Las raíces del pino aún seguían ahí
Fernanda Espinasa migró en 2014. Aunque evitaba reencontrarse con Venezuela, lo hizo finalmente para cumplir con el deseo de su padre de que sus cenizas descansaran en el Ávila, la enorme montaña que separa a Caracas del mar. Fue un viaje físico y emocional que le permitió ahondar en sus raíces. De eso nos cuenta en esta historia.
ILUSTRACIONES: IVANNA BALZÁN
La piel es lo más profundo que hay en el hombre.
Paul Valéry
Regresé a Caracas, después de ocho años de haberme ido, a llevar las cenizas de mi papá y cumplir con su deseo de tener el Ávila como guarida para su descanso eterno. Intuía que volver sería telúrico, y por eso lo evité tanto como pude, hasta que la muerte, ineludible como es, me obligó a hacerlo. Viajé desde Washington. En el tramo de Panamá a Caracas se sentó junto a mí una mujer que traía consigo las cenizas de su mamá. La casualidad me sorprendió: íbamos juntas en la peregrinación de quienes regresan al país para enterrar a sus muertos.
Entré con mi pasaporte vencido. Fue un primer recordatorio de que, aunque soy de Venezuela, ya no lo soy tanto. Hasta mis papeles cuestionan una identidad a la que nunca he querido renunciar, pero que el tiempo y las circunstancias se han empeñado en diluir. Pasar por inmigración me dio miedo porque sentí que quizás ya no era bienvenida. Fue extraño. Nunca había sentido miedo de entrar a mi propia casa.
En el recorrido desde La Guaira, Caracas se fue abriendo ante mí como una sucesión de imágenes en blanco y negro. Me encontré con una ciudad destruida y detenida en el tiempo que me recordó a La Habana; pero con la diferencia de que en este caso mis recuerdos lograban darle color y movimiento: mi memoria la traía de regreso a la vida. Desde hace muchos años, Caracas dista de ser un paraíso terrenal, pero en 2014, cuando me fui, aún era una ciudad vibrante.
Regresé a otro sitio, a un lugar derrotado y embargado por el silencio. Esto fue lo que más me impactó. La Caracas de mis recuerdos rugía. Todo sonaba. Las bocinas de los carros. La música en casi todos lados. Cuando no pasaba el amolador, era el vendedor ambulante de frutas y verduras o el carrito de los helados. En la calle, la gente se pegaba cuatro gritos y uno se quedaba paralizado sin saber si estaban peleando o saludando. Esta vez, no era así: parecía como si alguien le hubiese bajado el volumen a la ciudad.
Volver fue, por encima de todo, una experiencia corporal. Al ser mi mente incapaz de procesar lo que pasaba, mi cuerpo comenzó a demostrarme que es él quien en realidad manda: cuando vi la costa venezolana, empecé a llorar.
No paré por las siguientes dos semanas.
Lloré en las situaciones más conmovedoras: escuchando a Betsayda Machado cantar “Tonada de luna llena”. Y lloré también en las situaciones más absurdas: mientras me tomaban la foto para sacarme la cédula.
Lloraba tanto que cuando me encontraba a alguien en la calle lo primero que hacía era advertirle lo que iba a pasar para que no fuese a asustarse. Lo hacía llena de vergüenza, pero terminé por rendirme pues no había nada más que pudiera hacer: estaba secuestrada por mis emociones.
Al entrar a la casa de mi mamá, que es la casa donde nací y crecí, fue como si hubiese llegado al museo de mi propia vida: mi mamá se propuso mantener mi cuarto tal como lo dejé; cuidó de mis cosas con esmero, como si fuera a volver a usarlas en cualquier momento. Mis libros, mis fotos, mi ropa, hasta mis cuadernos del colegio; todo estaba ahí esperando mi regreso.
Con la precisión de una arqueóloga, pasé horas revisándolas y me encontré con tesoros invaluables. Al terminar mi primera exploración, decidí asomarme al jardín desde el cual se contempla toda Caracas: vi negocios abandonados, casas que no lograron sobrevivir a la crisis, y tuve la sensación de que un dragón se había parado en el medio de la ciudad y que, con un fuego visceral, la había arrasado.
Por supuesto, al entrar a mi casa, lloré.
Afortunadamente, llegó un vecino y al verme en ese estado le dio por burlarse de mí. Entonces me reí y volví a llorar y me seguí riendo. Estaba tan desbordada como el país al que acababa de llegar. En Venezuela la gente suele ser desbordada. Hasta la naturaleza es desbordada. Las matas crecen en cualquier grieta que encuentran entre el cemento. Así empezaban a salir de lo más profundo de mí los recuerdos de un pasado que yo había descartado (o que creí haber descartado).
Llamémoslo una ingenuidad de la juventud.
De pronto, y sin yo invocarlos, mi casa se fue llenando de fantasmas. Aparecían ante mí cada vez que me distraía. Si estaba en el jardín, y miraba de reojo, me encontraba con mi papá meciéndose en el chinchorro, siguiendo en la radio un partido de fútbol en catalán, tan concentrado que cualquiera pensaría que el resultado de ese juego dependía de que él no dejara de prestarle atención ni un instante.
Cuando me detenía en el pasillo, sin importar la hora que fuera, se hacía súbitamente de noche y me veía cruzando con mi almohada desde mi cuarto al de mis papás porque algo me había dado miedo.
Cuando subía las escaleras, mi nana estaba ahí, esperándome como si acabara de llegar del colegio. Puedo ver la escena: le doy un abrazo, solo llego hasta su ombligo, tiene el delantal sucio, un poco mojado y huele a comida. Me siento segura entre sus brazos. Y tengo una certeza: llegué a mi casa.
