Lo que no logró Hely Garagozzo
Desde España 82, Hely Garagozo no se ha perdido un Mundial de Fútbol, y este no será la excepción. Posee 3 récords Guinnes: más Copas Mundiales consecutivas, mayor asistencia a partidos y más finales vistas. Su pasión, que incluye un museo del fútbol en Barquisimeto, la ha costeado vendiendo propiedades y acostumbrándose a los vaivenes de la fortuna. Su meta es ser miembro honorario de la FIFA y su dolor no haber tenido el reconocimiento de su padre.
Fotografías: Álbum familiar
El silencio tiene la consistencia del miedo. O de la decepción. Pocas imágenes perturban tanto como la de una multitud en silencio: silenciada.
Hely Garagozzo estaba en medio de 80 mil personas que hacía minutos apoyaban a la selección de España a todo gañote. Ahora, el Santiago Bernabeú tenía la solemnidad de un cementerio. Alemania derrotaba 2-0 a los anfitriones en la segunda ronda del Mundial de España 82.
A ocho minutos para el final, un centro español surcó el área alemana. El delantero Jesús Zamora pisó un resorte imaginario y se elevó como quien busca tocar el cielo para salvar el honor. Empujó la pelota con un testarazo que hundió la red, sin dejar tiempo al portero de reaccionar. La derrota de España no tardaría en consumarse, pero aquel descuento desinhibió a los aficionados: 81.044 gargantas gritaron gol. O, mejor dicho, 81.043, porque Hely se quedó congelado: era la primera vez que escuchaba a todo un estadio rugir.
—Mientras Dios me de vida, yo voy a ir a todos los Mundiales que pueda —dijo, segundos más tarde.
La anécdota me la cuenta mientras rodamos, dentro del Mazda 6 que maneja, desde Cabudare hasta Barquisimeto, su ciudad natal. Para pagarse el viaje a España 82 vendió una camioneta que le había regalado su papá. Lo hizo a escondidas de este y ante la incredulidad de su esposa, que pocos meses antes había dado a luz a su primera hija. Cuando regresó de ver su primer Mundial, su papá estuvo tres meses sin hablarle. Y su esposa lo obligó a dormir fuera de la alcoba conyugal por dos meses.
—A lo mejor fue una decisión irresponsable —opina ahora, cuando estaciona el carro frente a su casa en La Rosaleda—, ¡pero si no lo hacía no hubiese ido al Mundial y hoy no tuviera los récords que tengo!
Se refiere a sus tres récords Guinnes: más Copas Mundiales consecutivas, mayor asistencia a partidos y más finales vistas. Dios le ha dado vida y él ha seguido asistiendo a los Mundiales. Desde España 82 no se ha perdido uno solo y no planea hacerlo: nos encontramos dos meses antes de que viaje a Rusia 2018. De aficionado pasó a tener una meta: ser miembro honorario de la FIFA.
Su sueño se transformó en la búsqueda de gloria.
Al padre de Hely no le gustaba el fútbol. Se trataba de un italiano que nació en Estados Unidos, luego de que su familia huyera de la Primera Guerra Mundial. Cuando esta acabó, los Garagozzo regresaron a Italia. El padre de Hely creció, se casó, tuvo hijos y luego viajó a Venezuela buscando las riquezas que la Segunda Guerra Mundial le hacía esquivas. Allí conoció a la madre de Hely: una campesina que no sabía leer ni escribir. Aunque nunca vivieron juntos, formaron una familia alterna. El italo-americano mandaba a su segunda mujer al telégrafo para que esta le enviara cien dólares a su primera mujer. Eso duró hasta que Hely, que nació en el año 54, tuvo 4 años, cuando su padre se trajo a Venezuela a la otra familia: la mujer y los cinco hijos.
La cosa era así: el viejo vivía con su mujer “legal” y almorzaba con la otra. En la primera casa tenía cinco hijos, y en Venezuela le nacerían dos más. En la segunda, tuvo en total cuatro, siendo Hely el mayor de todos.
