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La memoria del hombre es frágil, por eso debe contar su historia (y II)

Abr 26, 2020

En esta segunda y última entrega de la introducción a Jóvenes que se emocionan, jóvenes que actúan, terminamos el repaso de la Venezuela de los años recientes, a través de las historias que cuentan cómo han vivido nuestros jóvenes durante estos años duros. La Venezuela de jóvenes #CrecidosEnLaAdversidad. 

 

Lea la primera parte aquí

 

El 2018 fue un año de esperanzas rotas. Tras el aplastamiento de las protestas del año anterior, y la instauración de una asamblea constituyente que no fue reconocida por muchos países y por buena parte de la población, se intensificó la indetenible hemorragia de la diáspora venezolana, sobre todo entre la población más joven, la cual se embarcó en la búsqueda de un lugar para vivir, mayoritariamente entre los países de la región, sea en buses que podrían tardar varios días, dependiendo del destino, o a pie. Azuzados por el hambre, la desesperanza, la persecución política (como el caso antes mencionado), las acciones del hampa, o por salvar su vida ante el desplome del sistema de salud venezolano.

 

Esta última fue la razón que hizo decidirse a los padres de los gemelos Sebastián y Jesús Navas, de 12 años, cuya sangre no coagula debido a un trastorno hereditario denominado hemofilia severa tipo B. La nevera de la familia Navas no estaba llena de alimentos, sino del tratamiento de los gemelos: el Factor IX. Cada tres meses, Rafael, el padre, recorría por carretera los 365 kilómetros de distancia que separan la ciudad de Barquisimeto, donde residían, de Caracas, la capital del país, a fin de retirar las medicinas en el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales. De esta manera acumulaban en casa las 120 dosis para ambos niños, que cubrían 90 días de tratamiento. Pero estas entregas se fueron reduciendo aceleradamente hasta que, en diciembre de 2017, cuando fue a retirar el Factor IX, le dieron solo dos dosis, junto a un consejo: “Guárdelo para una emergencia porque no hay más”.

Y esa emergencia llegó. Sebastián sufrió en su pierna izquierda una hemartrosis, una hemorragia en una articulación que no le fue tratada a tiempo por falta de su tratamiento, luego de haberse caído jugando con unos amigos. La rodilla se le hinchó como una pelota de tenis. Parecía que en cualquier momento se le iba a desgarrar la piel.

Según la Asociación Venezolana para la Hemofilia, entre desde 2016 y 2018, año en que publicamos esta historia, habían muerto al menos 44 pacientes con esta condición en el país. Tan solo en los primeros seis meses de 2018, murieron 8 personas con el mismo trastorno de Jesús y Sebastián. Para evitar ser parte de esa cifra, la familia decidió emigrar. Pero no pudieron irse todos, así que un día de marzo de 2018 Rafael atravesó, con sus dos hijos, el Puente Internacional Simón Bolívar que conecta Venezuela con Colombia. Sebastián iba en silla de ruedas, porque ya no podía caminar. El padre le dio una almohada para que se protegiera la rodilla del río humano que salía de Venezuela a Colombia por ese puente.

Se instalaron en Zipaquirá, una población al norte de Bogotá, la capital de Colombia, donde pudieron recibir el tratamiento que les salvaría la vida. Cuatro meses después, Kanthaly Ordoñez, la madre, y su pequeña hija de 4 años, atravesarían esos 1.090 kilómetros que las separaban de los suyos para reunificar a la familia.

 

Y si 2017 fue un año de protestas que dejaron un doloroso saldo de muertos, heridos, encarcelados y torturados, y el 2018 fue el año de la desesperanzada estampida, el 2019 comenzó con unas renovadas energías en la lucha por la libertad.

El 23 de enero de 2019, mientras el presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, juraba como presidente encargado de la República en una multitudinaria concentración en Caracas que terminó sin incidentes, en el centro de San Cristóbal, en Táchira, nuevamente se vivía  el horror: la imponente marcha opositora que había llegado a la Plaza Bolívar, en la Séptima Avenida, fue disuelta a tiros por civiles armados y efectivos de las terroríficas Fuerzas de Acciones especiales (FAES). La gente corría buscando refugio. De inmediato comenzaron a llegar decenas de heridos al hospital central. Todos de bala. Se comenzó a rumorar que dos de ellos habían muerto.

La periodista Lorena Evelyn Arraíz, quien también es profesora de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad de Los Andes desde hace más de una década, recibió los nombres de los fallecidos en un chat de periodistas. Luego de que comenzaron a llegarle mensajes de sus estudiantes, alarmados, y tras rectificar el nombre de uno de los fallecidos, cayó en cuenta de que uno de ellos, Luigi Guerrero, de 24 años, había sido su alumno. Para el momento de su muerte se encontraba en la última semana del 4to año de la carrera. Abrumado por la situación del país, tenía pensado irse a Colombia con su abuela y su mamá, e incluso les había propuesto a ellas que se fueran primero, pero la mamá decidió esperar por su título universitario para migrar juntos.

Samuel Enrique Méndez, en cambio, no pensaba abandonar el país, a pesar de que su padre, residenciado en Perú, se lo pedía con frecuencia. Pero la decisión tampoco estuvo en sus manos.

Vivía en la ciudad de La Victoria, a 90 kilómetros de la capital del país. En esa población también acudieron al llamado que hiciese Guaidó, el 30 de abril de ese año, de sumarse a las calles para apoyar una sublevación militar en proceso. Una multitud había salido con banderas, silbatos y cacerolas a respaldar el alzamiento. El ambiente comenzó a impregnarse de gases lacrimógenos. La represión, comandada por civiles armados y funcionarios uniformados, convirtió la protesta en una vorágine. Los civiles no solo disparaban, sino que capturaban y agredían a cuanto joven se encontraba en el camino, bajo la mirada de la policía que se replegó para dejarlos actuar.

Entre quienes no pudieron evadir la acción de estos grupos estuvo Samuel. Golpeándolo con saña, se lo llevaron al interior de la urbanización Ciudad Socialista La Mora.

Pasadas dos horas del secuestro, entregaron el cuerpo a sus amigos: estaba golpeado y ensangrentado, sin camisa y sin zapatos. Le habían disparado a quemarropa en el tórax y el proyectil le había destrozado la columna. Sus amigos pidieron una ambulancia que nunca llegó. Lo cargaron al hospital, pero ya Samuel había muerto.

 

Muchos fueron los jóvenes que emigraron. Otros decidieron, con todo en contra, mantenerse en el país, aunque los requiebros los hicieran dudar acerca de la sensatez de la decisión tomada. Las escuelas de Comunicación Social siguen teniendo una alta demanda entre los nuevos bachilleres. Médicos y personal de la salud, en general, cansados de ver morir a los pacientes sin poder hacer nada, arriesgan su vida en protestas para exigir que el Estado cumpla con su función de dotar los hospitales. Periodistas y médicos, dos de las profesiones más perseguidas. Fue el caso del doctor Carmelo Gallardo quien, junto a 11 de sus colegas, fue detenido en las protestas ciudadanas del 30 de abril de 2019.

Hematólogo y jefe del Banco de Sangre del Hospital Central de Maracay, en el estado Aragua, a Gallardo le imputaron los delitos de resistencia a la autoridad, obstrucción de la vía pública e instigación pública, y ordenaron su reclusión en el Centro de Detención de Alayón.

 

Ese 30 de abril salió de casa de sus padres, en Santa Rita, para unirse a las protestas que se concentraban en la avenida Bermúdez de Maracay. En medio de la protesta una señora se desmayó y Carmelo fue a socorrerla. En ese momento, varios sujetos vestidos de civil lo sometieron y, luego de robarle sus zapatos y su celular, se lo llevaron. Carmelo solía ofrecer ruedas de prensa denunciando la crisis sanitaria que se padece en el Hospital Central y participar en protestas pacíficas exigiendo insumos, medicamentos y reactivos para atender a sus pacientes y para dotar al banco de sangre, que él dirigía.