Estar de nuevo ahí fue como volver a flotar en líquido amniótico. A veces, no sabía si estaba contenida por paredes o por el útero de mi mamá. Me sentía confundida. Sobre todo en las mañanas. Abría los ojos y escuchaba los sonidos de mi casa: las guacharacas, la licuadora, las voces de siempre. Veía la forma en que la luz, del color de un mango maduro, entra por la ventana. Sensaciones tan íntimas que las conozco desde antes de haber nacido porque están fusionadas dentro de mí.
Al llegar a Caracas, una prueba positiva de covid-19 me obligó a tomar una pausa. El encierro me ayudó a calmar un poco la sacudida del regreso antes de tener que hacerle frente al mundo exterior. Me fui reencontrando lentamente con la ciudad. Me encontré con que los venezolanos han ido perdiendo, por motivos obvios, su carácter campechano. La alegría, la palabra rápida y el ingenio siguen ahí, pero ahora toca ir a buscarlos, invitarlos a entrar.
Los venezolanos son capaces de decir las cosas más atroces en medio de un ataque de risa. En una reunión, la falta de costumbre, hace que me espante al escuchar cómo se burlan de los vivos, de los muertos, de los lindos, los feos, los enfermos y hasta de los santos. Hablando de José Gregorio Hernández, por ejemplo, escuché a alguien decir: “¿Te imaginas lo pendejo que tienes que ser para que te atropelle un carro a principios del siglo pasado? Seguro había cuatro carros en todo el país y este viene a dejarse matar por uno de esos”.
Todos hablan muy rápido, pasando por encima de los demás, apenas escuchándolos. Me impacta su ferocidad y su confianza en sí mismos. La alegría es casi una imposición, decir que uno está mal a veces es lo mismo que cometer un sacrilegio. Cuando se lo cuento a un amigo, me confiesa que de chamo solía pensar antes de contestar cuando le preguntaban cómo estaba. Al percatarse de la situación, uno de sus tíos se acercó a hablar con él y le advirtió que si estaba interesado en tener alguna noviecita lo mejor que podía hacer era responder rápido y sin dudas: “¡Estoy de pinga, todo chévere!”.
Me doy cuenta de que Venezuela es el país perfecto para quienes no les gusta hablar porque los demás no dejan. Pero, al mismo tiempo, me asombra cómo la gente, dejada a su suerte, es capaz de convivir. Manejo por largos tramos en los cuales no funciona ningún semáforo y, sin embargo, los conductores suelen ponerse de acuerdo.
Me conmueve la generosidad y la dulzura de mis afectos a medida de que me voy reencontrando con ellos. Los escucho llamarme: “mi amor querido”, “mi niña”, “mi catirita linda”. Y pienso que aquí la gente no tiene reparos en demostrar su cariño, en abrir sus puertas, sin pudor, y comparten lo que tienen, así lo hayan conseguido con mucho sacrificio.
En los sitios habituales ya no están las caras de la mayoría de mis amigos, pero sí las de sus papás y abuelos. Me quieren atender y lo hacen con una ternura que me emociona porque sé que en esa comunión están reencontrándose con sus hijos a través de mí.
Hay algo muy reafirmante de estar entre personas que pertenecen a un mismo sitio. La comunicación es un acto casi intuitivo; un gesto o una mirada son suficientes para entenderse. Es una cuestión de piel. La sensación de estar de vuelta en Venezuela es confusa y abrumadora, pero hay algo sobre lo cual no tengo dudas: soy de aquí, estoy hecha de este mismo barro.
Caracas era el último bastión de mi memoria en el que mi papá aún estaba vivo, y regresar me obligó a terminar de asumir su muerte. Pero, paradójicamente, lo siento más cerca que nunca, fue como si al aceptarla le hubiese permitido renacer dentro de mí. Lo mismo me pasó con Venezuela. Yo no quería verla, ni hacerle frente a la realidad de que ese hogar, tal como lo conocía, también había desaparecido. Pero estar en Caracas me recordó quién soy y de dónde vengo. Reencontrarme con mi país, atreverme a verlo sin miedo y aceptarlo en su totalidad: con su tragedia, sí, pero también con todas sus cualidades maravillosas, me permitió incorporar sus aspectos hermosos dentro de mí para llevarlos conmigo a donde quiera que vaya.
Hay algo sobre lo cual no he dejado de pensar. En esa casa donde yo crecí había un árbol muy alto. Cuando alguien nos visitaba por primera vez reconocía nuestra casa por su árbol. Era un pino en una ciudad tropical, cosa que resultaba extraña. Ahí estaba, rodeado de palmeras, matas de mango y yuca. Era tan grande que solo se podía ver completo desde lejos. Cuando había viento, el árbol se batía con fuerza y a mí me daba mucho miedo que nos fuera a aplastar. Cuando el sol del Caribe pegaba con fuerza, nos regalaba su sombra. Yo jugaba junto a mi perra dando vueltas a su alrededor. En Navidad nos tomábamos fotos frente a él. Años después de que me fui, tuvieron que cortarlo porque se estaba doblando hacia la casa y podía caer encima de ella.
Pasado el tiempo, se rompió una tubería en la cocina que está en el lado opuesto al jardín. Al abrir el piso, se dieron cuenta de que las raíces del pino aún seguían ahí, sólidas, aferradas a la tierra, como todo aquello que yo creía que ya no estaba.
Desde entonces, cuando me siento expuesta a la intemperie, desprovista de un hogar, esa imagen de unas raíces que persisten me consuela.
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Fernanda Espinasa
Soy politóloga de profesión, periodista de oficio y curiosa por vocación. Me gusta mucho la gente y me encanta escuchar sus historias.
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