Mientras sus medio hermanos estudiaban en el colegio más costoso de Barquisimeto, Hely a los 12 años empezó a trabajar en un supermercado. En el barrio en el que creció, su mamá tenía una amiga que hacía unas arepas muy grandes para los hijos. Estos le sacaban la masa y le daban las conchas a la mamá de Hely, para que ella les echara aceite, sal y las friera en la sartén. Eso comían Hely y sus hermanos.
De ese barrio se mudaron a la urbanización La Estación. Ahí empezó a trabajar en el supermercado y dio sus primeras muestras de tenacidad. Donde vivían antes se jugaba beisbol, por lo que creció bateando pelotas. En La Estación lo que había era balones que se debían patear. Hely le pagó a un colombiano para que le enseñara cómo. “Estás empezando tarde”, le dijo el señor.
Pero el joven insistió.
A los 14 años, lo fichó el equipo de La 23: un barrio en el que la falta de futuro que ofrecía la pobreza se compensaba con las glorias futbolísticas del presente. Ahí quedó dos años campeón de la Infantil A. Y tres años consecutivos campeón de la Juvenil. Luego de lograr el tercer título, lo llamaron a la selección de Lara, con la que se llevó la medalla de oro de los Juegos Nacionales de forma invicta y recibiendo solo un gol. A Hely, junto a dos de sus compañeros, lo preseleccionaron para la selección nacional que jugaría el Sudamericano de Argentina. Debían ir a entrenar a Los Valles del Tuy. Su papá no lo dejó: “Usted tiene que trabajar”, ordenó.
Hely fue a dos selecciones más de Lara, se convirtió en el capitán y volvió a salir campeón. Hasta que una lesión lo hizo colgar los tacos.
Papá nunca fue a verlo jugar.
En el museo que Hely tiene en su casa hay tantos objetos como anécdotas. Cada uno posee una historia. La alineación de Uruguay con la que jugó el Maracanazo, escrita de puño y letra de Alcides Ghiggia. La foto que se tomó con Roger Milla luego de esperarlo fuera de un baño público. La foto con Beckenbauer y el afiche firmado por Pelé.
El día que se hizo con este último par de recuerdos fue cuando su pasión terminó de reorientarse. En el año 1970, “trabajaba” como fotógrafo de El Informador. Nunca le pagaron nada: ni siquiera el rollo. Pero con el carnet de prensa entraba a todos los partidos de la liga local y los de Copa Libertadores. El 17 de septiembre de ese año, el Cosmos de Nueva York se disponía a jugar un amistoso en el Olímpico de la UCV. En el equipo estadounidense figuraban Pelé y Frank Beckenbauer.
Hely viajó a Caracas con su futura esposa y un amigo a quienes les compró las entradas. Él, aunque no estaba acreditado para el partido, esperaba lograr pasar con su carnet, pero el portero que lo recibió en la puerta de acceso para los periodistas hizo polvo sus esperanzas.
—¿Tiene su credencial? —le preguntó.
—No, la verdad es que no la tengo.
—Bueno, pero no puede entrar.
—Pero… este es mi trabajo.
—Yo lo sé, pero sin credencial no lo puedo dejar pasar.
Un tipo, los Dioses del fútbol sabrán quién, salió del mundo de las oportunidades e interpeló al guardia:
—¿Qué es lo que pasa aquí?
—Que el señor quiere pasar, pero no tiene su credencial.
—¿De dónde eres tú? —preguntó el hombre a Hely.
—De Barquisimeto.
—¡Ah, tú eres guaro: igual que yo! —y, dirigiéndose al portero:— ¡Déjalo pasar!
Dentro de la cancha, los periodistas se ubicaron en un sitio estratégico: frente a la entrada por la que supuestamente saldría Pelé. Hely, que no llevaba credencial, decidió esperar del otro lado: justo cerca de una puerta por donde apareció un imponente negro de piernas fuertes embutido en el uniforme del Cosmos. Hely se quedó absorto.
—¡Señor Pelé!, ¿me puede firmar este afiche? —preguntó, saliendo de su asombro y extendiéndole al astro un póster que le había regalado su hermano.
—¿Tienes lápiz?
