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Lo despidieron como se merecía

Jun 15, 2019

Durante mayo de 2019, en el Hospital J. M. de los Ríos fallecieron cuatro niños con cáncer que requerían con urgencia un trasplante de médula ósea. Este procedimiento dejó de realizarse en el país cuando en 2017 Fundavene, ente adscrito al Ministerio de Salud, suspendió el programa de procura y trasplantes de órganos. Esta es la historia de Yeideberth Requena, uno de esos niños. 

Fotografías: José Calandra / Álbum de familia

 

Familiares, amigos y vecinos le cantan el cumpleaños a Yeideberth Requena. Hay una torta. Están en la casa de la abuela materna, en La Guaira, cerca del mar Caribe, adonde el niño ansiaba volver desde hace mucho tiempo. Varios de los presentes lloran mientras cantan. Gimen bajito. Porque, en verdad, Yeideberth ya no está: su cuerpo sin vida reposa en un ataúd en medio de la sala, sobre el que hay flores, globos del Capitán América y una pancarta con dibujos que dice “Feliz cumpleaños”.

Es 28 de mayo de 2019. Yeideberth Requena nació nueve años antes. Falleció el 25 de mayo, tres días antes de su cumpleaños, y luego de tres años con cáncer.

La escena es, pues, el capítulo final de una historia que Wendy González, su madre, insistió en cambiar. Repetía el padre nuestro, el ave maría y leía la Biblia cada noche. Imaginaba que cuando pasara la enfermedad —una leucemia mieloide aguda que le diagnosticaron el 2 de agosto de 2016—, su niño saldría victorioso del Hospital J.M. de los Ríos para vivir una vida normal. Para correr, jugar, ir a la escuela, crecer.

Wendy lo visualizaba para espantar el miedo que sentía. Varias veces los médicos le dijeron, con toda franqueza: “El niño no aguantará, se irá”. Y con sus propios ojos, veía morir a otros pequeños, compañeros de su hijo, que padecían la misma patología que él. Aterrada, se preguntaba todos los días si ella sería la próxima a la que le tocaría llorar a su muchacho. Lo pensaba y dejaba que las lágrimas le corrieran por el rostro, en silencio, para que él no se diera cuenta. Y volvía a rezar para que eso no pasara.

Yeideberth necesitaba un trasplante de médula ósea. Como otros 29 niños, lo requería con urgencia. En su caso, esa era la alternativa que ofrecía la ciencia, porque luego de superar muchas sesiones de quimioterapia, persistía la leucemia. La idea del trasplante se la plantearon a la familia un día de 2017, justo cuando ya parecía imposible en el corto plazo: meses después de que Fundavene —ente adscrito al Ministerio de Salud— cancelara el programa de procura y trasplantes de órganos en el país.

 

Un día de 2016 Yeiderbeth amaneció sintiendo un dolor en el cuello. Beisy, la abuela, pensó que quizá era una molestia por “mal dormir”. Era ella quien lo cuidaba mientras Wendy trabajaba vendiendo hortalizas en el mercado de Catia la Mar, en el estado Vargas, donde vivían a 45 minutos de Caracas. Lo llevó al médico. No había de qué preocuparse, le dijeron. Pero pronto el pequeño desarrolló una celulitis en el dedo meñique de la mano. Volvieron al hospital, le aplicaron un tratamiento y mejoró. Al cabo de 14 días, sin embargo, Yeideberth tenía los electrolitos elevados. Y varios exámenes mostraban “algo” que los doctores no se atrevieron a asegurar hasta que lo confirmaron con una serie de estudios.

—Voy a referir al niño a un hospital. Es lo que me temía: tiene leucemia.

Wendy quiso levantarse de allí con su hijo, salir corriendo y pararse en medio de la calle a esperar que un carro les pasara por encima.

Sin salir de la impresión por el diagnóstico, al día siguiente, Wendy se dirigió hasta el Hospital de Niños José Manuel de los Ríos, el más importante pediátrico del país. Al llegar, hospitalizaron a su hijo en la emergencia. Le aplicaron quimioterapias durante siete meses. Después de cada sesión, se sentía mal: perdía el apetito, tenía diarrea y vómitos.

Como se esperaba, mejoró. Llegaron a pensar que todo había terminado. Pero el cáncer es esquivo. Meses después, a finales de 2017, debieron volver al centro médico: el niño había recaído.

Claramente requería un trasplante de médula. Los médicos lo encontraron tan mal, que no creían que pudiera resistir. Wendy le pedía a Dios y decretaba que Yeiderbeth sanaría. Dos meses con fiebre, otra celulitis en el brazo izquierdo, las plaquetas muy bajas y las células reproduciéndose descontroladamente. Y no recibía la quimioterapia: en el hospital no había.

“Papi, no me vayas a dejar. Lucha por ti, no me vayas a dejar”, le susurraba la madre a su hijo.

—Se pararon detrás del vidrio. Apenas vio a sus hermanos se puso más fuerte. Siempre estuve positiva. Siempre le pedí a Dios, estaba aferrada a Dios. Yo no me aferro a carne humana, a Dios sí.

Tenía dos meses con fiebres constantes. Yeideberth tenía que ser ingresado a quirófano con urgencia, porque de lo contrario perdería el brazo. Pero en el hospital no había un traumatólogo. El esposo de una de las doctoras, formado en esa especialidad, fue como voluntario. En la operación le extrajeron 500 cc de líquido con sangre, pero seguía teniendo fiebre.

