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La noche en que amaneció la vida

Feb 11, 2017

Este relato cuenta el emotivo encuentro que inició la paz en la comunidad caraqueña de Catuche, luego de un trágico suceso que completó más de cien muertos por años de enfrentamientos entre bandas rivales. Esa noche se selló un acuerdo que redujo drásticamente el índice de homicidios en los sectores en disputa. Una década después, ese acuerdo, que se convirtió en modelo de organización comunitaria, aún se mantiene vigente.

«En aquellos tiempos había mucho plomo, mucha guerra, mucho tiroteo, mucho muerto.»
Testimonio de una vecina del sector

 

El río Catuche nace en el Ávila y baja por sus laderas para incrustarse en el valle a la altura de Puerta Caracas. Serpenteando por sus propios recovecos, sigue su camino hasta alcanzar el Guaire, por los lados de San Agustín. Ignorado por la Caracas moderna, gozó de su época dorada cuando era el surtidor de agua potable de la ciudad, lo que ocurrió desde su fundación hasta casi finales del siglo XIX.

Mucho más joven, el barrio que tomó su nombre nació a mediados del siglo pasado, cuando familias venidas del interior del país comenzaron a construir sus casas en las márgenes del río. Para ellos fue la oportunidad de instalarse en la capital, en búsqueda de nuevas oportunidades. Para los vecinos de La Pastora, en cambio, terminaron siendo el desafortunado familiar arrimado en un cuarto del fondo. A pocas cuadras de sus calles principales, pero a años luz de la ciudad, fue ganando terreno en los espacios que dejaban libres el cerro, la quebrada y el traspatio de esa centenaria parroquia, adquiriendo nombres en tanto sus lotes se volvían tierra conquistada: Guanábano, Portillo, La Quinta, El Kínder, Boulevard, El Bosque, Puerta Caracas… Y con los nombres fueron adquiriendo memoria.

Una memoria que incluiría encarnizados desencuentros.

A pesar de sus más de sesenta años de historia, Catuche no aparece en los mapas. Y no se trata de un mundo perdido en la recóndita selva. Basta con llegar a la plaza de La Pastora, y tomar una calle que sigue su camino en línea recta hacia el cerro para, una vez allí, cruzar hacia la izquierda por un callejón, al final del cual el paso de carros es cortado por una pesada cadena. Un poco más allá comienza una pendiente donde el visitante se topará con el centro comunitario de la Asociación Fe y Alegría, en el sector La Quinta. Es decir, apenas un puñado de cuadras más arriba de Miraflores.

De tres plantas, ese centro comunitario está erigido sobre un terreno que fue un basurero, bajo el cual, luego de remover los escombros, se encontraron las ruinas del viejo acueducto. De cuando era un río importante y no ese olvido que es ahora. A un costado hay un angosto camino de tierra que baja en paralelo al río y conduce a Portillo y, junto a él, una enorme ceiba que parece un viejo gigante y manso, testigo de todos los sucesos de esa comunidad desde su fundación.

Como el de esa noche de agosto de 2007, que ninguno de sus habitantes olvidará mientras viva.

La historia comienza con una vieja rencilla entre jóvenes de La Quinta y Portillo. Como suele suceder en esos casos, nadie sabe cuándo ni por qué comenzó. Lo que sí se sabía es que iba arrebatando hijos a las mujeres de la comunidad de manera casi sistemática. Uno de aquellos, otro de estos. Uno de aquellos… Como un mecanismo que amenazaba con no dejar de girar mientras quedase sangre joven. Una guerra de trincheras que, ante la más mínima provocación, terminaba en un tiroteo de un sector al otro.

Esa situación hubiese sido un prolongado infierno cotidiano, de no ser por la ocasión en que un grupo de La Quinta invadió Portillo a fuego limpio, de forma inesperada, dispuestos a meterse en casas y apartamentos, en busca de un muchacho de 18 años llamado Anderson. Fue la noche más larga que los vecinos recuerdan haber vivido en toda su vida. Hombres encapuchados, con armas de todo tipo, amenazando con terminar de bajarles el suitche de una vez por todas. Fue una larga noche de gritos de terror y rezos balbuceados entre llantos.

Pero la violencia en Catuche no comenzó con esa vieja disputa. Los cíclicos enfrentamientos entre bandas de los distintos sectores fueron el clima en el que creció toda una generación. Vivían en toque de queda. En cualquier momento, y sin previo aviso, los miembros de una banda (del Guanábano, El Kínder o Boulevard, por decir algo) irrumpían a tiros en los predios de otro sector. Y allí donde los agarraba el asunto, gateando entre escaleras y callejones, los vecinos debían luchar por salvar el pellejo.

Nada más terco que el instinto de aferrarse a la vida.

Habían llegado al punto en que la gente veía con naturalidad que los jóvenes se armaran. Más aún, se sentían obligados a apoyarlos, ya que los veían como sus defensores ante posibles ataques de bandas de otros sectores. Llegaban al punto de comprarles las balas. Eran los tiempos en que un hombre, encapuchado y armado, podía pasar frente a la casa de una mujer, y gritarle al trote: «¡Cómprate tu traje negro porque te voy a matar a tu hijo!”.

Y aunque la disputa entre Portillo y La Quinta no fue la primera en la historia del barrio, sí fue la que marcó un punto de quiebre en la paciencia de sus habitantes.

Volvamos entonces a esa larga noche.

Los vecinos se aprestaban a descansar cuando escucharon el estruendo de armas de diversos calibres. Como todos los disparos se escuchaban muy cerca, comprendieron que no se trataba de una escaramuza más. Desde el piso de sus casas, con sus colchones como mantos protectores, tratando de calmar el llanto de sus niños, debieron esperar hasta las tres de la madrugada, cuando cesó el tiroteo. Esa fue la última hora que vio el hombre que estaban buscando.

De inmediato sobrevino un silencio que dejó escuchar todo el miedo que los ladridos de la pólvora habían acallado. Los niños lloraban. Las mujeres gritaban. Los atacantes se replegaron y los asediados, con menor potencia de fuego, se reunificaron para enterarse de la noticia. El cuerpo de Anderson aún estaba caliente cuando Alice, su madre, pudo llegar hasta donde se encontraba, pero sus ojos no alcanzaron a despedirla. Era el segundo hijo que le tocaría enterrar. Ya solo le quedaba el menor.

Para el que ha tenido que tutearse con la muerte, la vida se vuelve más sagrada. Una madre que ha vivido la pesadilla de enterrar un hijo y que le toca hacerlo de nuevo, ve en aquel que le queda vivo su más sagrada posesión en la tierra. Fue por eso que, luego de enterrar a Anderson, y agotada de dolor, Alice juró que iba a hacer lo que estuviese a su alcance para seguir viendo luz en los ojos de ese hijo vivo. Y eso pasaba por desterrar de su corazón cualquier deseo de venganza.

Así se lo hizo saber a su hermana, primero, y a las otras madres de Portillo, después. El dolor había tocado hueso y ya solo quería vivir en paz. Acudieron entonces a Doris Barreto y Yaneth Calderón, las coordinadoras de Fe y Alegría, en busca de ayuda y orientación. Aquellas las recibieron y las escucharon atentamente. Luego de sopesar la dimensión del asunto, les preguntaron si estaban interesadas en que ellas mediaran para planificar un encuentro con los del otro bando. Si habían voces capaces de reconectar una comunicación rota por años de rencores, eran precisamente las de ellas. Las mujeres les dijeron que sí, que ese problema no se podía solucionar solo desde este lado del problema. Doris y Yaneth asintieron e iniciaron, entonces, un contacto con los muchachos de La Quinta.

Las mujeres de Portillo esperaban ansiosas por las reacciones de sus agresores, pero de aquel lado les llegó un recado, que podía leerse como un desplante pero que ellas supieron entender en su magnitud. “No hay que hablar con los jóvenes, con quien hay que hablar es con las viejas chismosas”.

De esa manera, entendiendo lo razonable de esa tosca sugerencia, decidieron reunirse con la otra cara del mismo dolor: las madres de La Quinta. Fue entonces cuando, apelando a su conocimiento del terreno, Doris urdió una fina trama sostenida en el prestigio del trabajo llevado a cabo en esas comunidades, para hacerles llegar el mensaje a aquellas, conviniendo el encuentro.

 

Aunque la temperatura nocturna de Catuche evoca la de aquella Caracas que cuentan los abuelos, el frío que hizo esa noche no venía del Ávila, sino del cuerpo. ¿Qué les esperaba del otro lado? ¿Con qué se iban a encontrar? Por eso el frío. Por eso la incertidumbre. Por eso el miedo. En ese silencio apenas roto por el rumor de la quebrada y por el ruido de sus pensamientos, seis mujeres —entre las que se reconocía a Alice— y un hombre de Portillo, avanzaron por el angosto camino de tierra, hasta la exacta mitad, donde se encontraba la frontera.

Del otro lado, en la soledad de una noche donde nada parecía moverse, escucharon pisadas y murmullos. Al poco rato, vieron aparecer unas sombras.

—Que sea lo que Dios quiera —musitó una de las mujeres.

Cuando estuvieron frente a frente, el frío apretó un par de grados. Se miraron brevemente, con aprensión. Unas y otras vieron lo mismo: mujeres de rostros fatigados, como los de ellas. Cansadas de llorar, como ellas. Entonces, las de La Quinta rompieron el silencio para invitarlas, más que a completar el camino, a traspasar la frontera que el dolor, el odio y el miedo había cincelado en sus corazones. Y así, escoltadas por aquellas, las mujeres de Portillo se adentraron en un territorio que les había sido vedado desde hacía tanto tiempo, que no recordaban cuándo fue la última vez que habían andado ese camino, como si fuese un país extranjero.

