Le enseñó a danzar los pasos de la vida
Poco tiempo después de comenzar a trabajar como archivista, Nancy dio a luz a Emili. Se la llevaba a la oficina porque no tenía quien la cuidara en casa. Más tarde, la niña comenzó a soñar con ser bailarina. Y los jefes de Nancy intervinieron para que ese sueño se hiciera realidad. Su historia pertenece a la serie #MujeresQueTransforman, una alianza de Coca-Cola FEMSA y La Vida de Nos.
Fotografías: Martha Viaña
Nancy está frente a imágenes del Santo Niño de Atocha, San Judas Tadeo y la Virgen. Ya son las 3:00 de la tarde de este sábado, y no ha parado de rezar desde la mañana. Emili, su hija, hace el fouetté. Ha dado tantos giros como peticiones ha lanzado su madre al cielo.
Nancy está en su casa en Petare, en el este de Caracas. “Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo”, dice una y otra vez mientras mira una bailarina de cerámica que tiene sobre una pequeña mesa. Emili está a 4 mil kilómetros de distancia, en una audición para ingresar al Ballet de Jalisco, en Guadalajara, México.
“Amén”, dice Nancy.
Emili parece volar, tiene ambas piernas suspendidas en el aire.
Es enero de 2016. Llegó a México el día 17. Desde hace una semana toma clases con los maestros de la compañía para prepararse para este momento. Nancy la ha acompañado en cada clase con una oración y, al final de la noche, con una llamada.
Suena el teléfono. En la pantalla el código es +52. “¡Es Emili!”, grita Nancy.
—Me fue bien, mami —dice y advierte que hay que esperar los resultados.
—Gracias al gran poder de Dios, hija. Hay que prender la velita en la noche —responde Nancy.
Aunque terminó la audición, Emili todavía está nerviosa. Por una falla en el transporte, tuvo que caminar hasta el teatro. Llegó a la audición apenas 10 minutos antes de bailar y no pudo concentrarse lo suficiente.
—Hicieron varios filtros, mami. Sacaron a personas de la barra y del centro. En los saltos quedamos los candidatos a formar parte del ballet. Nos van a avisar por teléfono.
—Tranquila. Pa’ lante es pa’ allá, hija.
En la noche, Nancy toma una vela blanca y la enciende: “Fue gracias a la Virgen. Ella guía sus pasos”, dice.
Y así recordó cómo había comenzado todo.
Un día de octubre de 1992, Nancy buscó los resultados de su prueba de embarazo y, en las escaleras del edificio donde quedaba el laboratorio, abrió el sobre. “Positivo”, leyó. Guardó el papel en el bolso y se fue a la Universidad Central de Venezuela (UCV), donde estudiaba la carrera de bibliotecología y archivología. Antes de entrar al salón, llamó a su novio desde un teléfono público. “Tenemos que hablar. Ven por mí en la tarde”, le dijo.
En efecto, él fue a buscarla. Se miraban mientras caminaban en silencio por la Plaza Venezuela, hasta que Nancy, entre dientes, le dijo:
—Estoy embarazada.
Él hizo silencio.
Al día siguiente, ella llegó a su trabajo y le dio la noticia del embarazo a una de sus compañeras.
—Ay, amiga, vaya y dígale al jefe —le aconsejó.
Nancy sentía una mezcla de miedo y vergüenza, porque en él veía una figura paterna; lo respetaba mucho. Temía que fuera a regañarla. Pero ese mismo día le tocó la puerta de la oficina, entró y le dijo:
—Estoy embarazada.
No hubo preguntas ni cuestionamientos. Saberse con trabajo era todo lo que necesitaba para este nuevo camino, que no sabía aún si le tocaría transitar sola o acompañada.
Su pareja poco la ayudó en esos nueve meses. Apenas le dio una canastilla, unos teteros. El día de julio de 1993 en que nació Emili, él no estuvo. Nancy lo llamó y no atendió. Los días posteriores sí respondió, pero fríamente. Y ella entendió que tendría que salir adelante sola con su muchacha.
Para Nancy, ser parte de esa empresa que años después sería Coca-Cola FEMSA, era un sueño hecho realidad.
