos, además de microorganismos patógenos como bacterias, parásitos u hongos.
Sin embargo, era necesario contar con alguna técnica que permitiera una mayor precisión a la hora de diagnosticar una biopsia. Esto impulsó el desarrollo de nuevas tecnologías. Y así nació la inmunohistoquímica: un método que, como su nombre lo sugiere, usa la inmunología, la histología y la química para permitirnos identificar antígenos —sustancias capaces de producir una respuesta inmune— a través de una reacción. Por ejemplo, los tumores poseen antígenos (proteínas), que tienen la facultad de unirse químicamente a un anticuerpo, al cual le añadimos una enzima que actúa como trazador de marcaje.
Si bien la llamada revolución marrón —denominada así porque al reaccionar el antígeno con el anticuerpo y su enzima mostraba a las células tumorales de un color pardo y negruzco— comenzó con los trabajos de Taylor y Burns en la Universidad de Oxford, en 1974, fue a finales de los 80 y principios de los 90 cuando se usó esa técnica para hacer diagnósticos más precisos. Al principio, fue aplicado a los linfomas (que son tumores que se originan de las células sanguíneas).
Ya a finales de los 90, el doctor Jorge García Tamayo, jubilado de la universidad y dedicado al ejercicio privado de la anatomía patológica, conocía muy bien la técnica, y dictaba talleres de inmunohistoquímica dirigidos a patólogos. Seguía en la universidad por vocación: el reglamento de la UCV permite que los docentes jubilados den clases. Era un lujo que siguiera en las aulas. El doctor García Tamayo era, quizá, el patólogo más experimentado y reconocido del país.
El trabajo que nos asignó consistía en revisar la base de datos de todos los linfomas que había diagnosticado en su laboratorio privado, y que había caracterizado clínica y morfológicamente. Nosotros debíamos reclasificarlos a través de la inmunohistoquímica, lo cual le permitiría a los oncólogos establecer un tratamiento más preciso para sus pacientes.
Meses después, luego de mucho trabajo e incontables correcciones del doctor, presentamos los resultados en el VI Congreso Científico Venezolano de Anatomía Patológica, que se llevó a cabo en Puerto Ordaz, en octubre de 2001.
La experiencia del congreso fue alucinante. A pesar de que hubo preguntas incontestables, yo me sentí en las nubes. La sonrisa serena del doctor, ante cada interrogante, potenciaba nuestras emociones.
Disertar sobre un tema todavía tan novedoso, en un congreso en el que se reúnen colegas de toda Venezuela y del mundo, no solo fue un espaldarazo para mi amiga y para mí, aún estudiantes de posgrado, sino que fue una oportunidad valiosa para divulgar el trabajo del doctor García Tamayo, el primer patólogo venezolano que manejaba esta técnica.
La directora del posgrado en nuestra sede hospitalaria, que era exalumna del doctor García Tamayo, se sentía muy orgullosa con la participación de dos de sus estudiantes. Tanto, que nos recalcó, antes de cada presentación, que si bien las ponencias eran producto del trabajo que habíamos hecho en el laboratorio privado del doctor, nosotras éramos sus alumnas. En verdad, esa experiencia significó para mí un antes y un después: me sentí afortunada por todo lo que aprendí.
Luego de aquel evento, seguí mis estudios, me gradué y regresé a mi hogar en Valencia. Al profesor García Tamayo comencé a llamarlo, cariñosamente, El General, como el personaje de la novela El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez. Para mí, el profesor era un general pero que sí tenía quien le escribiera: a través de Messenger, ese canal que ahora luce tan lejano, tan arcaico, siempre le mandaba mensajes para saber de él.
Durante mis primeros años de ejercicio, le escribía cada vez que me asaltaban dudas sobre algún caso. Y siempre conté con su respuesta precisa, entremezclada con sus ocurrencias y jocosidades. Hasta que la vida, sazonada por el tiempo y la distancia, nos fue separando. De tanto en tanto, conversábamos un poco sobre patología y literatura.
Con el paso de los años, la inmunohistoquímica, técnica utilizada en varios campos de la patología (para la determinación de la naturaleza, estirpe y diferenciación de las células tumorales; la distinción entre neoplasias benignas y malignas; la estimación de la procedencia de tumores de origen desconocido; etcétera) fue acogida por muchos patólogos en el país y se convirtió en estudio rutinario indicado por médicos oncólogos.
