Le alegra que haya decidido decir su verdad
Luego de la separación de sus padres, José sentía que la imagen de su papá, un hombre adicto a las drogas y el alcohol, se desdibujaba con el paso del tiempo. Lo veía poco. Y de pronto, no supo más de él. Entonces su tío David, un médico que siempre quiso ser arquitecto, apareció en la vida de José para llenar un poco ese vacío y para enseñarle que “amor es amor”.
ILUSTRACIONES: WALTHER SORG
José estaba sentado en la parte de atrás de un taxi junto a su hermana Morelia. Era cerca del mediodía, hacía mucho calor. Iban hacia un centro comercial a encontrarse con su papá. Ya casi no lo veían. Después de 25 años de casados, sus padres se estaban divorciando. José y Morelia se quedaron con la mamá. Vivían en la calle Los Robles, en la isla Margarita, en el estado Nueva Esparta. Era una casa grande en la que también residían sus tres tíos maternos con sus respectivas familias. Por aquellos días, la madre de todos —es decir, la abuela de José y Morelia— estaba en el hospital, aquejada con cáncer.
En el taxi, José, que aún era un adolescente de 13 años, estaba retraído.
—¿Te pasa algo? —le preguntó Morelia, quien en ese momento tenía 18 años.
Él negó con la cabeza. Pero, en verdad, sí le ocurría algo: sentía que la imagen de su papá había perdido color. Las últimas veces que lo había visto, él estaba muy ebrio o muy drogado. No sabía cómo lo encontraría ahora. Sintió un poco de miedo cuando el taxi se detuvo frente al centro comercial, en cuya entrada principal el hombre los esperaba de pie, con las manos en los bolsillos.
Esta vez lucía normal. Con una gran sonrisa y los brazos abiertos Julio Milano saludó a sus dos hijos y se dispusieron a compartir: almorzaron en un restaurante, recorrieron varias tiendas en una de las cuales Julio le compró una billetera a su hijo.
Ya eran cerca de las 6:00 de la tarde cuando salieron. José ya no tenía miedo. Más bien estaba emocionado. Tenía una billetera nueva donde podía guardar el dinero que le regalaba su mamá y sus tíos para comprar chucherías. La imagen de su papá se había restituido con el paso de las horas. Y hasta tuvo esperanzas cuando llegó el momento de despedirse.
—Nos vemos después, hijo. Puede ser la semana que viene, ¿sí va? —le propuso Julio antes de darle un abrazo.
Los hermanos se montaron en el taxi que los llevaría de vuelta a casa. Cuando arrancó, José se levantó levemente del asiento y se guardó la billetera en el bolsillo de atrás del pantalón, como veía que hacían los hombres que conocía. Le gustaba su regalo, estaba contento.
Para José, su papá siempre había sido una persona muy simpática que agradaba a quien lo conocía. Cuando vivieron juntos, de lunes a viernes, solía despertarse a las 4:00 de la madrugada, preparaba café con leche para su esposa y panqueques para sus hijos. Luego, se alistaba para llevar a José a la escuela. Ahora, con el divorcio, su tío preferido, David Ferrer, se ocupaba de esta tarea. David es ginecólogo obstetra y acompañaba a José al colegio antes de ir a su consultorio. Es una persona muy devota, creyente de la Virgen del Valle y muy generosa: a muchos les prestaba servicios médicos sin cobrarles.
José esperaba el encuentro con su papá la semana próxima, como este se lo había prometido. Pensó que ahora lo vería un poco más, quizá una vez a la semana. Que irían al cine, a un partido de béisbol, a comer o a pasear por el malecón. Su mamá no se lo impediría. Nunca privó a sus hijos de ver a su padre. Tampoco les hablaba mal de él, a pesar de haber recibido maltratos, sobre todo cuando Julio estaba ebrio o drogado.
—Siempre va a ser tu papá, hasta el último día de tu vida, y tú su hijo. No hay nada que hacer —le decía Rosa Ferrer, su madre.
La semana siguiente llegó y no se supo nada de Julio.