Antes de que la contrataran, trabajaba en la urbanización Santa Paula y siempre que iba camino a la oficina, y el Metrobús pasaba frente a la sede comercial de la empresa de refrescos en la Avenida Principal de Los Cortijos, cruzaba los dedos para que se detuviera ante la fachada. “Quiero trabajar ahí… Algún día”, decía. Pensaba que en una empresa sólida y de tanta trayectoria como aquella, tendría la oportunidad de crecer, estabilizarse económicamente y ayudar más a sus padres.
Hasta que una vez iba a la UCV a inscribir un nuevo semestre, y una compañera de estudio la llamó.
—¿Conoces a alguien que quiera trabajar como archivista? Debo buscar mi reemplazo, me iré a trabajar a otro sitio.
No podía creer lo que estaba escuchando.
—¡Yo! ¡Yo quiero!
El 30 de enero de 1992 entró a la embotelladora y recibió su carnet: Nancy Josefina Barrios Zambrano, auxiliar de archivo. Empezó a organizar recortes de periódicos en el archivo, etiquetar documentos, armar juegos de papeles para los abogados del Departamento Legal.
Más tarde, cuando Emili comenzó a crecer, se la llevaba al trabajo.
—Yo te conozco desde la barriga —le decían a la niña los compañeros de trabajo de Nancy.
Emili ingresó al preescolar de la empresa y la sala de reuniones, ubicada a pocos metros de la oficina de su madre, se convirtió en su patio de juegos. Cada día, al llegar, abría su bolsito y sacaba los juguetes. “Aquí está Betty Espagueti”, decía mientras sentaba a la muñeca. Nancy se asomaba a cada tanto para echarle un ojo. Sentía alivio al tenerla cerca. No tenía quien pudiera cuidarla en casa durante esas horas. Y mientras Emili crecía, Nancy escalaba posiciones dentro de la organización. En ese entonces era asistente de la Gerencia del Departamento Legal de Coca-Cola.
Con 9 años, la niña decía que quería ser bailarina. Sin saberlo, ya daba sus primeros pasos en la danza: frente al espejo hacía piruetas y alzaba los brazos. Mientras, Nancy organizaba facturas; ayudaba a Alfredo Rodríguez, su jefe, con los asesores externos; hacía la agenda de reuniones; organizaba itinerarios. Entre todas esas ocupaciones, pensaba en el ballet y en Emili: quería verla como una mariposa que extiende sus alas y vuela, así la imaginaba.
Un día encontró en el periódico un llamado a audiciones en la Escuela Nacional de Danza.
—Llévela, Nancy, no se va a arrepentir —le dijo su jefe.
—Vamos a llevarla, pues —respondió ella con ánimo.
Al poco tiempo comenzó las clases de ballet. Eran en la tarde, en el Teatro Teresa Carreño. Para que pudiera asistir organizó un itinerario exigente: luego del colegio, el transporte escolar debía llevar a Emili al trabajo de su madre para que allí almorzara; luego su padrino pasaba por ella para dejarla en las clases de ballet; y Nancy, después de su jornada, la buscaba.
Esa fue la rutina durante siete años.
“Come rápido, tienes que cepillarte”, la apuraba la madre, mientras le doblaba el uniforme del colegio, y la niña se ponía las medias pantis y el leotard. Frente al espejo se ataba un moño alto que Nancy sujetaba con una cinta.
A las 6:00 de la tarde, corría las cuatro cuadras desde la sede de la empresa hasta la estación del Metro Los Cortijos, para bajarse en la estación Bellas Artes e ir al Teresa Carreño. A veces llegaban a casa agotadas a eso de las 9:00 de la noche. Emili se lanzaba en el mueble. Le dolían los pies.
—Mamá, ayúdame con los zapatos y el pantalón.
Nancy sabía que tenía que buscar toallas y Madecassol, una crema cicatrizante que le untaba en los pies.
—Se te explotó una ampolla, Emili, y se te partió una uña —le decía a veces al quitarle los zapatos.
La madre sabía que todas las niñas debían sufrir ese dolor que les producían las zapatillas de punta. Cada vez que le limpiaba las heridas, guardaba una curita para el día siguiente.
