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La primera muerte

Dic 13, 2017

Que todos vamos a morir es una certeza indiscutible que, sin embargo, se vuelve sorprendente revelación para los niños. Enfrentarse a la muerte de un ser querido, y todo lo que eso supone, es de las primeras inocencias que vamos dejando en el camino. De esto se trata este texto de la narradora Carolina Lozada, quien rememora esa ocasión en que debió despedirse de su perra de la infancia, para adentrarse un poco en el mundo de los adultos.  

ILUSTRACIONES: ROBERT DUGARTE

 

La primera muerte no se olvida. Es la que abre la grieta, el surco donde cabrán otros muertos. Era muy niña cuando ocurrió, ningún adulto me había advertido acerca de que toda vida es mortal. De modo que la fatalidad llegó de sopetón, sin anuncio previo.

Chispita, mi perra de la infancia, falleció un sábado en la tarde. Ese fue el primer desgarrado, incomprensible e intraducible dolor. Fueron días de tristeza y llanto, las lágrimas solo cesaron cuando mi abuela me advirtió que si no dejaba de llorar la perra nunca descansaría. Con esa expresión mi abuela estaba contradiciendo a la Santa Inquisición, a los misioneros católicos llegados a América y al encantador de perros: sugería que los perros tienen alma.

Lo del alma es mucho más complejo que la muerte, se sabe que se muere pero no se sabe con certeza qué es el alma; así yo prefiero apegarme a la oportuna respuesta de mi sobrinito frente a la cara desconcertada de mi hermana ante su pregunta: “Mamá, ¿qué es el alma?”. El alma es el fantasmita que sale del cuerpo cuando alguien muere, como en las comiquitas, se respondió a sí mismo, aliviando a su madre de tamaño compromiso filosófico.

Pero volvamos a la escena yo‒niña frente a mi abuela. Su sentencia fue radicalmente efectiva: dejé de llorar a mi mascota, no sería yo la responsable de perturbarle el  descanso eterno. Sin embargo, ya había asistido a la tristeza de enterrar a mi primer muerto. La vida, en parte, es eso.

 

Mi hermano menor nació al inicio de mi adolescencia, producto de un embarazo tardío. En un país con un afán maternal precoz, mi madre ciertamente era una parturienta atípica, una madre mayor, a destiempo. Supongo que eso le causó algún tipo de incomodidad, sobre todo cuando iba a la escuela a llevar y a traer a su niño y se veía rodeada de madres muy jóvenes.

Después de mis padres fui la primera de la familia en ver al recién nacido. Al hospital fui a buscarlos, a mi madre y al nuevo crío, con mi padre y mi abuela materna (de la paterna solo tengo un recuerdo: ella muy vieja, vestida de blanco, metida en un ataúd). Cuando salimos, el bebé iba en mis brazos, cargarlo fue mi primera responsabilidad con él, luego vendrían otras, las naturales de una hermana mayor. Pero había una que me taladraba la cabeza desde que él llegó a casa: alguien tenía que alertarlo, ponerlo al tanto de ciertas cosas.

Esperé a que creciera. No recuerdo cuántos años tenía cuando un día me armé de valor y le dije: todos vamos a morir. Ya él sabía en qué consistía morir porque antes de anunciarle que todos pereceremos le expliqué que la muerte es dejar de vivir. Su reacción fue parca: ¿Mamá también? Sí, mamá también, le respondí, como quien cumple una difícil tarea y se siente aliviado al hacerlo.

 

Vuelvo más atrás. Tiempo después del fallecimiento de Chispita ocurrió una tragedia familiar: Rafael, mi primo mayor, falleció en un accidente automovilístico junto a un grupo de amigos. Estaban celebrando que El Gato (así lo llamaban por sus ojos verdes) se iba a graduar de ingeniero. Es predecible que los tragos y la velocidad se encargaron del trabajo sucio. Ellos murieron el día de la Virgen del Carmen, y Carmen se llama mi madre, María del Carmen.

A mi primo lo había visto pocas veces, tan pocas que no había tenido tiempo de sentir algún tipo de afecto o empatía por él. Cuando a mi padre le anunciaron la mala noticia busqué los álbumes familiares y ubiqué al primo en las fotografías. Lo observé una y otra vez en esa suspensión de tiempo que supone el congelamiento fotográfico. Al mirar las fotos intentaba retenerlo, interrogarlo, saber quién era el que se había ido. Necesitaba tener de él unos rasgos y una historia. Mientras yo crecía armaba su vida breve con fotos e historias familiares, construía la vida de alguien que ya no existía. No sabía en ese entonces que estaba asistiendo, acaso, a mi primer personaje.