Tampoco hubo mensajes ni llamadas.
Con el tiempo, José empezó a dudar si aún seguía viviendo en la isla. No lo encontraba por ningún lado, ni siquiera en esos espacios que sabía que frecuentaba. Llegó a pensar que había muerto. Cosa que era una posibilidad debido a sus adicciones. José no lo supo. Lo cierto es que nunca más lo vio. Es como si su padre se hubiera esfumado para siempre.
Un ventilador que giraba hacia ambos lados los mantenía frescos en medio del calor de agosto. Era un fin de semana de vacaciones escolares. José jugaba a los videojuegos con uno de sus primos, Carlos Eduardo, hijo de David. Ya había pasado un año desde la última vez que José había visto a Julio. Y, por si fuera poco, como si ese no fuera un vacío suficientemente hondo, acababa de fallecer su abuela. Ese dolor que todos sintieron silenció durante semanas la casa de Los Robles, y aunque poco a poco la algarabía volvió a instalarse, Rosa, la mamá de José, arropada por el pesar, siguió en cama durante un tiempo más.
David entró en la habitación donde estaban los muchachos jugando y se sentó en la cama en medio de su hijo y su sobrino, y vio cómo jugaban. A él también le encantaban los videojuegos (de hecho, estaban jugando con la última consola que él compró). Cuando su hijo perdió, tomó el control. Era su turno de jugar contra José. Se miraron durante la cuenta regresiva para que empezara la competencia, y después cada uno se concentró en vencer al otro. David era muy bueno jugando. A José le gustaba verlo. Lo consideraba un experto.
Hablaban sobre este y otros temas durante la noche, luego de que su tío llegaba del trabajo. José también le contaba historias de su día a día en el liceo. David lo llevaba al médico, al cine, a almorzar, lo invitaba a las competencias de fisicoculturismo en las que él participaba y escuchaban música juntos, sobre todo pop. David admiraba a Michael Jackson y a Lady Gaga (a quien fue a ver en Nueva York). También cantaba, pintaba, hacía esculturas: era muy hábil para el arte.
Un día, fueron hacia al centro comercial en su camioneta a ver una película. En algún momento, su tío le bajó volumen y se aclaró la garganta.
—¿Has pensado qué te gustaría estudiar?
—Aún no lo sé, tío. ¿Por qué? ¿Te gustaría que estudiara algo en particular?
—Sí, lo que tú quieras… Quiero contarte algo que quizá te sorprenda, porque sabes lo dedicado que soy con mi trabajo. Pero yo no quería estudiar medicina. Yo quería estudiar arquitectura en la Universidad Simón Bolívar, donde mi hermano José Jesús da clases de matemáticas.
—¿En serio, tío? ¿Por qué no lo estudiaste? ¿Qué pasó?
—Bueno, cuando estaba graduándome de bachillerato, le dije a mi papá, a tu abuelo, pero él me contestó que arquitectura era de homosexuales y que los que estudiaban eso en la Universidad Simón Bolívar eran todos una cuerda de “maricones” que se la pasaban en “el lago de los cisnes”. Esta es mi mayor frustración. Yo quería ser arquitecto, pero nunca pude. Así que estudié medicina.
José se quedó en silencio.
David tampoco encontraba palabras para seguir: su mente se había ido al recuerdo mientras manejaba.
La llegada al centro comercial regresó a David al presente y, como tratando de dejar atrás el tema, le hizo preguntas a su sobrino sobre la película que verían. José se sentía un poco triste y molesto. Le molestaba que su tío, tan bueno que era, se haya visto impedido a hacer algo que quería.
Compartieron toda la tarde. Primero almorzaron en un restaurante y luego entraron en varias tiendas, entraron al cine y salieron muy contentos. De regreso a la casa, ambos quedaron en silencio. De pronto, sin planearlo, consiguió las palabras.
—Tío… —comenzó.
—Sí, dime.