Pero hacia el año 2012, los laboratorios empezaron a incrementar el precio de los estudios. No les quedó de otra: los reactivos siempre han sido muy costosos, porque no se producen en el país. Al doctor García Tamayo esto le producía un enorme pesar. Para alguien tan generoso como él, no era fácil cobrarles más dinero a sus pacientes, muchos de los cuales eran de bajos recursos y tenían muy pocas posibilidades de cubrir, no solo estos exámenes diagnósticos, sino los tratamientos para una enfermedad tan costosa como el cáncer.
Durante ese tiempo, estuvo trabajando en equipo con patólogos entrenados en patología quirúrgica e inmunohistoquímica.
Hasta 2017, cuando le tocó estar del otro lado de esta historia.
Le apareció un melanoma en la parte posterior de la rodilla izquierda, y se le rompió el tendón rotuliano de la pierna derecha. Era un cuadro muy difícil de manejar en un país sumido en una emergencia sanitaria.
Supe que una de sus hijas logró apoyarlo económicamente, y menos mal, porque con el sueldo de un profesor titular jubilado habría sido imposible costear las intervenciones quirúrgicas que requería, la fisioterapia y el tratamiento médico postoperatorio. Salió muy bien, pero naturalmente, luego de eso que vivió, se vio obligado a bajar el ritmo, a guardar reposo y someterse a fisioterapia por varios meses.
Durante ese tiempo, hubo espacio para la reflexión, y a pesar de contar con un equipo de técnicos diligentes, luego de infructuosas negociaciones con entes públicos, tratando de establecer convenios que le permitieran abaratar los costos para que los estudios fueran accesibles; abrumado por la descomposición acelerada del sistema sanitario y la sensación de que las cosas no iban a mejorar, dispuso de los anticuerpos, insumos y equipos, desmanteló su laboratorio y trasladó parte de los enseres a la casa de los padres de su esposa Julia.
La mudanza fue realizada por ayudantes que no eran de confianza, porque tanto el doctor como su esposa estaban en Canadá, a donde habían invitado a la esposa de él. Allí estuvieron 10 meses compartiendo en familia, como una forma de recuperarse física y emocionalmente.
Cuando regresó a Venezuela, se encontró con que los 91 tomos empastados que compilaban el trabajo que había realizado desde 1999 hasta 2017 habían desaparecido. Lo único que sobrevivió fue un ejemplar que contenía el trabajo que hizo durante los primeros seis meses de 2014, el CPU y tres discos duros con la información encriptada. La persona encargada de la mudanza se fue a Chile, y el doctor perdió todo contacto con ella.
Ese fue, para él, el verdadero punto de quiebre: a partir de entonces, decidió retirarse, colgar la bata, ponerle punto final a una carrera de más de seis décadas, en las que publicó más de 100 trabajos de investigación sobre la ultraestructura de enfermedades virales, parasitarias y tumorales e inmunohistoquímica en prestigiosas revistas científicas, tanto nacionales como extranjeras. Seis décadas en las que publicó nueve libros (dos de ellos, Reflexiones de un anatomopatólogo y Más reflexiones sobre la patología y el país, manuales imprescindibles para quienes ejercemos la patología). Seis décadas en las que produjo miles de páginas publicadas en su blog. Seis décadas dedicadas a la formación de decenas de profesionales. Como yo, que soy una de tantos.
Sin responsabilidades laborales, se fue con su esposa a Reino Unido.
De tanto en tanto, publica artículos en su blog. Añora Venezuela, aunque sabe que ese país en el que se desarrolló ha cambiado mucho. Siempre, sin embargo, tiene un ojo aquí. En noviembre de 2021, fue aceptado como Miembro Nacional de la Academia de Medicina (ocupa el puesto número 3 por el estado Zulia). Lúcido y apasionado, se mantiene muy activo: sus exalumnos lo contactamos por teléfono y correo electrónico para que nos oriente cada vez que estamos ante casos complejos. Y, desde luego, él responde. Es un guía que siempre está ahí: y yo, como muchos en este país, se lo agradecemos genuinamente.
Esta historia fue producida en el curso Medicina narrativa: los cuerpos también cuentan historias, dictado a profesionales de la salud en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.
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Elsie Picott
Soy médico cirujano, especialista en anatomía patológica, y docente universitaria. Mi trabajo es ver células y tejidos a través de un microscopio. Leo poesía y escribo prosa. Mis amigos me describen como una “literata” prestada a la ciencia.
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