La persistencia se llama la obra
Rossana Hernández creció cerca del mar, en Carúpano, bailando ballet, leyendo literatura y escuchando los consejos de su abuela. A los 16 años se instaló en Caracas para estudiar derecho, pero sabía que no ejercería esa carrera por mucho tiempo. Todo cambió cuando descubrió la magia del teatro. Actuar, dirigir y enseñar es su forma de estar en el mundo.
FOTOGRAFÍAS: NICOLA ROCCO
Aquí adentro, detrás del telón, está la actriz.
Llegó muy temprano. Hizo estiramientos —cosa que era indispensable, porque la función le exigirá mucho físicamente—, se vistió en el camerino, se maquilló, se peinó, cepilló sus dientes, se echó crema en el cuerpo y se perfumó. Está lista para salir a escena. Eso sí, está nerviosa porque el de hoy es un montaje muy particular: ella, Rossana Hernández —la actriz, directora y profesora de teatro—, se convertirá en un personaje, interpretando un monólogo cuya trama es su vida (real). Este es el estreno. Y se siente rara: nunca ha hecho de sí misma ni nunca ha hecho monólogos.
Afuera, los reflectores a tiro para iluminarla. La sala, llena de amigos, alumnos, gente que tiene tiempo sin ver, espectadores desconocidos.
La actriz, en este rincón oscuro, está en silencio.
Ora.
Virgen María, sin pecado original concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti. Virgen María, sin pecado original concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti. Virgen María, sin pecado original concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti…
No es que sea fervientemente religiosa, pero cree en Dios, en la Virgen —siempre lleva consigo una medallita de la Milagrosa— y encomienda su trabajo.
…Jesús, en ti confío. Jesús, en ti confío. Jesús, en ti confío.
Entonces se sube el telón. La persistencia se llama la obra.
La actriz vino después. Primero fue una bailarina: una niña —luego adolescente— en Carúpano, que no sabía nada de actuación, pero que practicaba ballet. Fue aprendiendo, de la mano de una maestra estricta, que la danza —que el arte todo— era algo serio y que requería disciplina.
¿Qué será de la vida de esa maestra? ¿Sabrá que esa niña todavía la recuerda? ¿Dónde estará? Hace días, después de años sin saber de ella, Rossana encontró por Facebook su perfil, y le dejó un mensaje invitándola a esta función, pero no le respondió. ¿Lo habrá leído?
En Carúpano, ese caluroso pueblo oriental a orillas del mar Caribe, en el estado Sucre, Rossana también leía novelas y cuentos, azuzada por un tío que había estudiado literatura; y escuchaba con atención los relatos y consejos llenos de sabiduría popular que le contaba su abuela, una mujer sin estudios pero adelantada a su época, quien le decía cosas como: “Estudie, estudie, estudie para que no dependa de ningún hombre”.
La joven, ciertamente, era buena estudiante. Admiraba mucho a sus maestros, quería ser como ellos: tener conocimiento, enseñar a otros. Soñaba con salir de Carúpano a Caracas para estudiar letras, filosofía, estudios internacionales o comunicación social en la Universidad Central de Venezuela. Eran carreras que a su familia le parecían un tanto inútiles. “Mejor ingeniería o derecho”, le decían. “Algo que te dé de comer”. “Y mejor en una universidad privada”, insistían, porque en aquel entonces —comienzos de los años 90— los estudiantes de universidades públicas quedaban atascados en largos paros de actividades y no se graduaban sino después de décadas.
Rossana, de 16 años, se decidió por derecho, pero hizo un trato consigo misma: “Me gradúo, ejerzo durante 5 años y no más: después me dedico a algo que me guste”.
¿Qué era ese algo? ¿Cómo saberlo?
Un día, por curiosidad, fue con una compañera de la residencia estudiantil en la que se instaló en Caracas, a un ensayo de una obra de teatro en la que la chica estaba participando. Ver cómo esas personas se disponían a ser otros por un rato enganchó a Rossana. Se le debió notar mucho el entusiasmo, porque al tiempo la asistente de dirección de aquella obra la llamó para pedirle que actuara en un montaje que estaba realizando. Aceptó, desde luego: su papel era darle vida a una muerta, literalmente. En algún momento, el cadáver resucitaba espantando a los que estaban a su alrededor.