Sorteando retrasos del Metro, pidiendo colas, subiéndose a camionetas atestadas de gente, Nancy nunca faltó a las presentaciones de su hija. Aunque la niña solo fuera parte del cuerpo de baile, aunque no tuviera roles importantes, aunque bailara apenas dos minutos en una función de dos horas, ahí siempre estaba la madre, aplaudiéndola. Y Emili valoraba y agradecía su presencia.
Al cumplir 13 años, a Emili la autorizaron en la escuela de danza a usar unas nuevas zapatillas para mejorar el equilibrio y la estabilidad. Debían ser unas de punta Gaynor Minden, una marca importada.
Un día Nancy se tomó unos minutos en la oficina para buscarlas por Internet. “¿Cómo se escribirá zapatillas de punta en inglés?”, se preguntó.
—Nancy, venga acá. Vamos a buscar las zapatillas —le gritó el doctor Alfredo desde la oficina.
Había amarillas y verdes. ¿Y la talla?
—Escoja, Nancy, yo las compro.
Nancy se sentía apenada: le dijo que no.
—Tranquila. Qué sabe usted si Emili llega a ser como Yolanda Moreno y se convierte en la segunda bailarina de Venezuela. Yo las compro.
Así fue como Emili tuvo sus primeras zapatillas importadas, que usó los cuatro años siguientes.
A los 17 años se graduó de la escuela de danza. En la presentación final, contó con los aplausos del doctor Alfredo, quien fue a verla bailar el ballet La Esmeralda. No era extraño que estuviera ahí, aplaudiéndola, porque Emili siempre estaba presente en la empresa. En cualquier momento, entre reuniones, se colaba su nombre. Le preguntaban a Nancy por ella, por los ensayos, por las presentaciones.
Hasta el camino al Ballet de Jalisco comenzó en Coca-Cola FEMSA.
Fue en un ensayo con el ballet del Teatro Teresa Carreño donde Emili se enteró de que el Ballet de Jalisco había abierto audiciones. Ese día de agosto de 2015, llegó a su casa entusiasmada. Quería intentarlo porque pensaba que pertenecer a esa agrupación era una oportunidad valiosa que le permitiría crecer mucho como artista.
—Mamá, el 3 de octubre hay unas audiciones para el Ballet de Jalisco en Guadalajara. Por favor, yo quiero ir.
—Pero, Emili, ¡cómo vamos a poder! ¿Te vas a ir tú sola? ¿A dónde vas a llegar?
Al día siguiente, Nancy llegó a la oficina y consiguió en su bandeja de entrada un correo de Emili que decía: “Mi nombre es Emili Galviz, tengo 22 años y soy de Venezuela. Estoy interesada en la audición para el Ballet Joven de Jalisco. Me gustaría saber los requisitos que debo enviar para poder asistir a la audición”.
—Mami, ¿viste el correo? ¿Está bien así? —le preguntó por otro lado.
—Ay, Emili, pero todo es muy pronto. No tenemos los dólares para el boleto.
Ella, sin embargo, envió el correo y recibió de vuelta un documento con los requisitos. Mientras organizaba sus papeles y la aceptaban para audicionar, pasaron los días.
Nancy tenía unos ahorros, pero eran insuficientes para comprar el pasaje. Pensó en pedirle ayuda a su familia. En Venezuela no era fácil tener dólares ni comprar un boleto de avión. Ella intentó resolver, pero fue imposible: el 3 de octubre su hija no pudo estar en México.
Emili, frustrada, decidió escribirle a la coordinadora del Ballet de Jalisco para solicitarle otra fecha para hacer la audición. Y si eso era posible, quería saber si podrían verla bailar antes en un video, para estar segura de que al director le gustara su trabajo. De ese modo podría hacer la inversión del boleto con la certeza de que estaban interesados en ella.
Le dijeron que sí.
Ella grabó un dueto y un solo.
“Ven a la audición que tendremos en enero de 2016, al director le gustó tu trabajo”, le respondieron unas horas después de enviar el correo. Contaría con poco más de dos meses para organizar el viaje.
—Nancy, ¿cómo está Emili? ¿Cómo van los ensayos? —le preguntó Mariana Parma, quien ahora era la jefa de Nancy. Quizá porque había visto que en los últimos días ella había estado dando más carreras que de costumbre, supuso que algo ocurría con su hija.