Ese día, con la firma de su ídolo sobre el afiche más una foto abrazando a Beckenbauer, se propuso asistir a un Mundial. 35 años después, con un pase preferencial colgado sobre su cuello, Hely estaría en un almuerzo privado organizado previo a un partido de Corea y Japón 2002. El presidente de la Federación de Bolivia dio unas palabras en la que resaltó que el guaro llevaba seis Mundiales consecutivos. Una multitud con trajes cotizados en cuatro dígitos se levantó a aplaudirlo. Entre ellos estaban un Pelé y un Beckenbauer envejecidos.
Hely me muestra cada objeto de su museo con orgullo infantil: como un Kiko que presume sus juguetes ante el resto de la vecindad. Los ojos se le llenan de lágrimas de tanto en tanto. Para hacer el museo se encerraba a razón de ocho horas diarias a martillar y mover objetos. El espacio le ha servido para mercadearse. Su meta es donar lo mejor de su colección al museo de la Conmebol o al de la FIFA. Sus tres hijas, todas adultas, no comparten su pasión. Su nieto tampoco. Por eso, él siente que es mejor que esas cosas vayan a parar adonde las sepan valorar.
A México 86 llegó sin problemas. Italia 90 fue una luna miel: su mujer lo acompañó y se embelesaron en el país de sus ancestros. A Estados Unidos 94 y Francia 98 también asistió con su esposa. Pero previo a Corea y Japón 2002 el panorama cambió.
Hely era, por ese entonces, parte de la directiva del Unión Deportivo Lara. En ejercicio de sus funciones, le tocó asistir a una reunión en la FVF. Al término de esta, la secretaria de Rafael Esquivel se le acercó para preguntarle si ya tenía todo listo para ir al Mundial.
—No. Yo creo que este año no voy.
Pausa. La mujer hizo un gesto con la mano:
—¿Cómo—que—no—vas—a—ir?
—Coño, es que la cosa está muy apretada. Ahorita no puedo. Eso es muy costoso.
—No, tú no puedes dejar de ir. Tú eres el que lleva la bandera de Venezuela y ya nos estamos acostumbrando a ver la bandera en los Mundiales. Los locutores te nombran, no saben quién eres, pero dicen “ahí está la bandera venezolana que carga el guaro de Barquisimeto”. Es más, tú puedes aspirar a un récord Guinness: porque este sería tu sexto Mundial consecutivo. Tú no puedes perder la secuencia.
Un inception. O una epifanía. Récord Guinness. Nunca antes lo había pensado. Pero tenía sentido, ¿de qué otra manera podía un emperador como él clavar su exitosa bandera en el aparentemente inconquistable universo de su pasión? Al día siguiente, estaba en el banco pidiendo un pagaré y empeñando un camión. Viajó a tierras niponas con la idea de ya no solo disfrutar de los Mundiales, sino de conquistar al mundo.
La gloria es costosa. Hely llegó a tener un apartamento de 562 metros cuadrados, dos casas en una lujosa zona de Barquisimeto y varios terrenos. Hasta para él, dueño de una constructora capaz de hacer 500 casas en ocho meses, eventualmente fue difícil ir a los Mundiales. No todos los años el árbol da frutas maduras.
Para la Copa América Venezuela 2007, se debían construir estadios a la altura. El Estado invirtió mucho por encima y por debajo de la mesa. El Metropolitano de Lara fue encargado a Hely Garagozzo. Solo él, que tenía la disciplina necesaria para pasar de la absoluta pobreza a la ostentosa riqueza, podía construir semejante obra en tiempo récord y manejando a más de 1.500 obreros. Hasta Richard Páez quedó impresionado.
Eso fue lo que le dejó a Hely la experiencia: el orgullo. Por lo demás, ese esfuerzo invertido lo condujo a la ruina. O bueno, no el esfuerzo invertido, sino el Gobierno que le quedó debiendo 2 millones de dólares. Justo por esos mismos años, sus dos casas se cayeron con un deslave.
La empresa quebró. Hely vendió el apartamento para comprarse una casa más modesta, en la que hoy tiene el museo. Con la diferencia que le quedó, se dispuso a hacer frente a las necesidades económicas. Y aún hoy, me dice, sigue vendiendo de cuando en cuando parte de la maquinaria de la extinta Constructora Hilton.
