Inspira a un amigo

Recibir/dar ayuda

Sé también protagonista

Historias similares

Las siete palabras que Freedom nunca olvidará

Ago 04, 2018

A Freedom le gustaba la calle. Tanto, que vivía en ella. Un día se vio involucrado en un hecho que lo llevó a la Penitenciaría General de Venezuela, en donde estuvo tres años. También le gustaba rapear y, en la cárcel, conoció a una gente que hacía un documental sobre ese penal. Se quedaron sorprendidos con su talento. Allí comenzó un camino que lo llevó a ser uno de los 14 free convict. Ahora, fuera de la prisión, encontró en el grupo musical su lugar en el mundo.

Fotografías: Oscar B. Castillo

 

—Me quiero poner un nombre fino para rapear. ¿Cómo se dice libertad en inglés? —preguntó Deiker Carvajal Polo, mientras se apoyaba sobre la fachada de una casa en la urbanización caraqueña de Los Dos Caminos.

—Freedom —le contestó alguien que iba de paso.

A Deiker le gustó tanto la sonoridad de aquella palabra, que no dudó en apropiarse de ella. En realidad era el nombre que debía haberle puesto su madre, el 11 de enero de 1995, cuando a sus 15 años lo trajo a este mundo.

Desde su concepción, él ya era Freedom.

Lo que no sabía en ese improvisado bautizo callejero era que un día conocería lo que es estar sin libertad. No sabía que se iba a llamar Freedom en un lugar como la Penitenciaría General de Venezuela (PGV), la otrora principal cárcel de este país caribeño, adonde fue enviado en 2013 a purgar una pena. No sabía que esa iba a ser una hermosa ironía.

Pero, aún ahí, en la PGV, fue libre. Caminaba con soltura por lo que quedaba de esas edificaciones con más de 70 años de antigüedad, en el estado Guárico, siempre mostrando esos grandes dientes blancos que destacan de su tez morena. Porque si algo tiene la libertad es que, por ser de los anhelos más grandes del hombre, conlleva felicidad, así sea agridulce. Al tener ese nombre no podía hacer otra cosa que sonreír, a pesar de las circunstancias.

Sobresalía en aquellos pasillos abarrotados —siempre con más presos de los que podía albergar— en los que vendían pañales desechables, comida, medicinas y drogas, principalmente cocaína. Sobresalía entre aquellos hombres armados, que llevaban de la mano a sus hijos, padres o esposas, como si se tratara de su propio reino y no de una cárcel. Y sobresalía no solo por su altura, sino porque solo él era Freedom, el rapero.

En los penales venezolanos de régimen abierto, como lo fue la PGV hasta octubre de 2016, mandan pranes o jefes criminales, quienes encabezan trenes de luceros o lugartenientes. Los cuerpos de seguridad del Estado se limitan a resguardar la entrada de los recintos, sin poder ingresar. Quizás por eso, aunque estaba preso, aunque tenía que ajustarse a un estricto sistema carcelario, Freedom conservaba su libertad.

Si no hubiera estado ahí, en ese sistema, no hubiera conocido, en 2015, a un grupo de jóvenes que estaba grabando un documental en las entrañas de la PGV. Ellos, Andrés Figueredo y Pablo Castillo, entre otros, quedaron sorprendidos cuando Freedom comenzó a freestalear o improvisar. Ese día descubrieron que su voz y su talento eran tan fuertes como el significado de su nombre. Y descubrieron que había otros como él en ese lugar.

Y si ellos no hubieran hecho ese descubrimiento, quizás Freedom no hubiera conocido tampoco al productor musical Mauricio Gómez, quien junto a Figueredo, Castillo y otros más, tenía intenciones de concretar un proyecto social relacionado con la música, que finalmente llevaron a cabo.

Y si Freedom no hubiera estado ahí y no hubiera conocido a ninguno de ellos, no sería el autor del single de un disco que sería lanzado antes de que finalizara 2018. No sería uno de los Free Convict.