Al día siguiente su familia se enteró de que había sido llevado al cuartel Páez, donde permaneció por tres días, cuando fue trasladado al Palacio de Justicia para la audiencia de presentación en donde la juez Yasdeise del Valle Herrera, del Tribunal Séptimo de Control, fue la encargada de imputarle los delitos descritos anteriormente, y ordenó su reclusión en el Centro de Detención de Alayón.

Estando en ese centro, Carmelo le pidió a la esposa que le llevara un estetoscopio, pelotas de básquetbol, escobas, pinturas, brochas y libros. Examinó a los reclusos del penal, los desparasitó y les ofreció charlas sobre el lavado de las manos, les pidió sacar las colchonetas al sol para evitar los ácaros y los puso a hacer actividades físicas. La pintura era para pintar las paredes y los libros para enseñar a leer y escribir a los presos. Carmelo estudiaba 6to semestre de educación en la Universidad Nacional Abierta, así que no desaprovecharía su permanencia en la cárcel para ejercer la docencia.

Además de médico, pasó a ser preso político.

 

Los venezolanos han podido conocer en estos años todo el enorme caudal de emociones que se pueden experimentar en la vida. Y los más jóvenes han debido vivir experiencias que la generación que los precedió nunca imaginó vivir a esa edad. Se han reunido para hacer comidas y repartirlas a los más necesitados, han despedido a sus amigos o han sido despedidos en su viaje incierto hacia el futuro, han decidido rescatar la posibilidad de ser felices, han trabajado por el país desde sus remotos nuevos domicilios, han tirado la toalla y se han vuelto a levantar.

Han vivido sus vidas en toda su amplia dimensión.

Se trata de una generación que ha aprendido algo importante: en períodos como el que estamos atravesando los venezolanos, hay que procurar darle sentido a la vida a través de alguna labor que la trascienda. De ahí la solidaridad, la búsqueda de la belleza, el ejercicio de la esperanza. Quizá intuyen que los más aptos para la supervivencia son aquellos que saben que les espera una tarea por realizar, como lo apuntara el psiquiatra Viktor Frankl, sobreviviente de los campos de concentración nazis.

Estando adentro o afuera, la mayoría mantiene viva la ilusión de poder contribuir desde su modesto espacio con la construcción de la Venezuela del futuro.

La Vida de Nos ha estado reflejando el país de los últimos tres años, elaborando un mosaico que muestra un país desde los retazos de vida de gente común, de esas historias que llegan a la prensa en formato de noticias o de números. Este relato que contaremos en este proyecto es una consecuencia natural de ese mosaico, un viaje a través de sus historias, sus esperanzas, sus temores y los obstáculos que han debido enfrentar y superar.

Por eso, por seguir de cerca el país de la gente común, es que hemos podido encontrarnos con el espíritu de la Nación, con esos momentos (duros, fundamentales, decisivos) que demuestra el carácter de su gente. Y particularmente de una generación que ha debido hacerse su espacio sorteando obstáculos, conociendo el dolor, la cárcel, las necesidades, el destierro.

Y han demostrado una fortaleza y una capacidad de resiliencia enormes.

Hay experiencias que debemos recordar para no volver a repetir. La memoria del hombre es frágil, por lo que se deben contar, una y otra vez, esas historias que le recuerden no solo quién es, sino quién no debe ser.

Esa es la historia que contaremos en este relato de relatos, que hemos denominado Jóvenes que se emocionan, jóvenes que actúan, con un arco narrativo que mostrará cómo un país, y particularmente sus jóvenes, han entendido que solo la solidaridad y el cuidado mutuo permitirán construir ese país del futuro.

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Textos teóricos desarrollados por los editores de La Vida de NOS

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