A los 21 años, viajó a Estados Unidos para aprender inglés. Su tío, que lo recibió allá, habló con su papá: le dijo que Hely era un muchacho muy despierto, que le comprara una camioneta y lo pusiera a trabajar con él. Así se hizo.
Pero este, torpe para expresar afecto, le pagaba con insultos y salarios escuetos. “Tú no sirves para nada”, le espetó un día, mientras iban en la camioneta que papá le había regalado. El muchacho estacionó el carro, se bajó. Dio media vuelta y se fue. Llegó a la casa con los ojos rojos de tanto llorar. Le dijo a su madre: “No trabajo más con papá porque me insultó”.
Tenía 23 años. Fue a buscar la camioneta. Su hermano tenía una novia con plata que quería remodelar su casa. Contrataron a Hely. La urbanización quedó impresionada: el resto de los vecinos lo empezaron a llamar.
—Hely, te salió otro porche. Te podrías dedicar a hacer porches —le dijo un día su novia.
—No, Ana. Yo no voy a dedicarme a hacer porches. Yo voy a registrar mi empresa para hacer algo grande.
A los tres años de haberse separado de papá, le estaba comprando toda la maquinaria. Dos años después, la constructora de Hely absorbió a la de su padre. El viejo que le dijo que no servía para nada pasó a ser su empleado.
Hely Garagozzo camina con la prisa del que siempre tiene algo que hacer. Hay poco espacio para las dudas en sus pisadas. La cabeza erguida, la espalda recta: destila orgullo. Lo veo llegar al Centro Comercial Las Trinitarias y me pregunto si siempre tuvo ese dejo de pavo real.
Es hora de entrar en el tercer acto de la historia, le digo: su papá.
Hely apenas prueba su café. Empieza a decir que su historia es impresionante: ¿cómo un hijo natural, al que nunca le celebraron el cumpleaños, ni un 24 o 31 de diciembre, logró lo que él ha logrado? Lo irónico es, piensa, que ni para su papá ni para sus hijas las hazañas deportivas tienen un gran valor. Para su padre, acaso, lo único importante era el trabajo.
—Yo le echo broma a la gente —dice— y les comento que claro, en lo que mi papá supo que yo iba a ser famoso me dio el apellido.
Se refiere a que hasta pasados los 20 años su nombre era Hely González. Las leyes venezolanas impedían que un hijo natural llevara el apellido del padre si la esposa no daba el consentimiento.
—Lo irónico es que yo he sido el que hizo valer el apellido —insiste.
Lo irónico es, más bien, que cuando el señor se murió los medio hermanos de Hely tuvieron que recurrir a él: era el único con una parcela comprada en el cementerio. Fue él mismo quien se encargó de los gastos de un funeral que fue tan costoso como podía serlo. Y hasta se permitió, luego de que sus medio hermanos lo conversaran con la madre de Hely, ceder un espacio en la parcela para la esposa de su padre.
Cuenta que cuando papá estaba a punto de morir, en la camilla de la clínica se sostuvieron las manos. Él, de pie, con los ojos llorosos. Y el señor, acostado, con la vida huyéndole del cuerpo. El hijo esperó con ansias que su papá le dijera que estaba orgulloso de él.
—Si lo hubiese dicho, yo le habría respondido que yo también estaba orgulloso de que él fuera mi papá —dice Hely, salando el café que apenas tocó con las lágrimas que deja caer.
Pero el papá no dijo nada: falleció. El hombre que tiene tres récord Guinness se convierte ante mí en un niño que apenas puede controlar el llanto. Pasamos unos minutos en silencio. Luego, hablamos de cualquier cosa. Hasta que Hely se despide, se levanta y se va. Camina con la felicidad de quien tiene un motivo de vida, con el orgullo de un niño que busca la atención paterna. Con la extraña ambición que generó la más grande frustración de su vida, lo único que no pudo lograr Hely Garagozzo: que su papá dijera que estaba orgulloso de él.
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Lizandro Samuel
Lector. Escritor. Entrenador y analista de fútbol. Codirector de Círculo Amarillo Producciones.
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