Y entonces igual habría vuelto a la calle para desperdiciar su libertad. Lucharía para sobrevivir en una Venezuela más dura y más difícil que la que dejó en 2013, cuando entró a la cárcel, pero sin pertenecer a aquello por lo que pasó a practicar una actividad deportiva semanal, a ensayar y pasar horas en un estudio de grabación.

Basta de pelear batallas sentado tras de sillones, basta de mover al mundo solo apretando botones, basta de tener bocones representando al ghetto, y de que ignoren a la gente que solo exige respeto.

A Freedom le gustaba la calle. De hecho, estaba en la calle porque quería. Él tenía una casa en la que podía dormir y comer. Quedaba en el barrio José Félix Ribas, de Petare, y le pertenecía a su abuela materna. En ella vivían, además de ella, sus hermanos y su padrastro, y su “pilar fundamental”: su mamá.

Aunque parecía más bien su hermana, ella trataba de ponerle disciplina. A los 14 años, Freedom solo quería fumar marihuana, beber anís, rumbear, estar con mujeres. Y ella, de casi 30, se esforzaba, regaño tras regaño, por evitar que siguiera ese camino. Pero a él nunca le ha gustado que le digan lo que tiene que hacer. Por eso dejó el liceo un año antes de graduarse y por eso dejó, también, su hogar.

Pasó por las casas de varios amigos hasta que llegó el día en el que no tenía dónde quedarse y se quedó en la calle por cuatro años.

Basta de tantos microbios en redes televisivas, y de que no haya antivirus para una mente inactiva, que a los 12 las chamitas hablen de sexo y motoras, y a los 13 los menores quieran tener una pistola.

 

Aunque Freedom cree que nadie debería tener el derecho a quitarle la vida a nadie, y por eso nunca ha tenido una pistola en sus manos, fue un objeto mucho menos amenazante el que lo envió a prisión, el 13 de agosto de 2013.

Un día antes, un muchacho que, como él, frecuentaba la plaza Miranda en la urbanización caraqueña de Los Dos Caminos, le ofreció a su hermano Francisco Vargas, alias DosK, un teléfono celular. DosK quería comprarlo para regalárselo a su novia, pero no tenía el dinero. La compra no se dio, y el vendedor, un menor de edad, consiguió a otro supuesto comprador y le pidió a DosK un favor que se arrepentiría de haber hecho.

—Acompáñame ahí para que no me vayan a robar.

Y Freedom fue con ellos.

La “venta”, en realidad, era una extorsión. El chamito estaba pidiendo un rescate al dueño del teléfono, quien advirtió a la Policía del municipio Sucre, en Caracas. Los funcionarios llegaron y detuvieron a Freedom y a DosK. Dijeron que estaban corrompiendo al menor. Los mandaron a un calabozo. Las 48 horas reglamentarias se convirtieron en 42 días. Freedom los contó uno a uno, hasta que los trasladaron a la Penitenciaría General de Venezuela. Los acusaron de hurto, extorsión en grado de cómplice no necesario y uso de adolescente para delinquir.

Me cansé de injusticias judiciales. Me cansé de sus juntas, sus dilemas. Me cansé de esforzarme por tener los reales para pagar un PC con tanto error de sistema.

—Hermanos, shhhh, silencio por ahí que estamos chambeando (trabajando) decía, cada tanto, alguien que se asomaba al pasillo, desde un pequeño cuarto sin puerta, en la PGV.

Adentro, varios hombres, entre ellos Freedom y DosK, rodeaban un celular. Cuando estaban libres y frecuentaban la plaza Miranda, en Caracas, rapeaban. En aquel cuarto de la cárcel estaban haciendo exactamente lo mismo. Se grababan con el celular, y esas notas de voz las mandaban a todas partes del mundo. Soñaban con que alguien los escuchara y pusiera su música en la radio.

Freedom y DosK habían revolucionado la PGV con su freestyle.

—¡Llégate! —les decían.

Comenzó a regarse la voz entre los 10.000 presos que habitaban aquella penitenciaría diseñada para 800. Comenzaron a conocerlos como los raperos. Y se encontraron con otros como ellos.