Debían volver a pabellón, pero esta vez tuvo que esperar varios días, porque los quirófanos, entonces, se habían contaminado. Cuando estuvieron operativos, le extrajeron líquido con sangre y pus de las partes blandas. Y esta vez sí mejoró: estaba listo para volver a las quimioterapias.

Como en el hospital no tenían las quimios, recibieron donaciones de varias fundaciones. Y Yeideberth comenzó a evolucionar. Tan bien, que incluso le dieron de alta. Fue un día lluvioso. Su papá, Enyerbeth Requena, lo estaba esperando afuera del hospital. Wendy abrió el paraguas y el niño reaccionó al instante:

—Mamá, mamá. No, no abras el paraguas. Mira qué linda la lluvia. Se ve más linda así que desde la ventana.

En casa, brincaba, corría y jugaba. Le gustaba jugar béisbol y básquetbol, pero Wendy lo cuidaba tanto como cuando estaba en el hospital.

—Yeideberth, no brinques, no juegues así. Descansa, por favor.

—Mamá, en el hospital descanso mucho.

Como podía, rasgaba una guitarra. Jugaba a que la tocaba perfectamente. Una guitarra o un violín. La música no faltaba en la casa: Yeideberth ponía en la computadora sus canciones favoritas. A quienes le preguntaban cómo seguía, él les decía que había tenido leucemia, pero que ya se había curado. Así, como si todo hubiese quedado atrás.

En abril de 2019, la enfermedad lo sacó de esa burbuja.

 

Wendy está casada con Enyerbeth, padre de Yeideberth, Milenyerbeth, de 4 años, y Samantha, de 3. Wendy tiene otro hijo, Rower Velásquez, estudiante universitario. Él ayudaba con sus otros hermanos, mientras Wendy y Enyerbeth estaban en el hospital. Rower era beisbolista. Fue seleccionado por una academia de béisbol, pero no pudo seguir: era costearse su preparación o cubrir los gastos de su hermano. Optó por lo segundo.

La enfermedad trastocó el curso de sus vidas. A veces Wendy pensaba eso en el hospital y se decía: “Prefiero estar en casa, quizá comiendo pan solo, pero con mi familia, todos juntos y sanos”.

Enyerbeth trabajaba con su moto ofreciendo servicio de taxi, pero cuando le dieron el diagnóstico a Yeideberth, la vendió para cubrir los gastos. Se dedicó a estar en el hospital, a buscar ayudas. Él y su esposa sonreían, sí, pero en el fondo siempre estaban preocupados. Decían que no había que desistir, que esto los estaba acercando a Dios, a la fe.

Tenían sus esperanzas en diciembre de 2018. Hicieron los trámites necesarios porque, de acuerdo a lo que les dijeron en el hospital, algunos niños que requerían trasplante serían llevados a Italia para que se lo practicaran allá. Pero eso no ocurrió. Nunca les dieron respuesta. Ninguna explicación.

Yeideberth necesitaba comenzar el año 2019 recibiendo sus dosis de quimioterapia, pero en el J.M., de nuevo, no contaban con el tratamiento. Es probable que eso haya influido en que de nuevo recayera en abril. Cuando el tratamiento apareció, ya su cuadro clínico era crítico.

—Mamá, ¿otra vez? No, no quiero. No voy a poder jugar, voy a estar en la cama y a cada rato me van a puyar. No vamos a dormir juntos. No seré normal otra vez —decía mientras dejaban su hogar en Catia la mar, camino al hospital.

Esperaba, al menos, ver a sus amigos, Giovanny, Sofía y Génesis. Pero los días sombríos ya habían comenzado. Giovanny había muerto recientemente. Y Sofía y Génesis mientras ellos estaban allí.

“¿Qué le digo?”, se preguntaba Wendy. “No puedo decirle: hijo, si sigues esperando, te puedes morir como tus amiguitos”.

—No te quiero dejar, mamá. No te quiero dejar —le repetía él.

Ella lo abrazaba fuerte.

Los médicos advirtieron que el panorama no era bueno. Pusieron a los padres a escoger entre aplicarle potentes quimioterapias, que podían lesionar más órganos, o esperar a que el niño muriera. Entre el miedo y la desesperación, optaron por lo primero.

Yeideberth pronto cumpliría años. Todo indicaba que lo pasaría, como los tres anteriores, en el J.M. Vomitaba, perdía peso, estaba cansado. Aún no se le caía su cabello castaño, pero le costaba respirar. Estaba inapetente. Solo quería dormir y tomar agua. Extrañaba estar en el hogar con sus hermanos. No le soltaba la mano a su mamá, no le gustaba alejarse de ella.

El 17 de mayo arrancó el vértigo que todavía no termina.

Una diarrea lo descompensaba. Lo llevaron del servicio de hematología a la emergencia. Wendy rezaba. “Dios, protégelo de las infecciones que puede contraer allí”. No lograban estabilizarlo. Ya no era solo la diarrea. El corazón le fallaba. Sangraba por la nariz. Le dolía mucho la barriga. Pedía auxilio.

—Mi hijo gritaba pidiendo auxilio. Yo como mamá le daba ánimo.

Pero la noche del 25 de mayo todo se desvaneció.

Lo llevaron al hogar, donde lo esperaban con globos, torta y el calor de su familia y amigos. El cumpleaños no fue en el hospital.

—Le di la mejor despedida porque lo merecía —dice Wendy, con el rostro limpio y la mirada perdida.

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Caraqueña. De pequeña quise ser periodista, y ahora me estoy formando para serlo. Curiosamente quise ser buhonera. Jugaba que era reportera, ahora estoy aprendiendo a serlo en las calles de Caracas. Escucho apasionadamente las historias y presto mis manos para que sean escritas.

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