El Gato era recordado constantemente en casa, cuando lo nombraban una mueca triste se aposentaba en las caras de los adultos, pero el tiempo pasa y los dolores menguan, en algún momento nombrarlo ya no causaba ninguna conmoción. Al parecer, los muertos también envejecen con los vivos, se van deshaciendo en quebradizas memorias. Bueno, tal vez no para todos, quizás para las madres el dolor de la pérdida siempre se conjuga en presente. Sé que mi tía Fidelina, su madre, fue a retirar en Maracaibo el título universitario del hijo muerto, sé que mi tía lo lloró desconsoladamente hasta el día que el difunto se le apareció en un sueño y le pidió que no lo llorara más, que le permitiera descansar. La madre aceptó el ruego, enmudeció el llanto y albergó en silencio su dolor. Se ve que las trampas de la fe les sirvieron a mi abuela y a mi tía para contener un mar de llanto, el diluvio de la pena.

 

Podría decir que desde el acercamiento al álbum familiar me quedó la costumbre de recrear historias a partir de las fotografías que miro. Siento debilidad por las fotos viejas, en blanco y negro, sobre todo esas donde aparecen grandes grupos de amigos o familiares, como esa imagen donde posan muy jóvenes Buñuel, Dalí y Lorca: tres artistas, un país en guerra, tres destinos distantes. ¿Cuántas veces se vieron después de la fotografía?, me pregunto. ¿Acaso se volvieron a ver? Dalí y Buñuel sí, pero las relaciones no fueron buenas.

Una vez frente a las fotos observo los peinados, el vestuario, los rostros, sus gestos, me pregunto por los que posan e imagino fragmentos de sus vidas antes o después de quedar detenidos por el obturador de la cámara. Del gusto por fotos antiguas vino, supongo, el gusto por el cine en blanco y negro. Cine mudo, cine expresionista, cine de gánsters, de terror, de autor, series televisivas han alimentado esa inclinación por la imagen en blanco y negro. Recuerdo que hace años me quedaba despierta hasta tarde para ver Los intocables, la serie sobre el detective Eliot Ness que en alguna época transmitió la televisión local, en tiempos en que no había cable ni internet.

Me gustan esas series viejas, sus guiones, los doblajes de la época. Incluso hoy siempre que hago zapping suelo detenerme en los canales clásicos. En una ocasión mi hermano menor comentó que lo mejor sería comprarme un televisor en blanco y negro. Mi hermano y yo compartimos, además de algunas alergias, el mismo humor.

Mis primeros relatos tienen la impronta de ese interés por lo fílmico, deseaba escribir historias que transcurrieran bajo una cámara. Más que historias, quería escenas, secuencias precisas, momentos en las vidas de mis personajes. Con “La sonrisa de Buster Keaton” introduzco la cámara en el cuento, brevemente narro la historia de un viejo judío que muere en su casa ‒una casa muy distante del lugar donde nació‒ mientras en el televisor transcurren imágenes de un filme de Keaton frente a un espectador ausente. Los últimos minutos del anciano lo atan a sus primeros años y, a su vez, son acompañados por las peripecias silenciosas del genio de Keaton. En mi cabeza el cuento se escribía con cámara, la del viejo judío era su escena final.

 

¿Alguna vez se han preguntado cómo será su escena final? Yo sí, y es culpa del cine. No dejo de pensar que Theo Angelopoulos murió mientras filmaba una película, El otro mar, que junto a El polvo del tiempo y Eleni  sería parte de una trilogía. Pero no fue. Hubo un corte, un brusco y definitivo corte ese día de enero, como si la muerte del cineasta fuera parte del filme, todo muy desgraciadamente poético.

Uno está hecho de constancias y manías, de afectos, pérdidas y quiebres emocionales. Uno está hecho de un cúmulo de imprecisiones. Miro hacia atrás y veo a la niña llorando por su perra muerta, miro a la abuela tratando de consolarla y adolezco porque ya no hay abuela para el consuelo. Lo que hoy escribo parece una mudanza de piel frente a lo que ayer escribí. Los gustos, intereses, e inquietudes varían; algunos persisten, otros ceden. Uno muda de piel, se contradice, se repite e incluso puede desdecirse.

Sin embargo, el árbol muda de hoja pero no de raíz.


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Escribo cuentos, a veces otras cosas. Estudié letras y también Filosofía. Vivo en Mérida, de espaldas al Pico El Toro. Tengo dos perros y dos gatos. Olivia, la salchicha más noble; Catire, el vagabundo rock star de Las Tapias. Domingo y Felisberto son los gatos jefes de casa.

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