—Bien, doctora Mariana. Está empeñada en irse a México a audicionar. Es un gasto significativo —le respondió preocupada.
—Yo la ayudo, Nancy; agarre la tarjeta y compre el boleto.
—Ay no, doctora. Qué pena.
—No, Nancy, no se preocupe. Hay que apoyarla. Ese es su sueño.
La doctora Mariana había practicado ballet de niña y ese día de pronto rememoró su época de bailarina, porque se ilusionó mucho con la audición de Emili, así que antes de irse a su casa, le tocó la puerta a Nancy: “Ya le dije que comprara el boleto, ¡cómprelo!”.
Al llegar a casa, le dio la noticia a Emili, quien hizo unas cuantas piruetas y la abrazó. Antes de dormir, Nancy, como quien repara sobre el camino andado, pensó: “Todos mis jefes me han ayudado de algún modo con Emili. Esto ha sido una ayuda invaluable”.
Luego de la audición en México, aquel sábado de enero de 2016, Emili se sentía muy ansiosa. No podía esperar a que la llamaran, así que decidió ir el lunes, después de tomar su clase de ballet, a la oficina de la coordinación para ver si ya tenían los resultados.
—El director no está. Ven el miércoles.
Regresó dos días después.
—Linda, te aceptamos. Ya tienes tu contrato y vamos a empezar el trámite de migración con el Departamento Jurídico y la Secretaría de Cultura.
Emili, emocionada, corrió a llamar a su madre. Lo habían logrado. Juntas. Comenzaba así una nueva etapa en sus vidas.
Emili ya tiene cinco años siendo parte del Ballet de Jalisco. En diciembre de 2019, Nancy viajó a México para verla convertida en el Hada de Azúcar. Y allí, en ese escenario internacional, recordó cuando imaginaba verla volando como una mariposa.
La noche del estreno, Emili no solo agradeció ser parte de ese ballet, sino también el tener, de nuevo, después de tres años, los aplausos de su madre.
Ha pasado tiempo, y en su casa de Petare Emili sigue muy presente. En la entrada de la sala hay dos estatuillas de bailarinas. También álbumes de fotos que recuerdan sus primeros pasos en la danza. Y cómo no, los tres pares de zapatillas de puntas que usó mientras estudiaba.
En su oficina, Nancy también tiene muchas cosas que le recuerdan a su hija. En la computadora, conserva fotos y correos que cada tanto, orgullosa, vuelve a mirar.
Ahora los días de Nancy son más calmados. Se concentra en su trabajo como asistente en la Gerencia Nacional de Asuntos Legales y Corporativos. Corre de un lugar a otro para entregar documentos; mientras habla por teléfono, responde correos casi sin mirar al teclado. Le dicen “la salvadora” porque siempre está dispuesta a ayudar y a resolver cualquier problema. Eso que en Coca-Cola FEMSA llaman “excelencia operativa” como uno de los comportamientos que aspiran en el ADN de sus trabajadores.
Emili dice que su mamá se encargó de prepararla para la vida. Nancy está de acuerdo. Tan es así, que se siente tranquila con que su hija esté sola en México. Confía en ella y en que la Virgen la protege.
—Soy guerrera en el sentido de que uno tiene que asumir sus compromisos. Empoderarse y salir adelante, aprender a solucionar, eso le enseñé a Emili. Me tocó criarla sin miedo, a no tener miedo. A afrontar las situaciones con seguridad, porque si no es por esta vía será por otra. Afortunadamente es una niña guerrera también.
Nancy no volvió a enamorarse. Se dedicó a enseñar a Emili a danzar los pasos de la vida hasta que ella tomó su propio camino. Porque sí: Emili fue su mejor paso.
Esta historia pertenece a la serie #MujeresQueTransforman, una alianza de Coca-Cola FEMSA y La Vida de Nos.
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Carmen Victoria Inojosa
Guariqueña. Mi sueño era ser cantante de ópera, pero soy periodista. Desde entonces en mi escritorio hay música: transcribo voces y hago contrapunto con ellas. Trabajo como reportera de Crónica Uno.
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