Algunos estaban presos por primera vez, otros eran reincidentes. Algunos eran raperos más o menos famosos, otros no tenían experiencia. Algunos habían cometido delitos más o menos graves y otros pagaban por crímenes que no habían cometido. Algunos habían disparado, a otros les habían disparado. Algunos habían perdido a un ser querido, otros habían quitado a un ser querido.

Los unía la música, y haber vivido en sectores populares, y haberse iniciado temprano en las drogas, y haber tenido un padre ausente o maltratador, y haber visto la delincuencia desde pequeños, y haber creído que esa era la vida que debían llevar, y haber intentado retomar el camino, y haber abandonado la escuela, y haber deseado el dinero fácil, y haber querido refugiarse en la música o en el deporte o en cualquier oficio, y no haberlo logrado.

Algunos eran padres jóvenes como los suyos, otros eran hijos de esos padres jóvenes, hermanos de distintos padres, novios con amantes que se hacían llamar esposos. Y de pronto conformaron un grupo de 15. Y se les unieron dos personas más que no estaban presas: una novia y un amigo. Y a eso, un día, en la cancha de fútbol de la prisión, lo bautizaron como Free Convict. Y Free Convict vino al mundo con una misión: transmitir, desde el arrepentimiento, que la delincuencia es un mal camino.

Comenzaron a hacerlo en ese cuarto, con ese celular. Y allí grabaron canciones que nadie escuchó. Y allí pelearon y hablaron de partirse la cara. Pero las cosas fueron cambiando. Aquellos productores que conocieron en 2015 consiguieron ese año un permiso del pranato para construir un estudio musical dentro de la prisión. Contrataron al mismo albañil que hizo un estudio en la cárcel de Tocuyito, en otro estado del centro del país. Pasaron bloques y cemento, y lo ensamblaron todo, con la ayuda de los convictos libres. Y entonces dejaron de pensar en partir caras y comenzaron a pensar en partir tarimas.

Crearon una rutina distante de la realidad del encarcelamiento, que involucraba tareas y reuniones. Tenían también normas de convivencia propias, que diferían de las que traían del mundo delincuencial y del sistema carcelario. Desmontaron así la regla de que un malandro no le puede cocinar a otro. Y como esa, otras. Lograron vencer, también, los egos.

Comenzaron a sentir que pertenecían a algo. Era lo que anhelaban desde pequeños.

Y es que hasta cuándo y hasta dónde pensamos llegar, el tiempo ha de pasar, el pleito ya nos comienza a pesar, aunque a pesar de todo andamos a fuerza de codo, buscando la alternativa para tener un buen acomodo, para echar para adelante sin pensar solo en ser un maleante.

 

—Tu mamá te quiere decir algo, que la llames urgente —le dijo Ray a Freedom un lunes de septiembre de 2017. Ray era el único del grupo que tenía un celular, el único que —por esas oscuras reglas carcelarias— podía tenerlo.

Freedom se preocupó. “Algo debe pasar”, pensó. Y la llamó inmediatamente.

—Mira, yo no me aguanto las ganas de decirte una cosa —le dijo ella, tras saludarlo—, te voy a buscar mañana.

—¿En serio?

Freedom corrió por los oscuros y estrechos pasillos de la PGV. Corrió como quien quiere contarle a su mejor amigo la mejor noticia que ha recibido en la vida. Y así lo hizo.

—¡Mañana nos vamos! —le dijo a DosK, su causa, su hermano.

Freedom suponía que saldrían juntos, como llegaron, pues compartían un mismo expediente, así que DosK llamó a su hermana para darle la noticia. Como solían hacer los que se iban, ambos repartieron todas sus pertenencias entre los que se quedaban, entre la familia que tuvieron durante esos 35 meses que parecieron muchísimos más.

Freedom decidió trenzar el afro que coronaba su espigado cuerpo como un enjambre de asimétricos resortes negros. Era el look que quería tener para volver a la calle.

Pero no volvió. Ni él, ni DosK.

—Mira, que la libertad no la pudieron mandar hoy, pero que la mandan mañana —le dijo la madre a Freedom, desilusionada, refiriéndose al trámite de excarcelación. Había recorrido más de 150 kilómetros para buscarlo. Desde Petare, en Caracas, hasta San Juan de los Morros, en Guárico.