La crítica nominó a Rossana a mejor actriz de reparto en la Fiesta Teatral de Caracas, que entonces era un evento muy importante para el circuito de las artes escénicas. No ganó. Pero la experiencia fue el punto de partida de una carrera que, ella no sabía, estaba arrancando.
Comenzó a ir al teatro con mucha frecuencia.
La primera obra que vio fue La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, en el Teatro Nacional de Caracas. La historia describe la sociedad española de principios del siglo XX, época en que la mujer era relegada y maltratada. Cuando se abrió el telón y vio, en el centro del escenario, a una criada cantando un lamento español, con esa voz ahogada, mientras restregaba el piso, Rossana lo tuvo claro: quería hacer eso por siempre. Estar en las tablas.
Vivir la magia de ser otra.
¿Cómo es quitarse la máscara ante el público?
Ahora, en La persistencia, Rossana Hernández lo intenta: es ella misma. O, mejor dicho, es la representación de quien fue en el pasado. A Sara Valero —directora, dramaturga— se le ocurrió esta idea: que Rossana Hernández contara su intimidad en escena, para lo cual la entrevistó durante meses, y después escribió este guion con sus vivencias. A ratos, parece el relato de un momento del país a través de la vida concreta de una actriz. Al principio, a Rossana le pareció descabellado. ¿Para qué? ¿Qué utilidad podría tener su testimonio, tan íntimo, tan personal?
Quizá hacer un viaje tridimensional a su memoria. Ahora la actriz danza con un tutú, como lo hacía en Carúpano. Cuenta —uno, dos, tres, cuatro— y se alza, se sostiene en la barra, hace un pas de deux, otros más y una pirueta. El cuerpo tiene memoria. La actriz se ve ingrávida. ¿Quién en esta sala podría imaginarse que está viendo el resultado de tres meses intentando, una y otra vez, esos movimientos limpios? Tres meses de trabajo diario, puliendo la coreografía para que se vea natural, fluida, como si no tuviera décadas sin bailar sobre la punta de sus pies. Tres meses tratando de que no se note que ahora ella es otra.
Tratando que parezca que es verdad: tratando que sea verdad.
Años más tarde, la invitaron a participar en un nuevo montaje de La casa de Bernarda Alba. Fue un guiño del destino, una señal de que estaba en el camino correcto. Ya entonces Rossana vivía entre dos mundos. Medio día era abogada laboral y medio día era teatrera. Defendía juicios por la mañana y salía corriendo a actuar en obras de teatro o a estudiar en la Taller Nacional de Teatro de Rajatabla. El tiempo fue pasando y seguía en el derecho, no porque le gustara, sino porque era lo que le permitía pagar las cuentas. El teatro nunca ha sido lucrativo. Y aunque no tenía muchos ratos libres, seguía estudiando. Cursó un diplomado en docencia (quería dar clases, como una forma de devolverle a otros lo que muchos maestros ya le habían enseñado; y porque ya creía que la educación era la carrera más importante que existe); y una licenciatura en teatro.
Para graduarse, debía participar en un montaje junto a toda su promoción. Ese día ocurrió un accidente: finalizando la función de estreno, se fue por una trampa que había en el centro del escenario y cayó encima de una enorme máquina de humo. Para desearles suerte, a los actores suelen decirles, metafórica y paradójicamente: “Rómpete una pata”. Tal vez ese accidente fue un buen augurio, porque de allí salió con una fisura, un esguince y estuvo en muletas por tres meses.
Tras 14 años como abogada, los universos tan disímiles del derecho y el teatro comenzaron a demandar más atención de su parte, y tuvo que escoger en cuál de los dos echar raíces. Se quedó con el segundo, lo que significaba pararse sobre un terreno fascinante pero incierto: “¿Cómo vivo de esto?”, se preguntaba. Y se respondió algo que le pareció obvio: “Debo ocuparme”.