—Sí me imagino lo que tuviste que haber pasado. Yo sé, yo he visto que te encanta el arte, dibujar, la construcción, sé que tienes ese ojo crítico. Sí, me parece que hubiera sido increíble que estudiaras lo que realmente te apasiona…
David le sonrió.
—Gracias…
Durante mucho tiempo, José había sentido envidia de sus compañeros de clase que tenían a sus padres biológicos y salían con ellos, jugaban con ellos, eran sus confidentes. Pero con la presencia permanente de su tío, además de su madre, había dejado de sentir la necesidad de tener un padre.
Diez años después de aquella tarde memorable para José, viviendo en Argentina, aún recuerda esa conversación. Quizá porque fue la primera vez que conoció una faceta mucho más personal de su tío: una faceta vulnerable. También porque fue la primera vez que sintió que le hablaba no como a un niño, sino como a un adulto, como a alguien capaz de comprender las desdichas, las frustraciones, los estigmas.
Un día, sonó el teléfono. José contestó. Era Rosa, su mamá.
—Quiero hablar contigo sobre tu tío.
—¿Qué pasó, mamá? Bendición. Cuéntame, ¿le pasó algo?
—No, no, tranquilo, muchacho, que no le pasó nada. Es que nos dijo que es homosexual. Él y su mujer se van a separar.
Hubo unos largos segundos de silencio. A José no le sorprendió la noticia. Pensó en sus primos. ¿Ya sabrían? ¿Cómo lo habrían tomado? Ninguno vivía en Margarita. Carlos Eduardo y su hermano estudiaban en la Universidad Central de Venezuela. Su tío, por su parte, se había quedado con su esposa, con quien planeaba mudarse a una casa propia que habían construido muy cerca. Pero la separación llegó antes de que terminaran las obras. David se quedó viviendo en la casa de Los Robles, a donde, poco después, se mudó también su nueva pareja.
En su nueva vida empezó a coleccionar orquídeas. Las atesoraba en un invernadero. Eran cientos, cientos de orquídeas. La más rara que tenía era una de Tailandia. En la casa de Los Robles, el resto de la familia recibió a su pareja como otro pariente más.
—Excelente, mamá, excelente, lo que lo haga feliz, excelente para mí, pero… ¿te digo algo? Qué tristeza que haya tenido que vivir una mentira por tantos años. No digo que no haya amado a sus hijos como los sigue amando, pero que haya tenido que vivir una vida que no era la que quería… Ni siquiera pudo estudiar lo que deseaba. ¿Sabías que cuando era joven quiso estudiar arquitectura y el abuelo no lo dejó porque, según él, era algo de puros maricones? No estudió lo que quiso y tampoco estuvo con quien quiso.
José nunca ha tenido una conversación con su tío sobre su orientación sexual. Desde la distancia, José lo apoyó cuando le apareció un aneurisma y estuvo hospitalizado. Ahora está fuera de peligro. Ya antes de irse del país se veían menos, aunque esta separación no le afectó a José como la ausencia de Julio. Desde la distancia, sigue recordando todos esos momentos con el tío y le alegra que, después de tantos años, haya decidido vivir su verdad.
Es por ello que ahora a José, a sus 29 años, le resulta tan difícil soportar comentarios homofóbicos. Una vez, ante una sarta de mensajes de odio, escribió en Twitter una síntesis de esta historia, señalando la gran paradoja que engloba: “Mi papá, un hombre heterosexual, abandonó a mi familia cuando yo tenía 10 años. Mi tío, mi figura paterna homosexual, me crio y me dio todo el amor y la masculinidad que mi vida necesitó. Jamás permitiré que alguien se le ocurra decir que está mal, jamás. Amor es amor”.
No lo esperaba, pero ese mensaje se hizo viral.
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Carlos Seijas Meneses
Nací el 27 de abril de 1995. Desde pequeño, me gusta leer, imaginar y crear historias. Esto me condujo al periodismo, carrera que estudié en la Universidad Católica Andrés Bello. Me gradué en 2018. He trabajado en El Nacional, TalCual, El Tiempo, Crónica Uno, Connectas, Armando Info y EFE.