Por 10 días le repitieron lo mismo. Por 10 días se preguntó cuándo llegaría la libertad.

Me cansé de que en las mañanas me despierte la injusticia, con el látigo que dejan las experiencias vividas, que me sujete al grillete del sistema en el que vivo, y me encadene a los trabajos de las máquinas de vida.

 

Freedom despertó el viernes de la semana siguiente, cerca de las 9:00 de la mañana, en una habitación vacía. En el boogie, como lo llamaba, ya no había camisetas colgando, ni bolsos, ni gorras. Tampoco estaba la cartulina con el grafiti que decía ‘Freedom’, y que él decía que era su televisor. Solo estaba él, sobre un inmundo colchón, completamente desnudo. Se arrodilló en el piso y comenzó a rezar.

—¡Dios mío, que me llegue mi libertad rápido! Ya yo me quiero ir de aquí —imploró.

Se levantó. Usó un poco de agua que le quedaba en un pote para lavar su cara. Cepilló sus dientes con algo de crema que conservaba dentro de una bolsa plástica. Salió al pasillo y se tropezó con DosK.

—Chamo, ¿dónde estabas tú? ¡Cámbiate! Ya llegó tu libertad —le dijo DosK molesto—. Llegó la tuya, la mía no.

—¡Qué! ¿Me voy? —le contestó Freedom, anonadado.

Se esforzó por ocultar la alegría que se desbordaba por cada poro de su piel morena. No quería herir a su amigo.

Se conocían desde que estaban en el liceo. Pero Francisco es cinco años mayor que Deiker. Y esa es una diferencia muy grande al comienzo de la vida, cuando unos pocos años parecen mucho tiempo. El malandreo, sin embargo, tiene la cualidad de difuminar esta y otras diferencias. La música también. Francisco y Deiker se juntaron y rapearon. Cayeron juntos y rapearon. Pagaron juntos y rapearon. Y ahora no saldrían juntos de prisión, y probablemente no rapearían juntos por un tiempo.

Freedom se puso su mejor pinta: un conjunto deportivo Adidas original. Desayunó un pollo a la broaster que le había llevado su mamá, con un refresco de Chinoto. A las 10:00 esperaba junto a ella, DosK y una abogada en las oficinas administrativas del penal, que le autorizaran la salida. La libertad de Freedom había llegado pero había un problema con la firma.

—Le llegó la extinción de la pena —le dijeron finalmente las autoridades, a las 5:00 de la tarde. 

Esas siete palabras no las olvidará. Le llegó la extinción de la pena. Y lloró. Su madre y su padrastro —que es como su papá, porque lo crió desde que tenía 9 años— lo envolvieron con sus brazos y lloraron también. El cielo, sobre ellos, también lloró y los empapó. Pero era necesario, como diría Lucas en su parábola del hijo pródigo, hacer fiesta y regocijarse, porque Freedom estaba muerto, y había revivido; se había perdido y había sido hallado.

Freedom sentía las gotas de lluvia sobre su rostro pero soñaba con otro tipo de baño al salir de prisión: un baño de mar. La que era su novia en aquel momento, esa que conoció en prisión y de cuya vida en libertad no sabía nada, lo llevaría luego a la playa. Aquella tarde de septiembre, por primera vez en casi tres años, comió lo que quiso y no tuvo que compartir su comida.

Ni sus dos hermanos menores, ni su hermanastro, ni su abuela sabían que volvería a casa esa noche. Quizás por eso se demoró un poco más en reencontrarse con ellos. Antes se detuvo en Palo Verde, donde encontró a sus amigos de la infancia en el mismo sitio donde él se reunía con ellos antes de ir a prisión. Para ese momento, ya había olvidado que había estado preso. Para él esos casi tres años no habían pasado.

A simple vista, todo estaba igual a como lo había dejado.

Cuando abrió la puerta de su casa, su hermana estalló en llanto. Su abuela materna, que no podía ocultar que él era su consentido porque era su primer nieto, brincó como solo se brinca cuando se es joven.