Eso era, para ella, aferrarse a la gratificación artística que le daba esa vida sobre las tablas y trabajar con orden y disciplina. Ni más ni menos.
Me gozo mi vaina, me gozo mi vaina, me gozo mi vaina.
Ante los obstáculos que enfrenta en su historia, esta que está presentando ahora, se repite para sí misma ese mantra, como una larga letanía.
Un país puesto contra las cuerdas por una hiperinflación desbocada.
Un país que atraviesa una crisis política y humanitaria que impacta en la vida cotidiana.
Un país en el que no hay cultura de ir al teatro.
Un país en el que el arte no es una prioridad.
Me gozo mi vaina, me gozo mi vaina, me gozo mi vaina.
La frase sintetiza la resolución del conflicto de esta trama: entender que no será fácil; que hay que disfrutar el camino, aunque sea incierto; comprender que el arte es algo importante para la sociedad. “No es que ponga una inyección o cure a alguien como un médico, pero el artista va dejando un registro de su momento. Un registro más profundo que permite la sociedad, porque el artista, para su obra, ahonda. Por eso, para entender la humanidad, es imprescindible recurrir al arte. Ese es el camino en el que estoy”.
Ya bien plantada en el lado de los escenarios, comenzó a asumir otros papeles, como una forma de hacer vida dentro de ese ecosistema complejo que es el espectáculo.
Se convirtió en directora (“la que crea la magia”, suele decir). Fundó, con su amigo Gabriel Agüero y su esposo Elvis Chaveinte, ambos actores y directores, un grupo de teatro que llamaron, como una declaración de principios, Deux ex machina (que quiere decir “persona o cosa que, con su intervención resuelve, de manera poco verosímil, una situación difícil dentro de una obra literaria”). Querían crear espacios, plasmar sus miradas, contar historias que otros no estaban contando.
Y también se hizo profesora. El diplomado que cursó años atrás le sirvió de aval para dar clases en la Universidad Metropolitana y para dirigir el grupo teatral de esa casa de estudios. Que es una de las cosas que más satisfacción le producen. Siempre ha admirado a los que enseñan, insiste, como aquella profesora de ballet que le inculcó que montarse en el escenario requería disciplina.
—Me encanta cuando veo una semillita, los ojos brillosos de quienes quieren aprender todo lo que puedo ofrecer. Eso me conecta con la niña que fui. Es algo que siento como un deber, como una necesidad de retribuir lo que otros han hecho por mí; y de transmitir lo que hemos aprendido en un entorno como este. Es una forma de decirle a los muchachos: nacimos en la época más difícil, pero es posible hacer las cosas bien.
—Nacimos en la época más difícil, pero es posible hacer las cosas bien —la sentencia resuena al finalizar La persistencia. Podría decirse que es uno de los mensajes centrales del monólogo.
El público se levanta y aplaude largamente. A Rossana, en el centro del escenario, se le ve satisfecha. Los reflectores no le permiten ver la cara de quienes la celebran desde el otro lado. Ahí está Elvis, su esposo, de pie. Amigos, alumnos, gritando: “¡Bravo, bravo!”. Alguien le entrega a la actriz un ramo de rosas rojas. Y cuando la algarabía se apacigua un poco y el público se dispone a salir de la sala, se percata de que alguien se le acerca. Es una señora. Una señora cuyo rostro le resulta familiar. Entonces la termina de reconocer y se exalta: allí, viéndola, durante la función, estuvo esa profesora de ballet que le enseñó a pararse firme sobre los escenarios, esa con la que comenzó esta obra (en la vida real) que (también) se llama La persistencia y que parece no tener final.
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Erick Lezama
Sobreviví al cáncer para contar la vida con sus luces y sombras. Soy periodista-narrador y editor senior de La Vida de Nos, donde cada día conjugo los verbos creer y crear. Tengo la certeza de que las historias son puentes en los que nos encontramos con los demás y con nosotros mismos.
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