¿Que si tenían miedo? Por supuesto que tenían miedo.

Subieron la colina y entraron a la amplia sala del primer piso del centro comunitario, donde se celebraría la reunión. Era el 25 de agosto de 2007. En el ambiente flotaba una sólida tensión. Una de las mujeres de La Quinta, al reconocer a Alice, comentó  a sus compañeras: “Esa es la mamá de Anderson”. Cuando Alice las miró, aquellas le dijeron de inmediato, como con pena: “Nosotras también queremos luchar porque nosotras también estamos cansadas”.

Por única respuesta, Alice dijo:

—¡Gracias, Dios!

La noche prometía ser larga. Afuera el silencio era tan inusual que parecía que todo el barrio estuviese expectante a ese momento. Sin embargo, adentro, ese primer cruce de palabras comenzó a reblandecer el sofocante clima que se palpaba en ese encuentro. Fue entonces cuando decidieron sentarse en las sillas, dispuestas en círculo, que las estaban esperando.

Por instinto de protección lo hicieron al abrigo de sus respectivos clanes, formando dos grupos claramente diferenciados. La gente de Fe y Alegría estaba atenta a cualquier reacción, prestas a actuar en favor del diálogo. Un gesto mal interpretado podía conducir a un recrudecimiento de la violencia. Cuando iban a comenzar a hablar, sin saber muy bien qué decir, una de las madres sugirió que antes de hacerlo, y en respeto al dolor de Alice (y de todas) rezaran un rosario. Las presentes asintieron, convencidas de su pertinencia. Iban a iniciarlo cuando otra sugirió entonces que, para que esa plegaria tuviese sentido, debían intercambiar sus asientos.

Y así lo hicieron. Cuando la primera se puso en pie y cruzó esa línea imaginaria, de inmediato las demás siguieron su ejemplo. Algunas de aquí para allá, otras de allá para este lado, mezclándose.

Ese gesto rompió la última pared que las separaba. Madres de Portillo y La Quinta, intercaladas, se tomaron de las manos para rezar con fervor por todos los hijos muertos. Cuando abrieron los ojos se había operado una alquimia. Donde había desconocidas aparecieron otras madres desesperadas por despertar de esa larga pesadilla.

En ese clima solemne, Alice tomó la palabra para advertir que no había asistido a esa reunión buscando culpables ni venganza, sino para exponer el enorme dolor que representaba la muerte de su hijo y el miedo a perder al que le quedaba vivo. Traía su deseo de lograr un acuerdo de paz. Alguna otra pidió la palabra para, con serenidad y firmeza, verbalizar el sentimiento de todas, fueran de Portillo o de La Quinta:

—¡Estamos cansados de montarnos los colchones sobre la cabeza! ¡Estamos cansados de salir corriendo! ¡Estamos cansados de no poder estar afuera! ¡Estamos cansados de tener que llamar cuando estamos por fuera y queremos llegar a nuestras casas! ¡Ya basta!

En ese momento se abrió el dique. El de la necesidad de compartir sus dolores. El de las lágrimas purificadoras. Una a una, sus historias comenzaron a salir de sus bocas y compartieron ese llanto que las acompañaban en la soledad de sus noches. Pero ahora sabiendo que no estaban solas. Que además de sus vecinas, otras como ellas, al otro lado del problema, también lloraban en silencio por los hijos ausentes.

Y, contando sus historias y volviendo a llorarlas, atravesaron la oscuridad de esa noche. Escuchando el daño que sus hijos habían ocasionado, poniéndole palabras a sus  tormentos, borrando toda frontera entre un aquí y un allá. Solo madres que no querían volver a atravesar el infierno de enterrar a otro hijo.

Y así, contando y llorando, sintiendo compasión y fundiéndose en el mismo dolor, llegaron al borde del amanecer.

Catuche ya no sería el mismo. Al día siguiente comenzaron a trabajar en las comisiones de paz, recogiendo las inquietudes de ambos bandos y estableciendo los acuerdos que todos debían cumplir, vigilando su cumplimiento con celo. Fue la lenta construcción de una paz estable. Diez años después, esos acuerdos siguen vigentes. Los asesinatos, que habían alcanzado la cifra de cerca de cien jóvenes de ambos sectores, se redujeron a cero.

Al final salieron abrazadas, llorando todas, porque todas tenían el mismo problema. Y todas veían asomarse la misma esperanza.


Ilustraciones a cargo de Franyerlin Danelli, Margarita Rojas, Royland Viloria y Federico Cavero, estudiantes del Centro de Diseño Digital (dirigido por Carlos Márquez), bajo la coordinación de Jean-Charles L’Ami.


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Narrador. Ciudadano neo-punk. Escribo porque no pude ser un pop-star. Sumergido en el cine, la música y todas las formas de contar historias. Autor de Caracas muerde, entre otros títulos. Coeditor de La Vida de Nos.

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