Freedom estaba de vuelta en casa. Y se había salvado de vivir el desalojo del penal, unos días después de su salida. No vio cuando desmantelaron el estudio musical en el que su vida dio un giro. DosK tampoco, pues poco antes de la intervención final por parte del Estado, recuperó su libertad.

En septiembre de 2016 sucedieron tres hechos que llevaron a la intervención del penal: primero, un grupo de trabajadores fue secuestrado durante una semana, por presos, dentro de la cárcel. Luego, en medio de preparativos para la celebración del cumpleaños del pran, explotó una granada, que cobró la vida de unos 11 reclusos. Y, finalmente, atribuyeron a los pranes de la PGV el robo de 84 artefactos explosivos en una sede militar en San Juan de los Morros, donde queda la prisión.

Tomaron las calles, desalojaron zonas aledañas al penal y prohibieron las visitas a los presos. La situación se mantuvo por 32 días. Adentro, los reos, incluidos los “convictos libres” se quedaron sin agua ni comida. También unas 2.000 personas —entre ellas, mujeres y niños— que estaban de visita en el penal. Hubo protestas de familiares en Guárico y en Caracas. También muertos por tuberculosis y desaparecidos. Los presos enviaban mensajes a su favor por las redes sociales.

Finalmente, tras varios días de intercambios de disparos, los reclusos se rindieron, y las autoridades hablaron de “pacificación” de la cárcel, antes de clausurarla. Unos 5.000 presos fueron trasladados a otras abarrotadas cárceles venezolanas. Los once “convictos libres” que no habían recuperado su libertad para la fecha fueron repartidos entre cuatro de ellas.

En noviembre de 2017, Freedom y DosK volvieron, juntos, a entrar en una prisión. Lo hicieron, esa vez, como visitantes. Se arriesgaron a adentrarse en Tocuyito, una cárcel mucho más abarrotada y más ruidosa que la PGV, en la región central del país, para ver a tres de sus compañeros de Free Convict.

En Caracas, donde ahora viven ambos, ya se habían reencontrado con Landro, La Rosa y alias El As, el primero de los convictos del grupo que recuperó su libertad. Más tarde se les sumaría alias 4/5 flow. Luego vendrían los demás.

Los seis que estaban libres se subieron a una tarima, por primera vez, en septiembre de 2017, en Caracas. El público aplaudió la iniciativa y el talento. Free Convict había salido, como dice una de sus canciones, desde la cárcel para el mundo.

Para el año 2017, de acuerdo con cifras del Observatorio Venezolano de Prisiones (OVP), había poco más de 57 mil privados de libertad distribuidos en las cárceles venezolanas que, en conjunto, solo tienen capacidad para unos 19 mil reos. “Las prisiones venezolanas presentan un hacinamiento crítico de 300%”, advirtió el OVP. El retardo procesal, del que fue víctima Freedom, es una de las causas. Para 2017, 68% de la población penal venezolana estaba conformada por personas procesadas o en espera de sentencia.

Freedom había querido dedicarse a la música tanto como siempre deseó un tatuaje: una balanza inclinada hacia el lado con unas monedas, mientras del otro tiran varias personas con cadenas. Aunque no se lo ha estampado, ahora puede dedicarse a aquello que más le apasiona y, quizás, con eso, revertir los pesos de esa balanza.


Historia elaborada en el XII Seminario de Periodismo Narrativo “El pulso y alma de la crónica”, de Cigarrera Bigott, en 2018.


Esta historia forma parte del libro Días salvajes, 15 historias reales para comprender el colapso de Venezuela (Ediciones Puntocero), primer volumen colectivo de La vida de nos.

Comprar en Amazon

5415 Lecturas

Desde que empecé a patear calle como pasante de El Nacional, en 2006, no he parado. He contado el país en el que vivimos y las historias de quienes lo habitan en una docena de medios nacionales e internacionales. Contagio mi pasión por el mejor oficio del mundo en las aulas de la UCAB. Amo a mi hijo y resisto en Venezuela.

    Mis redes sociales:

Ver comentarios

Un Comentario sobre;

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *